Le pido que lea con detenimiento las palabras del Santo Padre. No se trata de buscar en ellas un cuestionamiento a la tarea del teólogo, sino de advertir la importancia de una teología que va más allá de un simple razonamiento intelectual, y que acerca, tanto al teólogo como al fiel simple, al corazón insondable del amor de Dios.
Las
palabras del Señor, que hemos escuchado en el pasaje evangélico, son un
desafío para nosotros, los teólogos, o tal vez, para decirlo mejor, una
invitación a un examen de conciencia: ¿Qué es la teología? ¿Qué somos
nosotros, los teólogos? ¿Cómo hacer verdadera teología? Hemos escuchado
que el Señor alaba al Padre porque ha ocultado el gran misterio del
Hijo, el misterio trinitario, el misterio cristológico, a los sabios y
a los doctos – ellos no lo han conocido – y lo ha revelado a los
pequeños, a los nèpioi, a aquellos que no son doctos, que no tienen una gran cultura. A ellos se les ha revelado este gran misterio.
Con
estas palabras, el Señor describe sencillamente un hecho de su vida; un
hecho que comienza ya en los tiempos de su nacimiento, cuando los Magos
de Oriente preguntan a los competentes, a los escribas, a los exegetas,
el lugar del nacimiento del Salvador, del Rey de Israel. Los escribas
lo saben porque son grandes especialistas; pueden decir enseguida dónde
nace el Mesías: ¡en Belén! Pero no se sienten invitados a ir: para
ellos, sigue siendo un conocimiento académico que no toca su vida,
quedan fuera. Pueden dar información pero la información no se
convierte en formación para la propia vida.
Luego,
durante toda la vida pública del Señor, encontramos lo mismo. Es
inaccesible para los doctos comprender que este hombre no docto,
galileo, pueda ser realmente el Hijo de Dios. Sigue siendo inaceptable
para ellos que Dios, el grande, el único, el Dios del cielo y de la
tierra, pueda estar presente en este hombre. Conocen todo, conocen
también Isaías 53, todas las grandes profecías, pero el misterio
permanece escondido. Es revelado, en cambio, a los pequeños, desde la
Virgen hasta los pescadores del lago de Galilea. Ellos conocen, como
también el centurión romano conoce bajo la cruz: éste es el Hijo de
Dios.
Los hechos
esenciales de la vida de Jesús no pertenecen sólo al pasado sino que
están presentes, de diversos modos, en todas las generaciones. Y así
también en nuestro tiempo, en los últimos doscientos años, observamos
lo mismo. Hay grandes eruditos, grandes especialistas, grandes
teólogos, maestros de la fe, que nos han enseñado muchas cosas. Han
penetrado en los detalles de la Sagrada Escritura, de la historia de la
salvación, pero no han podido ver el misterio mismo, el verdadero
núcleo: que Jesús era realmente Hijo de Dios, que el Dios trinitario
entra en nuestra historia, en un determinado momento histórico, en un
hombre como nosotros. ¡Lo esencial les ha permanecido oculto! Se
podrían citar con facilidad grandes nombres de la historia de la
teología de estos doscientos años, de los cuales hemos aprendido mucho
pero que no ha sido abierto a los ojos de su corazón el misterio.
En
cambio, también en nuestro tiempo están los pequeños que han conocido
tal misterio. Pensemos en santa Bernadette Soubirous, en Santa Teresa
de Lisieux, con su nueva lectura de la Biblia, “no científica”, sino
entrando en el corazón de la Sagrada Escritura; hasta los santos y
beatos de nuestro tiempo: santa Josefina Bakhita, la beata Teresa de
Calcuta, san Damián de Veuster. ¡Podríamos nombrar muchos!
Pero,
a partir de todo esto, nace la pregunta: ¿por qué es así? ¿Es el
cristianismo la religión de los necios, de las personas sin cultura, no
formadas? ¿Se extingue la fe donde se despierta la razón? ¿Cómo se
explica esto? Tal vez debamos mirar una vez más la historia. Sigue
siendo cierto lo que Jesús ha dicho, lo que se puede observar en todos
los siglos. Y, sin embargo, hay una “especie” de pequeños que son
también sabios. A los pies de la cruz está la Virgen, la humilde
esclava de Dios y la gran mujer iluminada por Dios. Y está también
Juan, pescador del lago de Galilea, aquel Juan que la Iglesia llamará
justamente ‘el teólogo’ porque realmente ha sabido ver el misterio de
Dios y anunciarlo: con ojos de águila entró en la luz inaccesible del
misterio divino. Así, también después de su resurrección, el Señor, en
el camino hacia Damasco, toca el corazón de Saulo, que es uno de los
sabios que no ven. Él mismo, en la primera carta a Timoteo, se define
ignorante en aquel tiempo, a pesar de su ciencia. Pero el Resucitado lo
toca: se queda ciego y, al mismo tiempo, se convierte realmente en
alguien que ve, comienza a ver. El gran sabio se vuelve un pequeño, y
precisamente por eso ve la necedad de Dios que es sabiduría, sabiduría
más grande que todas las sabidurías humanas
Podríamos continuar leyendo toda la historia de este modo. Sólo una observación más. Estos eruditos sabios, sofòi y sinetòi, en la primera lectura, aparecen de otro modo. Aquí sofia e sínesis
son dones del Espíritu Santo que reposan en el Mesías, en Cristo. ¿Qué
significa? Se ve aquí un doble uso de la razón y un doble modo ser
sabios o pequeños. Hay un modo de usar la razón que es autónomo, que se
pone por encima de Dios, en toda la gama de las ciencias, comenzando
por las naturales donde un método apto para la investigación de la
materia es universalizado: en éste método Dios no entra, por lo tanto,
Dios no existe. Y así, finalmente, también en teología: se pesca en las
aguas de la Sagrada Escritura con una red que permite pescar sólo peces
de una cierta medida, y todo aquello que está más allá de esta medida,
no entra en la red y, por lo tanto, no puede existir. Y así, el gran
misterio de Jesús, del Hijo hecho hombre, se reduce a un Jesús
histórico: una figura trágica, un fantasma sin carne y hueso, un hombre
que ha quedado en el sepulcro, se ha corrompido y es realmente un
muerto. El método sabe “pescar” ciertos peces pero excluye el gran
misterio, porque el hombre se hace él mismo la medida: tiene esta
soberbia que, al mismo tiempo, es una gran necedad porque absolutiza
ciertos métodos que no son aptos para las grandes realidades; entra en
este espíritu académico que hemos visto en los escribas, los cuales
responden a los Reyes magos: no me conmueve; sigo cerrado en mi
existencia, que no se conmueve. Es la especialización que ve todos los
detalles pero no ve ya la totalidad.
Y
hay otro modo de usar la razón, de ser sabios, que es el del hombre que
reconoce quién es; reconoce la propia medida y la grandeza de Dios,
abriéndose en la humildad a la novedad del actuar de Dios. De este
modo, precisamente aceptando la propia pequeñez, haciéndose pequeño
como es realmente, llega a la verdad. De este modo, también la razón
puede expresar todas sus posibilidades, no se apaga, sino que se
amplía, se hace más grande. Se trata de otra sofia o sínesis,
que no excluye el misterio, sino que es precisamente comunión con el
Señor en el cual reposan la prudencia y la sabiduría, y su verdad.
En
este momento, queremos rezar para que el Señor nos conceda la humildad
verdadera. Que nos dé la gracia de ser pequeños para poder ser
realmente sabios; que nos ilumine, nos haga ver su misterio del gozo
del Espíritu Santo, nos ayude a ser verdaderos teólogos, que pueden
anunciar su misterio porque hemos sido tocados en la profundidad de
nuestro corazón y de nuestra existencia. Amén.
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