jueves, 30 de diciembre de 2010

Una aclaración obligada

Hola. Un saludo a todos los seguidores y a cuantos acceden a este blog. Un defecto en mi computadora me ha inmpedido estar con ustedes en los últimos diez días. Por consiguiente, y al no poder hacerlo antes, les envio un deseo de Feliz Navidad. En los próximos días iré actualizando la página con nuevo material. Ahora mi deseo es que tengan todos un FELIZ AÑO 2011, lleno de bendiciones.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Algo más sobre las manos en la liturgia.


Lo que celebramos en la liturgia -la gracia que nos concede Dios y nuestra respuesta de fe- no lo expresamos sólo con palabras, silencios o canto. También el cuerpo nos ayuda con su lenguaje. Y en concreto, las manos con el suyo. 
Como en la vida nos servimos de ellas para saludar o despedir o pedir o señalar, asi un sacerdote que impone las manos sobre el pan y el vino, o una persona que ora a Dios elevando los brazos, expresan de un modo muy plástico lo que sucede en lo interior.
"Alzaré las manos invocándote" 
Unas manos elevadas hacia el cielo son un gesto muy expresivo de súplica o de alabanza o de angustia, el símbolo de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote (Sal 62,5). 
¡Qué bien acompañan a las palabras del Padrenuestro unas manos dirigidas a Dios! Manos abiertas y vacías, con las palmas hacia arriba: que reconocen su pobreza y muestran su esperanza. No nos presentamos ante él cargados de dones. Humildemente, le estamos
diciendo con el lenguaje de las manos nuestra confianza de hijos. Por eso es tan expresivo recibir la comunión del Pan en la mano abierta, "haciendo de una mano como un trono para la otra, como si fuera esta a recibir a un rey", como explicaba hacia el año 380 san Cirilo de Jerusalén. Es un gesto que hacemos, no "tomando" por nuestra cuenta la comunión, sino "recibiéndola" por la mediación de la Iglesia, de manos del que distribuye el Cuerpo de Cristo, mientras contestamos al breve diálogo: "El Cuerpo de Cristo. Amén".


La señal de la cruz sobre nuestro cuerpo 
¡Cuántas veces trazamos sobre nosotros mismos la señal de la Cruz!
Cuando damos inicio a la misa o a la oración o el viaje, cuando vamos a escuchar el evangelio, cuando recibimos la bendición al final de la misa (el sacerdote la envía a todos en forma de cruz, y cada uno de nosotros nos la apropiamos), cuando el sacerdote nos da la absolución... 
Es un movimiento sencillo y expresivo. Por una parte, hacemos con nuestras manos un gesto que recuerda la cruz, el signo más característico de los cristianos. Y, por otra, la trazamos sobre nuestro cuerpo, deseando que la salvación de Cristo nos envuelva completamente.


Unas manos que golpean el pecho 
Uno de los gestos penitenciales más clásicos es el de golpearnos el pecho con nuestra mano, abierta o cerrada. Es lo que hacia el publicano humilde que, cuando oraba en el Templo, "se golpeaba el pecho diciendo: oh Dios, ten compasión de mi, que soy un pecador". Cuando rezamos el "Yo confieso", hacemos nosotros lo mismo mientras decimos "por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa". Golpearse el pecho es reconocerse débil y pecador, apuntando a nuestro mundo interior, que es donde sucede el mal.


La importancia de tocar 
Muchas veces, en nuestra celebración, se hace el gesto de tocar algo o a alguien con nuestras manos: 
* en el Bautismo se traza la señal de la cruz sobre la frente del niño, y se le unge con óleo en el pecho y en la cabeza; 
* en la Confirmación, el obispo impone las manos y unge la frente del confirmado: el que hace de padrino, coloca la mano sobre su hombro, y el obispo le da un abrazo o un beso; 
* el que proclama el evangelio, toca con su mano el libro y luego se santigua a si mismo, como deseando que haya un trasvase"; 
* para el momento de la absolución, se ha recuperado el gesto de la imposición de las manos sobre la cabeza del penitente; 
* los novios se dan el mutuo "si" mientras se toman de las manos, como signo de entrega y fidelidad..


La imposición de las manos 
Uno de los gestos más significativos en la liturgia es el de la imposición de manos. Es un gesto plurivalente. Depende de las palabras que le acompañan: 
* cuando se hace en el sacramento de la Reconciliación se oye "yo te absuelvo de tus pecados"; 
* cuando el sacerdote las extiende sobre el pan y el vino, dice: "envía, Señor, tu Espíritu sobre este pan y este vino"; 
* cuando el obispo ordena con este gesto a un diácono o a un presbítero o a otro obispo, dice: "envía, Señor, la fuerza de tu Espíritu, sobre estos siervos tuyos"; 
* los sacerdotes que concelebran la misa, extienden sus manos hacia el pan y el vino, invocando sobre ellos al Espíritu Santo; 
* también es el gesto que expresa mejor la bendición solemne, al final de la misa, como transmitiendo a todos la gracia de Dios.


Las manos expresan el gesto de paz 
Antes de comulgar, somos invitados a "darnos fraternalmente la paz". Es un gesto que indica una cosa sencilla y profunda a la vez: no podemos acudir a la mesa común a la que nos invita el Señor, si no estamos en
actitud de paz y fraternidad con los demás. El gesto con el que solemos expresar esta paz es el de estrechamos la mano con los más cercanos. 
Es un gesto de unidad, de fraternidad, incluso de perdón. Y nos recuerda que los cristianos estamos continuamente en estado de "paz en construcción". 

La liturgia pasa también por las manos. Manos que se juntan en actitud de recogimiento y oración, palma contra palma o entrelazando los dedos. 
Manos que se dejan lavar para simbolizar la pureza interior. El lenguaje de unas manos que tocan, que toman posesión, que transmiten, que saludan, que se lavan, que estrechan la mano del hermano, que reciben al Señor en la comunión... 
Claro que lo principal es lo interior, y debemos evitar la rutina y el hacer los gestos mecánicamente, sin expresividad. Pero, si hacemos bien esos gestos, las manos nos ayudan a expresar ese encuentro misterioso con Dios. 
No deberíamos sentir vergüenza de manifestar exteriormente nuestras actitudes de fe: por ejemplo, cuando nos invitan a decir el Padrenuestro con las manos elevadas. Todo será poco para que nuestra oración sea consciente y alimentadora de nuestra fe.
Fuente: mercabá.org

martes, 7 de diciembre de 2010

No dejar pasar el Adviento

Estamos ya casi promediando el Tiempo de Adviento. No está de más volver sobre su significado e importancia en la vida de la Iglesia y la de todos los bautizados. Por tal razón ofrecemos una traducción realizada por "La buhardilla de Jerónimo" a una entrevista hecha a Mons. Guido Marini, Maestro de Ceremonias de la Oficina de Ceremonias del Papa.

Monseñor Marini, ¿cuál es el significado del Adviento?
El Adviento es el tiempo de la espera. De la espera que hace referencia a una venida, la del Señor Jesús, el Hijo de Dios, el único Salvador del mundo. El pueblo cristiano, en este tiempo fuerte del año litúrgico, vive la propia fe renovando la conciencia gozosa de una triple venida del Señor, de la que hablan también los Padres de la Iglesia.
*¿Qué significa?
Una primera venida, de la cual hacer grata memoria, es la del Hijo de Dios en la historia de los hombres, al momento de la Encarnación. Una segunda venida es la que se realiza en el hoy de la vida, y que es incesante. Ésta toma forma en una multiplicidad de modos, comenzando por la Eucaristía, presencia real del Señor en medio de los suyos, para continuar con los sacramentos, la palabra de la divina Escritura, los hermanos, sobre todo los pequeños y necesitados. Una tercera venida, para esperar en la esperanza, es la que se realizará al final de los tiempos cuando el Señor volverá en la gloria y todo será recapitulado en Él. *El Adviento tiene también una dimensión mariana…
En el tiempo del Adviento el pueblo cristiano está llamado a renovar la conciencia de que su vida está toda contenida en el misterio de Cristo, Aquel que era, que es y que viene. También por esto el Adviento es un tiempo marcadamente “mariano”. La Santísima Virgen es aquella que, de modo único e irrepetible, ha vivido la espera del Hijo de Dios, es aquella que de modo singular está toda contenida en el misterio de Cristo. 
¿De qué modo los fieles y las comunidades cristianas pueden ayudarse a vivir mejor este momento fuerte del tiempo litúrgico de la Iglesia?
Entrando en este tiempo con la actitud interior de quien se prepara a vivir un período de conversión y de renovación, orientando con decisión la propia vida al Señor Jesús. La Iglesia, con el año litúrgico, nos ofrece periódicamente la gracia de vivir momentos espiritualmente fuertes, ocasiones propicias para reencontrar el impulso del camino hacia la santidad. En el Adviento, tal impulso tiene un tono singular, que es el de la alegría. La alegría por el pensamiento de que el Señor es nuestro contemporáneo y está cerca de nosotros hoy, en el presente de nuestra existencia, en la cotidianeidad sencilla de nuestras jornadas. La alegría ante el pensamiento de que el futuro no está envuelto en la oscuridad sino que brilla la luz del Cielo de Dios en Cristo. Todo esto se convierte en experiencia de vida también en virtud de un camino personal y comunitario de conversión, hecho de una más intensa y prolongada oración, de alguna forma penitencial y de separación de la mentalidad del siglo presente, de una caridad más generosa y auténticamente cristiana.
¿Cuáles son las características de las celebraciones en este período?
La Liturgia, a través de los ritos y de las oraciones, conduce a la participación activa del misterio celebrado. Por lo tanto, en la celebración del tiempo de Adviento, debe transmitir el sentido de la espera típico del Adviento. Lo debe hacer con sus oraciones, con su canto, con su silencio, con sus colores y con sus luces. En todo debe hacerse presente el misterio del Señor que viene, Él que es el Principio y el Fin de la historia; en todo debe mostrarse de qué modo es tangible la alegría verdadera y sobria de la fe; en todo debe transparentarse el compromiso por el cambio del corazón y de la mente para una pertenencia más radical a Dios.
¿Y cuáles son las particularidades de las liturgias pontificias?
Si bien en un contexto peculiar, como es el debido a la presencia del Santo Padre, las liturgias pontificias no pueden presentar sino las características típicas de este tiempo del año. Con una característica adicional: la ejemplaridad. Porque no hay que olvidar nunca que las celebraciones presididas por el Papa están llamadas a ser punto de referencia para toda la Iglesia. Es el Papa, el Sumo Pontífice, el gran licurgo de la Iglesia, aquel que, también a través de la celebración, ejerce un auténtico magisterio litúrgico al que todos deben mirar.
Este año en particular la liturgia de las primeras Vísperas de Adviento está insertada en una Vigilia por la vida naciente”. ¿Cuál es el significado de esta particular “combinación”?
Se trata de una combinación que se está revelando feliz. La iniciativa de una “Vigilia por la vida naciente”, promovida por el Pontificio Consejo para la Familia, se inserta de este modo en la celebración de inicio del Adviento, un tiempo muy indicado para llamar la atención sobre el tema de la vida. El Adviento es el tiempo de la espera de María, que llevaba en su seno al Verbo de Dios hecho carne. El Adviento es la espera de la Vida verdadera, que se ha manifestado en el Hijo de Dios hecho hombre, plenitud y cumplimiento del designio de Dios sobre la humanidad. En aquella Vida, aparecida en Belén, ha encontrado un significado nuevo y definitivo la dignidad de toda vida humana. De este modo, realmente, rezar por la vida naciente, en el contexto de la celebración de las primeras Vísperas para el comienzo del año litúrgico, resulta significativo y providencial.
Fuente: La buhardilla de Jerónimo.org

domingo, 5 de diciembre de 2010

Noble sencillez no es pobreza litúrgica

El blog La Buhardilla de Jerónimo da a conocer una traducción de un artículo publicado en la edición italiana de Zenit bajo el título de arriba del padre Uwe Michael Lang, oficial de la Congregación para el Culto Divino y consultor de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice. 

La tradición sapiencial bíblica aclama a Dios como “el mismo autor de la belleza” (Sab. 13,3), glorificándolo por la grandeza y la belleza de las obras de la creación. El pensamiento cristiano, inspirándose sobre todo en la Sagrada Escritura, pero también en la filosofía clásica como auxiliar, ha desarrollado la concepción de la belleza como categoría teológica.

Esta enseñanza resuena en la homilía del Santo Padre Benedicto XVI durante la Santa Misa con dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia en Barcelona (7 de noviembre de 2010): “La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo”. La belleza divina se manifiesta de modo totalmente particular en la sagrada liturgia, también a través de las cosas materiales de las que el hombre, hecho de alma y cuerpo, tiene necesidad para alcanzar las realidades espirituales: el edificio del culto, los utensilios, las vestiduras, las imágenes, la música, la dignidad de las ceremonias mismas.

Debe releerse al respecto el quinto capítulo sobre el “Decoro de la celebración litúrgica” en la última encíclica del Papa Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), donde él afirma que Cristo mismo ha querido un ambiente digno y decoroso para la última cena, pidiendo a los discípulos que la prepararan en la casa de un amigo que tenía una “sala grande y adornada” (Lc 22,12; cf. Mc 14,15). La encíclica recuerda también la unctio de Betania, un evento significativo que preludia la institución de la Eucaristía (cf. Mt 26; Mc 14; Jn 12). Frente a la protesta de Judas de que la unción con el perfume precioso constituye un “derroche” inaceptable, dadas las necesidades de los pobres, Jesús, sin disminuir la obligación de la caridad concreta hacia los necesitados, declara su gran aprecio por el acto de la mujer porque su unción anticipa “el honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona” (Ecclesia de Eucharistia, n. 47). Juan Pablo II concluye que la Iglesia, como la mujer de Betania, “no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía” (n. 48). La liturgia exige lo mejor de nuestras posibilidades para glorificar a Dios Creador y Redentor.

En el fondo, el cuidado atento de las iglesias y la liturgia debe ser una expresión del amor por el Señor. Incluso en un lugar donde la Iglesia no tiene grandes recursos materiales, no se puede descuidar esta tarea. Ya un Papa importante del siglo XVIII, Benedicto XIV (1740-1758), en su encíclica Annus qui (19 de febrero de 1749), dedicada sobre todo a la música sacra, ha exhortado a su clero para que las iglesias fueran bien mantenidas y dotadas de todos los objetos sagrados necesarios para la digna celebración de la liturgia: “Queremos hacer hincapié en que no hablamos de la suntuosidad y de la magnificencia de los sagrados Templos, ni de la preciosidad de los objetos sagrados, sabiendo también Nos que no se pueden tener en todas partes. Hemos hablado de la decencia y de la limpieza que a nadie es lícito descuidar, siendo la decencia y la limpieza compatibles con la pobreza”.

La Constitución sobre la sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II se ha pronunciado de modo similar: “Los ordinarios, al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada” (Sacrosanctum Concilium, n. 124). Este pasaje se refiere al concepto de la “noble sencillez”, introducido por la misma Constitución en el n. 34. Este concepto parece tener origen en el arqueólogo e historiador del arte alemán Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), según el cual la escultura clásica griega estaba caracterizada por la “noble sencillez y la silenciosa grandeza”. Al comienzo del siglo XX, el conocido liturgista Edmun Bishop (1846-1917) describía el “genio del Rito Romano” como marcado por la sencillez, sobriedad y dignidad (Cf. E. Bishop, Liturgica Historica, Clarendon Press, Oxford 1918, pp. 1-19). Esta descripción no deja de tener mérito pero hay que prestar atención a su interpretación: el Rito Romano es “sencillo” en comparación con otros ritos históricos, como los orientales, que se distinguen por la gran complejidad y suntuosidad. Sin embargo, la “noble sencillez” del Rito Romano no se debe confundir con una mal entendida “pobreza litúrgica” y un intelectualismo que pueden conducir a la ruina de la solemnidad, fundamento del Culto Divino (Cf. la contribución esencial de Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae III, q. 64, a. 2; q. 66, a 10; q. 83, a. 4).

De tales consideraciones resulta evidente que los ornamentos sagrados deben contribuir “al decoro de la acción sagrada” (Instrucción General del Misal Romano, n. 335), sobre todo “en la forma y en el material utilizado” pero también, aunque de forma medida, en los ornamentos (n. 344). El uso de las vestiduras litúrgicas expresa la hermenéutica de la continuidad, sin excluir un particular estilo histórico. Benedicto XVI ofrece un modelo en sus celebraciones, cuando usa tanto las casullas de estilo moderno como, en algunas ocasiones solemnes, las casullas romanas “clásicas”, utilizadas también por sus predecesores. Así se sigue el ejemplo del escriba, convertido en discípulo del Reino de los Cielos, al que Jesús compara con un dueño de casa que saca de su tesoro nova et vetera (Mt 13,52)
Fuente: La buhardilla de Jerónimo.org



sábado, 4 de diciembre de 2010

GESTOS Y SIMBOLOS DE LA LITURGIA - La importancia de tocar,


En la celebración utilizamos los cinco sentidos. Oímos la Palabra, vemos la acción, gustamos el pan y el vino,olemos el perfume del incienso: y también entra en funcionamiento—y muy abundantemente—nuestro tacto.
La corporeidad adquiere en la liturgia toda su importancia. El hombre no sólo es espíritu, sino también cuerpo. Y el cuerpo expresa, comunica, realiza sus sentimientos más humanos y profundos. Por el tacto, en concreto, experimentamos la realidad, nos acercamos a las personas y las cosas, nos relacionamos con ellas. La apertura a la vida, por parte de los niños pequeños—y luego volverá a serlo para los ancianos y los enfermos—es fundamentalmente a través del tacto.

"Tocar", lenguaje de los sacramentos
Es realmente sorprendente repasar bajo esta clave del tacto nuestras celebraciones: el lenguaje del "tocar" está presente en todas ellas.
En el Bautismo hacemos la signación sobre la frente de los niños, les ungimos en el pecho o les imponemos la mano sobre la cabeza, les sumergimos en agua o les bañamos con ella, volvemos a ungirlos sobre la cabeza, les tocamos con los dedos los oídos y la boca—si se hace el signo del "effeta"—; y en la oración de bendición del agua el sacerdote "toca el agua con la mano derecha"...
En la Confirmación, además de la imposición de manos, se les unge a los confirmandos sobre la frente con el crisma: el que les presenta al obispo "coloca su mano derecha sobre el hombro" de cada uno, y al final el obispo suele darles, como gesto de paz, no sólo un saludo de palabra, sino un abrazo o un beso.
En la Eucaristía el ministro besa el altar, toca con su mano y luego besa el libro del Evangelio; los fieles son invitados a comer y beber el Cuerpo y Sangre del Señor; el que quiere puede recibir el Pan muy dignamente en su mano; y antes de ir a comulgar nos damos la mano o el abrazo de paz...
En el sacramento de la Penitencia se ha restituido como gesto simbólico de reconciliación el que el ministro coloque sus manos (o al menos la derecha) sobre la cabeza del penitente.
En la Unción el sacerdote unge con los óleos la frente y las manos del enfermo.
En las Ordenaciones, además de la entrega de los signos propios (tocar el Leccionario, o la patena con el pan y el cáliz con el vino), y de la unción de manos, los candidatos sienten sobre su cabeza la mano del obispo en el momento de invocar sobre ellos la fuerza del Espíritu.
En el Matrimonio los nuevos esposos se dan el mutuo "sí" mientras se
toman de las manos, como signo de entrega y fidelidad, y se ponen mutuamente el anillo en el dedo, y asimismo se dan el abrazo o el beso de paz.
Son innumerables, pues, los momentos en que la celebración sacramental usa este lenguaje del contacto físico, para manifestar la comunicación de la gracia: imposición de manos, contacto con el agua, unciones, besos, abrazo de paz, imposición de la ceniza, el comer y el beber, los golpes de pecho, el lavatorio de los pies, la entrega de símbolos o insignias (por ejemplo, para los religiosos, el hábito, las reglas, el anillo)...

Los gestos de Jesús
La salvación que nos ofreció Jesús era la salvación espiritual, la reconciliación con Dios, la paz interior, el perdón de los pecados, la comunicación de su gracia y su vida.
Pero era también salvación total, humana, espiritual y corporal a la vez. Jesús manifestaba continuamente los bienes del Reino con gestos visibles, que afectaban también la corporeidad del hombre. No sólo nos dijo que Dios nos amaba, sino que curó a los enfermos. No sólo nos encargó que nos amáramos los unos a los otros, sino que nos enseñó a lavarnos los pies como gesto de esta fraternidad.
Es interesante ver cómo aparece en los evangelios que Jesús tocaba a los que quería comunicar su fuerza salvadora.
Se le acercó un leproso, y él, "extendiendo la mano, le tocó y le dijo: quiero, sé limpio" (Mt 8,3). Le seguían dos ciegos: "entonces tocó sus ojos, diciendo: hágase en vosotros según vuestra fe" (Mt 9,29). Y "le presentaban a los niños para que los tocase... y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos" (Mc 10,13). A la suegra de Pedro "le tocó la mano y la fiebre la dejó" (Mt 8,15). Al sordomudo "le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua, diciendo: effeta, ábrete" (Mc 7,33).
Al criado herido por Pedro, Jesús, "tocándole la oreja, le curó" (Lc 22,51).

A la niña del jefe de la sinagoga "le tomó de la mano y ésta se levantó" (Mt 9,25). Al ciego de nacimiento "hizo un poco de lodo y le untó sus ojos" (Jn 9,6)...
Tiene un significado profundo ese "tocar" de Jesús: es la mano de Dios, visibilizada en la de Cristo, que sana, bendice, protege, comunica vida, perdona, da seguridad...
Ahora la Iglesia, con sus sacramentos, continúa esa acción de Cristo con el mismo lenguaje de cercanía corporal.

¿Una liturgia incorpórea?
En nuestras celebraciones hemos cuidado mucho—sobre todo estos últimos años—la audición de la Palabra o de los textos de oración. Pero hemos descuidado un poco la importancia que tiene el lenguaje de otros signos: el movimiento, el simbolismo, la abundancia... En concreto damos poco relieve al contacto físico.
Las celebraciones pueden resultar así muy decorosas, muy racionales y ordenadas, pero faltas de expresividad.
Sería interesante reflexionar sobre los motivos que nos han llevado a descuidar esta abundancia "sensorial" de nuestra liturgia. ¿Por el escrúpulo del contacto físico?; ¿para evitar una excesiva materialización y concretización?; ¿por cierto tono de espiritualidad anti-corporal? Tal vez hemos espiritualizado demasiado el concepto de "salvación" (la clásica "salvación del alma", en vez de "la salvación de todo el hombre") y reducido nuestra celebración a uno o dossentidos: la audición, y en todo caso la visión, sin apenas movimiento y cercanía de contacto. A los fieles no se les permitía "tocar" con su mano el pan consagrado, o el cáliz, o acercarse al altar o al ambón... Se ha estilizado el pan eucarístico de tal modo que ya no parece pan. Se ha desfigurado el sentido de la unción de modo que ya no se toca apenas el cuerpo y no tiene ningún parentesco
con los diversos "masajes" que nos damos continuamente en la vida humana.
Los cristianos, tal vez por herencia de los judíos, hemos dado prioridad a la palabra "dicha y oída", y no tanto a la "acción" de la liturgia, más encarnada y concretizada en el lenguaje de los otros sentidos, que se ha venido a minimizar hasta los límites del "validismo".
Con respecto al "tocar" parece que hayamos desarrollado mucho más el precepto negativo: "no tocar". Hemos seguido más el "no te acerques" de la visión de Moisés (Ex 3,5) que el estilo de Jesús. Es mas bien el "tabú" (no tocar), con todo su sentido de lejanía o de miedo, que el "dejad que los niños vengan a mí" de Jesús.

La salvación de Dios nos alcanza y nos toca. Y sin embargo, el lenguaje del contacto es todo un símbolo de cercanía, de personalización, de toma de posesión, de eficacia.
Es el símbolo de que Dios nos alcanza con su gracia, en el espacio y en el tiempo, a cada uno de nosotros, y que nosotros acogemos su don con todo nuestro ser.
Al igual que el amor de Dios—inefable, invisible—se nos manifestó en la Humanidad concreta y corporal de Cristo Jesús, también en los sacramentos de la Iglesia se encarna su gracia—invisible, inefable—en el lenguaje de unos signos concretos que nos alcanzan también corporalmente: tocar, bañar, ungir, comer, beber...
Las palabras son un medio de comunicación estupendo y necesario.  Pero muchas veces un gesto o un contacto son el mejor discurso. El beso que el Viernes Santo damos a la Cruz no necesita muchos discursos para expresar su intención. Cuando el penitente o el confirmado o el ordenado sienten sobre su cabeza la mano del ministro, experimentan, aún sin demasiadas palabras, la transmisión del don de Dios.
El gesto de tocar sacramentalmente expresa muy bien la acción de un Dios que salva, la respuesta de nuestra fe, la relación con una persona. El tocar individualiza, acerca, comunica, estimula, manifiesta y "realiza" las ideas y los sentimientos. En el fondo el tocar es signo de amor, de solidaridad y cercanía. Y esto lo fue en el modo de actuar de Cristo, y lo es en la actividad sacramental de la Iglesia, y también en nuestra vida de relaciones humanas.
Está bien que nuestra liturgia sea una liturgia de palabras (la palabra es también, en cierto sentido, contacto a distancia). Pero debe ser más todavía liturgia de "presencia" y de actuación. Y para esto tienen que entrar en funcionamiento todos los sentidos. Es, precisamente, el lenguaje específico de la liturgia, que no quiere primordialmente transmitir doctrinas ni manejar ideas, sino celebrar la acción de Cristo y de la comunidad cristiana por medio de los signos sacramentales.
Ni absolutizar ni empobrecer
Es verdad que existe el peligro del exceso: se puede caer en la tentación de absolutizar el gesto del contacto, lo cual sería caer en la superstición. Uno de los motivos por los que la Iglesia progresivamente suprimió la comunión con el Vino en la Eucaristía fue tal vez lo que ya contaba Cirilo de Jerusalén a fines del siglo cuarto: algunos fieles se tocaban con la Sangre del Señor los ojos, la frente, las manos...
Es fácil observar a este respecto un doble movimiento en la historia. Por una parte la instintiva tendencia a "ritualizar" simbólicamente, con gestos corporales, todo lo relativo a lo Santo y a la fe. Pero por otra, precisamente por miedo a que esta concretización corporal se erija en algo absoluto y buscado por sí mismo, la consigna de relativizar y hasta de evitar esta ritualización.
Jesús nos enseñó la síntesis: nos enseñó y nos encomendó el lenguaje de los gestos y a la vez nos llamó la atención sobre la prioridad de lo interior y de las actitudes de fe.
No tenemos que caer en el extremo del ritualismo, como
supervaloración del gesto—en este caso, del contacto físico—, pero tampoco en el opuesto, la angelización y desencarnación de la fe.
La liturgia—como por otra parte la vida misma del hombre—habla con símbolos, elementos visibles, movimiento, abundancia de gestos, cercanía, imágenes, música. Y en concreto con el lenguaje del contacto físico en sus varias formas. Así manifiesta la actuación de Dios y la mediación de la Iglesia, así como la respuesta interior de fe, que afecta a la totalidad del ser humano. No es de extrañar que determinados grupos—en particular juveniles—tiendan hoy a dar mayor relieve a este elemento del contacto: para ellos el gesto de la paz debería ser mas expresivo, y el Padrenuestro no es raro que lo quieran recitar o cantar tomados unos y otros de la mano, para resaltar el compromiso de fraternidad que la oración del Señor supone.
Claro que el encuentro con Dios—y con las demás personas—debe suceder a un nivel interior y profundo. Pero los signos sacramentales están para eso: para expresar y facilitar ese encuentro siempre misterioso e inefable.
JOSÉ ALDAZABAL
Fuente: mercabá.org

viernes, 3 de diciembre de 2010

El Adviento: un tiempo de preparación


El siguiente texto es un aporte personal para una publicación que se entrega en mi parroquia "San Cayetano" de Ciudad Evita - Buenos Aires, a los peregrinos que se acercan todos los días 7 de cada mes. 
El título que figura arriba no tiene nada de novedad, sin embargo qué otra cosa podemos decir o hacer cuando se nos dice que “alguien” va a venir, sino prepararnos y esperar su venida. Sí, eso es el Adviento, es Alguien que viene. En el calendario de la liturgia de la Iglesia llamamos Adviento al tiempo de cuatro semanas que anteceden a la fiesta de Navidad y durante el cual preparamos nuestro corazón y nuestra alma a la “venida del Señor Jesús, nuestro Salvador”
Nos hacemos dos preguntas: ¿A qué “venida” nos referimos? y ¿Cómo nos preparamos?. En primer lugar a la recordación del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, nacido de María Virgen en Belén. Pero hay otras venidas. Jesús viene a nosotros cuando leemos la Sagrada Escritura; viene cuando lo recibimos en la Comunión y en los otros Sacramentos; viene cuando rezamos; viene cuando atendemos a alguien que necesita nuestra ayuda, etc. Y también vendrá cuando el mundo se acabe, como o decimos en el Credo: “Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos”
En segundo lugar nos preparamos, no pensando en que vamos a comer en la Nochebuena o a quienes vamos a invitar, nuestra preparación es personal y pasa por nuestro interior. ¿Cómo quiero que sea mi encuentro con Jesús? ¿Qué hay de bueno en mí para ofrecerle? ¿Qué hay de malo en mí que tengo que cambiar? ¿Estoy dispuesto a vivir una Navidad en paz, perdonando alguna ofensa recibida y pidiendo perdón por algo malo hecho?
Una mirada hacia nuestro interior será la mejor manera de vivir este Adviento y la celebración Navideña será gozosa y quizás sea la mejor Navidad que hayamos vivido.
¡FELIZ NAVIDAD PARA TODOS!
Diácono Jorge.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

El lenguaje de las manos


Le recomiendo, si puedo hacerlo, seguir esta serie de textos referidos a la liturgia. Si usted es especialista en el tema,  le será de utilidad,aunque ya los conozca. Si es un miembro bautizado en la Iglesia Católica, aprenderá algo que le es propio. Si es un miembro comprometido, conocerá la riqueza de la liturgia y lo animará a participar con más provecho en las celebraciones. Si forma parte de un equipo o grupo de liturgia en su parroquia, aprovéchelo y coméntelo en alguna reunión. A todos mis saludos cordiales en Cristo y María.

El hombre de hoy—también el cristiano—parece que tiene cierta
dificultad en expresar con gestos sus sentimientos religiosos.
No le cuesta tanto "decir" su oración, expresarla con palabras o con
cantos. Pero a veces—tal vez por influencia de su entorno
secularizado—siente un poco de pudor si se le invita a elevar los brazos o
juntar las manos o hacer una genuflexión.
Sin embargo, nuestra oración, sobre todo en la celebración litúrgica,
sólo es completa y expresiva cuando el gesto y la acción se unen a la
palabra. Todo el cuerpo se convierte en lenguaje: los ojos que miran, las
posturas del cuerpo, el canto, el movimiento, las manos...

Las manos hablan
Las manos son como una prolongación de lo más íntimo del ser
humano. Representan una admirable fusión del cuerpo y del espíritu.
A veces unidos a la palabra, y otras veces sin ella, los gestos de una
mano pueden expresar, con su lenguaje no-verbal e intuitivo, una idea,
un sentimiento, una intención. Y lo hacen con elocuencia.
En nuestra vida social todos llegamos a entender la "gramática"de unas
manos que se tienden para pedir, que amenazan, que mandan parar el
tráfico, que saludan, que se alzan con el puño cerrado, que hacen con los
dedos la V de la victoria, que cogen en silencio la mano de la persona
amada, que se tienden abiertas al amigo, que ofrecen un regalo, que
dibujan en el aire una despedida...
El gesto de una mano no sólo subraya o indica una disposición interior,
no solo es "instrumento" para que otros conozcan mi intención o mi
sentimiento. El gesto—la mano misma—de alguna manera "realiza" ese
sentimiento y esa voluntad íntima. Es algo integrante de mi expresividad
total, con o sin palabras.
También en la oración o en la celebración litúrgica, el lenguaje de unas
manos que se elevan al cielo o se tienden al hermano es el discurso mas
expresivo que en un momento determinado podemos pronunciar.

La mano poderosa y amiga de Dios
Cuando la Biblia quiere simbolizar el poder creador de Dios o sus
hazañas salvadoras o su cercanía de Padre, muchas veces recurre a la
metáfora de sus manos.
Todo el mundo creado es "la obra de sus manos" (Ps 18,2) Pero
también lo es toda la serie de intervenciones en la historia de la salvación
en favor de lo suyos: "Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo
extendido" (Dt 26,8); "ha desnudado Yahvé su santo brazo a los ojos de
todas las naciones" (Is 52,10). Es la imagen magistral que Miguel Ángel
nos dejó en la Capilla Sixtina con la escena de la creación de Adán: el
brazo y el dedo de Dios extendido en un gesto creador.
Es el símbolo del poder y de la acción. Pero también de la amistad:
alargué mis manos todo el día hacia mi pueblo" (Is 65,2). O, como dice la
Plegaria Eucarística cuarta del Misal: "compadecido, tendiste la mano a
todos, para que te encuentre el que te busca".
Así pudo Lucas resumir la acción salvadora de Dios en las expresiones
del Magníficat y del Benedictus: "desplegó la fortaleza de su brazo,
dispersó a los soberbios" (1,51), arrancándonos "de la mano de los
enemigos" (1,71). Y sobre el Bautista, ya desde su niñez: "la mano del
Señor estaba con él" (1,66).
Hablar así de la mano de Dios es el que salva, el que da, el que ejerce
su poder, el que siempre está cerca para tender su mano.

Las manos del orante
También en la dirección contraria—desde nosotros hacia Dios—los
brazos y las manos pueden expresar muy bien la actitud interior y
convertirse en símbolos de la oración.

a) Los brazos abiertos y elevados han sido desde siempre una de las
posturas más típicas del hombre orante.
BRAZOS/ABIERTOS: Son el símbolo de un espíritu vuelto hacia arriba,
de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las
manos invocándote" (Ps 62,5); "suba mi oración como incienso en tu
presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Ps 140,2).
Unos brazos elevados, unas manos que tienden a lo alto, son todo un
discurso, aunque digan pocas palabras. Pueden ser un grito de angustia
y petición, o una expresión de alabanza y gratitud.
A los Santos Padres les gustaba comparar esta actitud del orante con
la de Cristo en la Cruz. Al cual, a su vez, veían prefigurado ya en la
famosa escena de Moisés, orando intensamente a Dios en favor de su
pueblo que luchaba contra Amalec (Ex 17): cuando lograba mantener sus
brazos elevados, Israel llevaba las de ganar. Figura expresiva de un
Cristo que intercede por la humanidad en la Cruz y consigue para todos
la Alianza nueva. El que ora con los brazos abiertos y elevados es visto
en esta misma perspectiva: "si statueris hominem manibus expansis,
imaginem crucis feceris" (si colocas a un hombre con sus manos
extendidas, tienes la figura de la cruz: Tertuliano, Nat. 1,12,7).
La primera Plegaria de la Reconciliación habla de Cristo en la Cruz:
"antes de que sus brazos extendidos dibujaran entre el cielo y la tierra el
signo imborrable de tu Alianza...".
El orar en esta postura tiene un tono expresivo no sólo de petición por
sí mismo, sino de intercesión por los demás.

b) Las palmas de las manos hacia arriba: ésta es la postura que se
suele encontrar en muchas imágenes antiguas del orante.
Manos abiertas, que piden, que reconocen su propia pobreza, que
esperan, que muestran su receptividad ante el don de Dios.
Manos abiertas: lo contrario del puño violento o de las manos cerradas
del egoísmo.
Un cristiano que se acerca a comulgar y recibe el Pan de la Vida con la
mano extendida, "haciendo a la mano izquierda trono para la derecha,
como si fuera ésta a recibir a un rey", como ya en el siglo cuarto describía
el rito S. Cirilo de Jerusalén, está dando a su gesto un simbolismo de fe
muy expresivo.
c) Las manos unidas: palma contra palma, o bien con los dedos
entrelazados. Es una postura que parece que no se conocía en los
primeros siglos, y que puede haberse introducido por influencia de las
culturas germánicas. Aunque en el Oriente es también muy conocida.
Es la actitud de recogimiento, de la meditación,de la paz. El gesto de
uno que se concentra en algo, que interioriza sus sentimientos de fe. La
postura de unas manos en paz, no activas, no distraídas en otros
menesteres mientras ora ante Dios.
Naturalmente, la postura de unas manos puede ser sólo algo exterior,
sin que responda a la actitud interior. Sería merecedora de la queja de
Dios: "no me agrada cuando venís a presentaros ante mí... y al extender
vosotros vuestras palmas me tapo los ojos por no veros" (Is 1,11.15).
Es la sintonía entre la actitud del alma y la de las manos la que puede
expresar en plenitud los sentimientos de un cristiano en oración: "que los
hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas manos
piadosas" (1 Tim 2,8).

Las manos del presidente de la celebración
El que más elocuencia debe tener en sus manos, durante la
celebración cristiana, es el presidente. Su misma actitud corporal y los
movimientos de sus brazos y de sus manos pueden ayudar a todos a
entrar mejor en el Misterio que se celebra.
Un presidente, de pie ante la comunidad y ante Dios, con los brazos
abiertos y las manos elevadas, proclamando la plegaria común,
ofreciendo, invocando; un presidente que saluda con sus manos y sus
palabras a la comunidad reunida, que la bendice, que le da la Eucaristía:
es él mismo un signo viviente, que a la vez representa a Cristo y es el
punto de unión y comunicación de toda la comunidad celebrante.
Muchos de sus gestos no le pertenecen: no son expresión sin más de
sus sentimientos en ese momento, sino que están de alguna manera
"ritualizados", porque son signo de un Misterio —tanto descendente como
ascendente—que no le pertenece, sino que es de toda la Iglesia. Pero él
da al rito su sentido vital, haciéndolo con elegancia, con pausa, con
expresividad, con convicción. Sus manos son prolongación en este
momento de las de Cristo: que tomó el pan "en sus santas y venerables
manos" (como dice la Plegaria primera del Misal), lo partió y lo dio
El presidente expresa también con sus manos la comunión con la
asamblea, la dirección vertical hacia Dios, su propio compromiso de
orante. Cuando se lava las manos, antes de empezar la Plegaria
Eucarística, esta dando importancia al simbolismo que esas manos
tienen, consciente de su debilidad, hace ante todos un gesto penitencial,
porque no se siente digno, ni ante Dios ni ante la comunidad, de elevar
esas manos en nombre de todos hacia Dios.

Manos que ofrecen
Hay unos momentos particularmente expresivos: cuando las manos del
presidente se elevan con el pan y el vino.
Son tres estos gestos en la celebración de la Eucaristía:

a) cuando en el ofertorio el sacerdote presenta el pan y el vino,
elevándolos un poquito sobre el altar; este momento no tiene todavía
mucha importancia: las palabras que los acompañan, el Misal supone que
normalmente se dicen en secreto (aunque es facultativo que se digan en
voz alta); es un gesto de presentación, no tanto de ofrecimiento: el
ofrecimiento verdadero vendrá después, cuando ese pan y ese vino se
hayan convertido en el Cuerpo y la Sangre del Señor;

b) en la consagración, después de pronunciar sobre cada uno de los
dones las palabras de Cristo, el sacerdote los eleva un poco,
mostrándolos a los fieles; es un gesto que se introdujo a principios del
siglo XIII, con la intención de favorecer que los fieles "vieran" la Eucaristía; y como el sacerdote estaba de espaldas, tenía que elevar los Dones de una manera notable; ahora esta elevación no es necesario que sea tan pronunciada: no tiene todavía el sentido de ofrecimiento, sino de
"mostración" u ostensión al pueblo;

c) y por fin el momento culminante, cuando al final de la Plegaria
Eucarística, mientras proclama la "doxología" ("por Cristo, con El y en
El..."), el sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre de Cristo—esta vez los
dos juntos, uno en cada mano—hacia Dios, a quien dirige "todo honor y
toda gloria"; es la "elevación" más antigua y la más importante, y la que
con mayor énfasis debe hacer el presidente: precisamente por ese Cristo
que tiene en las manos es como la comunidad rinde a Dios el mejor
homenaje de adoración.

La jerarquía entre estos tres gestos de elevación se ve claramente en
el Misal, que ha cuidado los términos en cada caso:

—en el ofertorio, el sacerdote "tiene la patena con el pan y la sostiene
un poco elevada sobre el altar" (aliquantalum elevatam: un poquito
elevada),

—en la consagración "toma el Pan y teniéndolo un poco elevado sobre
el altar (parum elevatum: un poco elevado), lo muestra al pueblo...",

—mientras que en la doxología final, toma "la patena con la Hostia, y el
cáliz, y elevando ambos (utrumque elevans) dice...".

El momento en que más solemnemente ofrecemos a Dios nuestro mejor
don—que es a la vez el suyo, el Cuerpo y Sangre de Cristo—es éste al
final de la Plegaria.

Una asamblea no maniatada
Durante los primeros siglos los fieles imitaban la postura y los gestos
del presidente: oraban de pie, mientras escuchaban la Plegaria
Eucarística, y en determinados momentos elevaban también sus brazos al
cielo. Con ello seguían la tradición bíblica ("y todo el pueblo, alzando las
manos, respondió: amén, amén", Neh 8,6) y la postura normal de la
oración.
Más tarde cambiaron las cosas, porque a partir del siglo XI se fue
generalizando la postura de rodillas para los fieles, mientras el presidente
quedaba en pie. Y los movimientos de brazos se reservaron a éste.
Ahora, en la celebración eucarística, la asamblea tiene contados
movimientos con sus manos: la señal de la cruz, los golpes de pecho,
extender su mano para la comunión, dar la mano o el brazo en el
momento de la paz...
Sería interesante que, al menos en celebraciones de grupos o en
circunstancias especialmente festivas, las manos de la asamblea también
se liberaran para utilizar su lenguaje de fe. No es nada extraño que en el
Vaticano los fieles aplaudan, o que en Lourdes desplieguen antorchas, o
en momentos muy festivos (como el final de la Asamblea diocesana de
Barcelona) agiten banderas de colores, o que reciten el Padrenuestro
con los brazos elevados al cielo...
En la nueva edición del Misal italiano (1983) se dice expresamente de
todos los fieles: "durante el canto o la recitación del Padrenuestro, se
pueden tener los brazos extendidos; este gesto, oportunamente
explicado, se haga con dignidad en clima fraterno de oración".

La liturgia también pasa por las manos.
Unas manos que dan, que ofrecen, que reciben, que muestran, que
piden, que se elevan hacia Dios, que se tienden al hermano, que trazan
la señal de la cruz...
Es bueno que haya sencillez, sobriedad y gravedad en la celebración.
Pero no lo es que las manos queden como atrofiadas e inexpresivas. No
hace falta llegar al éxtasis y a la teatralidad. Pero tampoco es propio de la
celebración cristiana que todo lo encomendemos a las palabras, y no
sepamos utilizar—sobre todo los ministros—el lenguaje corporal.
Ya sé que todo gesto presenta la tentación de dejar satisfecho por su
sola ejecución, y no preocuparse por su contenido humano o espiritual.
Pero una recta educación al gesto litúrgico, y una motivación de cuando
en cuando recordada, pueden llevar a que sean algo más que
movimientos rituales sin sentido.
Gestos bien hechos, reposados, en sintonía con la riqueza interior de
fe: gestos dirigidos a Dios, gestos dirigidos a los hermanos. Gestos no
vacíos, o simplemente porque están mandados, sino llenos, auténticos.
Autor: José Aldazabal.
Fuente: mercabá.org


sábado, 13 de noviembre de 2010

El gesto y el símbolo en la liturgia de la Iglesia


Ahora es el momento de que, en esta serie,  nos introduzcamos en el tema del título. El autor del mismo es el P. José Aldazábal. Aquí vá una nota referida a él:
José Aldazábal nació en 1933 en Azkoitia (España). Era licenciado en teología por el Pontificio Ateneo Salesiano de Roma y doctor en Liturgia por la Pontificia de San Anselmo.Formaba parte de la Comisión Interdiocesana de Liturgia de la Conferencia Episcopal tarraconense y era consultor de la Comisión Litúrgica de la Conferencia Episcopal Española. Falleció en Barcelona el año 2006.
Debe añadirse que el P. Aldazábal era conocido por su dedicación a la docencia e investigación en el campo de la liturgia cristiana y estaba dedicado con intensidad al Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona (CPL) del que fue presidente durante 12 años.
Los invito a disfrutar del tema , expuesto magistralmente.

Nuestra liturgia es tachada de verbalista, centrada en exceso en el
Libro y la Palabra. Tal vez podemos llamarnos herederos del judaísmo,
considerado como la "religión del libro".
Lo racional y lo discursivo tienen gran importancia en nuestro culto,
pero lo visual y la expresión corporal, bastante menos. Claro que la
palabra es el primer signo que empleamos para expresar nuestras
ideas, pero eso no basta para una celebración que debería afectar a
todo el hombre. 
La reforma conciliar ha revalorizado la Palabra, con lo que todavía
ha adquirido más relieve. Pero a la vez, y seguramente sin
pretenderlo, se ha empobrecido lo simbólico, el lenguaje del
movimiento y de los signos. Es interesante oir las voces que se han
levantado del Tercer Mundo protestando contra la excesiva
simplificación de elementos simbólicos por parte de la nueva liturgia.
Desde Africa, por ejemplo, el premostratense B. Luykx ha hecho ver
los inconvenientes que para aquella cultura tiene esta liturgia tan fría y
esquemática, sin pausas, sin tiempos "perdidos", sin fiesta, sin
movimientos ni símbolos. Y ha citado el famoso dicho de Leopoldo
Senghor: "los occidentales dicen: pienso, luego existo; nosotros los
africanos decimos: danzo, luego existo". La simplificación de signos
superfluos era necesaria. Pero ¿no se ha ido demasiado lejos en la
reducción de lo audiovisual en nuestra liturgia? 
Con motivo de una reciente feria de libros en Frankfurt (otoño 1981)
un ateo publicó un libro titulado más o menos: "el concilio de los
libreros: la destrucción del simbolismo". Su autor, A. Lorenzer, echa
en cara a los editores de libros católicos sobre liturgia que han
hundido la "significatividad" de la liturgia cristiana, porque la
"ingenuidad profesional-celibataria de los padres de este concilio" ha
sustituido el lenguaje altamente simbólico de antes por una
"información racionalizada": se ha pasado así del culto sacramental y
simbólico del Misterio, a una educación más bien catequética, con la
correspondiente ración de "sermonitis". 
Aparte de la simplificación del ataque (y de la atribución del cambio
a los editores), nos puede servir esta anécdota para darnos cuenta de
la importancia que tiene en la sensibilidad cristiana el carácter
simbólico de la comunicatividad en la liturgia. 
Los jóvenes, por una parte, y la religiosidad popular por otra, son
otros factores que mueven a un repensamiento de la dinámica interior
de la liturgia; también ellos buscan una mayor expresividad de los
signos y del lenguaje simbólico.

El por qué de los gestos y símbolos en la celebración
GESTO-SÍMBOLO/IMPORTANCIA: La liturgia es de por sí una celebración
en que prevalece el lenguaje de los símbolos. Un lenguaje más
intuitivo y afectivo, más poético y gratuito. No es sólo concepto, ni
tiene como objetivo sólo dar a conocer. La liturgia es una acción, un
conjunto de signos "performativos" que nos introducen en comunión
con el misterio, que nos hacen experimentarlo, más que entenderlo. Es
una celebración y no una doctrina o una catequesis. El lenguaje
simbólico es el que nos permite entrar en contacto con lo inaccesible:
el misterio de la acción de Dios y de la presencia de Cristo. 
El mundo de la liturgia pertenece, no a las realidades que terminan
en "—logia" (teología, por ejemplo), sino en "—urgía'? (dramaturgia,
liturgia): es una acción, una comunicación total, hecha de palabras,
pero también de gestos, movimientos, símbolos, acción.

a) Hay una razón antropológica en este aprecio del signo y del
símbolo. El hombre está hecho de tal manera que todo lo realiza
desde su espíritu interior y desde su corporeidad: no sólo alimenta
sentimientos e ideas en su interior, sino que los expresa exteriormente
con palabras, gestos y actitudes. Y no es que el hombre tenga
sentimientos, y luego los exprese pedagógicamente, para que los
demás se enteren. Sino que se puede decir que esos mismos
sentimientos no son del todo humanos, ni completos, hasta que no se
expresan. Hasta que la idea no se hace palabra, no es plenamente
realidad humana. Y es que en el fondo el hombre no es una dualidad
"cuerpo y espíritu", sino una unidad: es "cuerpo-espíritu" y desde su
totalidad se expresa y realiza, con palabras y gestos. 
Así, en la celebración litúrgica, la alabanza no es plenamente ni
humana ni cristiana hasta que suena en la voz y el canto. El
sentimiento de conversión y la respuesta del perdón no se realizan del
todo si no se manifiestan en la esfera significativa: en este caso, es en
la esfera de la Iglesia donde resuena el "yo me acuso" y el "yo te
absuelvo": una acción sacramental, simbólica, significativa, que da
realidad a lo invisible e íntimo que sucede entre Dios y el cristiano.

b) Por eso el simbolismo es una categoría religiosa universal.
El hombre, no sólo para su propia expresión, o para su actividad
social, sino también y sobre todo para su relación con la divinidad, se
sirve del lenguaje simbólico, expresando y realizando con signos y
gestos corporales la comunión religiosa con el Invisible. 
La dinámica de los signos religiosos funciona de muchas maneras:
sacrificios, palabras, cantos, objetos sagrados, acciones, reverencias,
comidas, fiestas, templos... El sábado, para los judíos, es todo un
símbolo que no sólo manifiesta su recuerdo o su pertenencia al pueblo
elegido, sino que lo alimenta y lo realiza efectivamente. El gesto del
baño en el agua, tanto para los indios en el Ganges, para los egipcios
en el Nilo, para los judíos en el Jordán o para los cristianos en el rito
bautismal, es un conjunto de acciones y palabras que conforman toda
una celebración simbólica: la inmersión en una nueva esfera. En
nuestro caso, la incorporación a Cristo, en su nueva vida, a través de
la muerte.

c) Para los cristianos el motivo fundamental de estos signos es el
teológico: el mejor modelo de actuación simbólica lo tenemos en el
mismo Cristo Jesús. En su misma Persona El es el lenguaje más
expresivo de Dios, que nos quiere mostrar su Alianza, su cercanía o su
perdón. Y también es Cristo el lenguaje mejor de la humanidad en su
respuesta a Dios: nuestra alabanza y nuestra fe han quedado
plasmadas en Cristo, Cabeza de la nueva humanidad. Por eso se le
llama a Cristo "sacramento del encuentro con Dios", o como dijo Pablo
en su segunda carta a los corintios: Cristo es el "sí" más claro de Dios
a los hombres y el "sí" también más concreto de los hombres a Dios.
Además, Cristo utilizó continuamente el lenguaje de los gestos
simbólicos en su actuación salvadora: palabras, acciones, contacto de
sus manos, lo incisivo de su mirar, los milagros... 
Y ahora sigue haciéndolo del mismo modo, en el ámbito de este
sacramento global que se llama Iglesia. Para darnos alimento y
fortaleza, ha pensado en la acción simbólica de la comida eucarística;
para hacernos nacer a la nueva vida, quiere que recibamos el baño
bautismal del agua; para reconciliarnos con Dios, nos invita a una
celebración del perdón, con sus palabras y el gesto de la imposición
de manos del ministro... 
Por eso la liturgia, tanto por la carga humana como por la teología
misma de la encarnación, tiene los signos y los símbolos como una
realidad fundamental en su dinámica.
Claro que el lenguaje de los signos no es el único en la liturgia: la
comunidad mima también los signos de la evangelización (la palabra,
la catequesis, la predicación) y el lenguaje, cada vez más convincente,
de su compromiso cristiano (el amor, la servicialidad, la lucha por la
nueva sociedad de libertad y justicia). Pero en medio, entre el anuncio
de la Palabra y su vivencia práctica, está su celebración y la
comunidad cristiana utiliza más que nunca en esta liturgia el lenguaje
de los signos y símbolos.

SIGNO-SÍMBOLO/QUE-ES
Las celebraciones sacramentales no habría que verlas sólo desde la
perspectiva de "signos", por muy eficaces que se quiera, sino de la de
"símbolos" o "acciones simbólicas". 
El signo, de por si, apunta a una cosa exterior a si mismo: el humo
indica la existencia del fuego, y el semáforo verde nos hace saber que
ya podemos pasar... El signo no "es" lo que significa, sino que nos
orienta, de un modo más o menos informativo, hacia la cosa
significada. Es una especie de "mensaje" que designa o representa
otra realidad. 
El símbolo es un lenguaje mucho más cargado de connotaciones.
No sólo nos informa, sino que nos hace entrar ya en una dinámica
propia. El mismo "es" ya de alguna manera la realidad que representa,
nos introduce en un orden de cosas al que ya él mismo pertenece. La
acción simbólica produce a su modo una comunicación, un
acercamiento. Tiene poder de mediación, no sólo práctica o racional,
sino de toda la persona humana y la realidad con la que le relaciona.
Para felicitar a una persona en su cumpleaños o en un aniversario
de bodas, podríamos emplear sólo palabras. Pero normalmente
recurrimos a un lenguaje simbólico: regalos, felicitaciones poéticas, un
pastel con velas encendidas (ya el mismo hecho de introducir el pastel
y de apagar las velas y repartir sus porciones es todo un rito), una
buena comida... El gesto simbólico de dos novios que se entregan el
anillo de bodas no sólo quiere "informar" del amor: es un lenguaje que
vale por muchos discursos, y que seguramente contiene más realidad
que las palabras y que la vida misma (difícilmente, luego, se llegará a
alcanzar el grado de amor y fidelidad que ese gesto sencillo y
profundo expresa). 
"Símbolo", por su misma etimología (sym-ballo, re-unir, poner juntas
dos partes de una misma cosa, que se hallaban separadas, a modo de
puzzle) indica una eficacia unitiva, re-cognoscitiva (no sólo
cognoscitiva) de relación comunicativa. El símbolo establece una cierta
identidad afectiva entre la persona y una realidad profunda que no se
llega a alcanzar de otra manera. Esto es particularmente palpable en
aquellos símbolos que son identificadores de una comunidad o grupo
humano, tanto si es un partido político como una agrupación religiosa
o cultural. 
Todo esto tiene particular vigencia cuando los cristianos celebramos
nuestra liturgia. El baño en agua, cuando se hace en el contexto
bautismal, adquiere una densidad significativa muy grande: las
palabras, las lecturas, las oraciones, la fe de los presentes, dan al
gesto simbólico no sólo una expresividad intencional o pedagógica,
sino que en el hecho mismo del gesto sacramental convergen con
eficacia la acción de Cristo, la fe de la Iglesia y la realidad de la
incorporación de un nuevo cristiano a la vida nueva del Espíritu. No es
un rito mágico, que actúa de por sí, independiente del contexto. Pero
tampoco es sólo un gesto nominal o meramente ilustrativo: la acción
simbólica es eficaz de un modo que no es ni físico ni tampoco sólo
metafórico: es, sencillamente, la eficacia que tiene el símbolo. El
símbolo re-une, concentra en sí mismo las realidades, conteniéndolas
un poco a todas ellas. 
Y así pasa con todos los sacramentos, y con las diversas
celebraciones del año cristiano, cargado de gestos simbólicos con los
que Cristo, la Iglesia y cada cristiano expresan y realizan su mutua
relación de comunión. 
Esos símbolos litúrgicos no sólo informan, catequéticamente, de lo
que quieren representar. Sino que tienen un papel mediador,
comunicante, unificador, transformador, productor... Las palabras y el
gesto de la absolución llevan a su realidad el encuentro reconciliador
entre Dios y el pecador. El comer y beber de la Eucaristía es el
lenguaje, simbólico y eficaz, de la comunicación que Cristo nos hace
de su Cuerpo y su Sangre, y de la fe con que nosotros le acogemos...


La variedad de los gestos litúrgicos
La inmensa mayoría de las acciones simbólicas con que expresamos
los cristianos esta nuestra relación con Dios y con la misma
comunidad, son heredadas de la revelación o de la tradición más
antigua de la Iglesia. Pero a su vez tanto Cristo como la Iglesia
primitiva no es que inventaran estos signos, sino que los tomaron de la
vida misma y del lenguaje más accesible y expresivo de la humanidad:
todos entienden lo que significa y realiza el baño en agua, o la comida
o bebida en común, o los beneficios de la unción-masaje con aceite...
Y no es nada difícil entender el magnífico abanico de sentidos que
puede tener un gesto antiguo, universal y ahora recuperado en todos
los sacramentos: la imposición de manos; es un gesto que indica
visualmente, sobre todo en el contexto de los sacramentos, la
transmisión de un poder, de una bendición, de una reconciliacion...
Hay muchas clases de signos y gestos simbólicos en la liturgia:

- algunos, vinculados al cuerpo humano, que también "habla" y
expresa las actitudes más íntimas: así, las posturas del cuerpo (de pie,
de rodillas...) pueden contribuir no sólo a que se manifieste una actitud
determinada (prontitud, reverencia, humildad) sino a sentirla más en
profundidad; los gestos de las manos (elevadas al cielo, o golpeando
el pecho, manos que aplauden...) llegan muchas veces a donde no
llegan las palabras: una ovación puede suplir alguna vez a la mejor
aclamación; el movimiento también tiene importancia: el caminar, el
marchar en procesión hacia la comunión, una danza estilizada...;

- hay otros muchos relacionados con cosas materiales, de las que
nos servimos para expresar lo que nuestros ojos, nuestras manos o
nuestras palabras no pueden decir bien: el baño en agua, la unción
con aceite, el pan y el vino, hablan por sí solos; así como otros
muchos elementos utilizados a lo largo del año cristiano en la
celebración: la luz, las velas, el fuego, la ceniza, el incienso, las
imágenes, los vestidos y sus colores, las campanas... El lugar mismo
de la celebración juega un papel importante: los edificios de la
asamblea cristiana, el ambón como lugar digno y respetado de la
Palabra de Dios, el altar como símbolo de Cristo y de la comida
eucarística, la sede del presidente, destacada por su condición de
signo visible de Cristo Cabeza... 
En verdad, para que nuestras celebraciones adquieran toda su
eficacia como lenguaje humano y cristiano, tendríamos que cuidar más
toda esta serie de elementos simbólicos, mucho más numerosos de lo
que a primera vista pudiera parecer. La liturgia tiene una serie de
recursos expresivos que no aprovechamos suficientemente.

Catequesis e iniciación en los gestos clásicos
Estas paginas no quieren, en principio, proponer nuevos gestos
simbólicos o forzar el camino de una creatividad omnímoda.
Esa—la búsqueda de nuevos símbolos—es una tarea noble, difícil, y
tal vez necesaria. Que la Iglesia ha hecho a lo largo de su historia con
admirable imaginación, tanto en torno al año litúrgico como a los
sacramentos, tanto en la liturgia como en la religiosidad popular. Y que
por tanto no es nada extraño que también en nuestra generación y
sucesivas se sienta movida a realizar continuamente. Crear una
simbología más adecuada a la cultura y la sensibilidad actuales, es un
ideal que no se puede dar por perdido. Aunque haya que hacerlo a la
vez con equilibrio y valentía, con respeto a la tradición y amor a la
cultura de hoy. 
Pero, repito, la finalidad de estas reflexiones quiere ser más
modesta. Quiere ayudar a entender el sentido de los símbolos que ya
tenemos de los gestos y signos que están hoy en nuestra liturgia, y
que hemos heredado de generaciones pasadas. Pero que siguen
siendo lenguaje válido (los que se demuestra que no lo eran, ya han
sido suprimidos). 
Si se hacen bien, los gestos simbólicos que tenemos en la Pascua, o
en la Eucaristía, o en otras celebraciones, tienen todavía una gran
fuerza expresiva. El hecho de que sean "tradición" no debería crear
ningún complejo de pobreza o de falta de originalidad. Todo símbolo
comunitario tiene esencialmente raíces de tradición: precisamente
identifica al grupo, da color a la celebración desde su misma teología y
su origen desde Cristo o la Iglesia primitiva. Los símbolos no se
cambian como la camisa. Son de por sí heredados. 
Si los gestos que hacemos en la liturgia no "funcionan" como
desearíamos, no es porque sean antiguos, sino por otras causas. Y
por tanto, la intención de estas páginas es invitar a corregir esos
defectos:

- hay que iniciar a los cristianos, jóvenes y adultos, a esos gestos
simbólicos y su lenguaje; o sea, ayudarles a entenderlos, a realizarlos,
a entrar en su dinámica; para ello habrá que dar tiempo a la
catequesis, en el momento oportuno, a partir del sentido humano y
también del sentido bíblico que tiene tal acción o gesto o elemento;
entender en profundidad un símbolo es favorecer la propia identidad,
la comunión con los valores esenciales;

- hay que hacerlos bien; por mucha mentalización que haya en torno
a un gesto o a una acción simbólica, si los ministros los realizan de
modo pobre, insignificante, mecánico, rutinario, evidentemente ese
gesto simbólico no adquirirá toda la densidad y eficacia que se
pretendía; una reconciliación con los símbolos pasa, sobre todo, por
una reforma mental de los ministros, que toman conciencia de que los
signos litúrgicos —sacramentales o no—no son automáticos, sino que
llevan consigo una carga de pedagogía y expresividad humana,
aunque su último fin sea la comunión interior con el misterio celebrado
(cfr. SC 59). Los gestos simbólicos bien hechos no se conforman con
la "validez", sino que apuntan a la expresión de la fe y del misterio de
salvación que sucede. Son signos no sólo disciplinariamente suficientes,
sino "expresivos" de lo que quieren significar. 
Es una doble llamada, pues, que quieren poner en marcha estas
notas.

- una invitación a la catequesis de los gestos y acciones simbólicas
que utilizamos en la liturgia actual;

- una urgencia para valorar en la práctica la realización más
decorosa, clara, expresiva, de los gestos, potenciando su lenguaje. 
JOSÉ ALDAZÁBAL

Fuente: mercabá.org