martes, 16 de junio de 2015

El texto que sigue a continuación corresponde a una de las catequesis del Papa emérito Benedicto XVI. Su contenido expresa con claridad el significado y la importancia de la Liturgia en nuestra vida cristiana, y cómo a través de ella se va impregnando nuestra personalidad para ser verdaderos misioneros en los ambientes en que nos toca actuar.

¿Qué es la liturgia? - Si abrimos el Catecismo de la Iglesia Católica—subsidio siempre valioso, diría e indispensable— leemos que originariamente la palabra «liturgia» significa «servicio de parte de y en favor del pueblo» (n. 1069). Si la teología cristiana tomó este vocablo del mundo griego, lo hizo obviamente pensando en el nuevo pueblo de Dios nacido de Cristo que abrió sus brazos en la Cruz para unir a los hombres en la paz del único Dios. «Servicio en favor del pueblo», un pueblo que no existe por sí mismo, sino que se formó gracias al misterio pascual de Jesucristo. De hecho, el pueblo de Dios no existe por vínculos de sangre, de territorio, de nación, sino que nace siempre de la obra del Hijo de Dios y de la comunión con el Padre que él nos obtiene.
El Catecismo indica además que «en la tradición cristiana (la palabra “liturgia”) quiere significar que el pueblo de Dios toma parte en la obra de Dios» (n. 1069), porque el pueblo de Dios como tal existe sólo por obra de Dios.
Esto nos lo ha recordado el desarrollo mismo del concilio Vaticano II, que inició sus trabajos, hace cincuenta años, con la discusión del esquema sobre la sagrada liturgia, aprobado luego solemnemente el 4 de diciembre de 1963, el primer texto aprobado por el concilio. El hecho de que el documento sobre la liturgia fuera el primer resultado de la asamblea conciliar, tal vez fue considerado por algunos una casualidad. Entre tantos proyectos, el texto sobre la sagrada liturgia pareció ser el menos controvertido, y, precisamente por esto, capaz de constituir como una especie de ejercicio para comprender la metodología del trabajo conciliar. Pero sin ninguna duda, lo que a primera vista puede parecer una casualidad, se demostró la elección más justa, incluso a partir de la jerarquía de los temas y de las tareas más importantes de la Iglesia. En efecto, comenzando con el tema de la «liturgia», el Concilio destacó muy claramente el primado de Dios, su prioridad absoluta. Dios primero de todo: precisamente esto nos dice la elección conciliar de partir de la liturgia. Donde la mirada sobre Dios no es determinante, todo lo demás pierde su orientación. El criterio fundamental para la liturgia es su orientación a Dios, para poder así participar en su misma obra.

Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la que estamos llamados a participar? La respuesta que nos ofrece la constitución conciliar sobre la sagrada liturgia es aparentemente doble. En el número 5 nos indica, en efecto, que la obra de Dios son sus acciones históricas que nos traen la salvación, culminante en la muerte y resurrección de Jesucristo; pero en el número 7 la misma constitución define precisamente la celebración de la liturgia como «obra de Cristo». En realidad estos dos significados están inseparablemente relacionados. Si nos preguntamos quién salva al mundo y al hombre, la única respuesta es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. Y, ¿dónde se hace actual para nosotros, para mí, hoy, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es: en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, en especial en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios, que nos redimió; en el sacramento de la Reconciliación, donde se pasa de la muerte del pecado a la vida nueva; y en los demás actos sacramentales que nos santifican (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Así, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.

Demos otro paso hacia adelante y preguntémonos: ¿de qué modo se hace posible esta actualización del misterio pascual de Cristo? El beato Papa Juan Pablo II, a los 25 años de la constitución Sacrosantum Conciliumescribió: «Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La liturgia es, por consiguiente, el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien él envió, Jesucristo (cf. Jn 17, 3)» (Vicesimus quintus annus  n. 7). En la misma línea leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica «Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras» (n. 1153). Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración litúrgica es que sea oración, coloquio con Dios, ante todo escucha y, por tanto, respuesta. San Benito, en su «Regla», hablando de la oración de los Salmos, indica a los monjes: mens concordet voci, «que la mente concuerde con la voz». El santo enseña que en la oración de los Salmos las palabras deben preceder a nuestra mente. Habitualmente no sucede así, antes debemos pensar, y, luego, aquello que hemos pensado se convierte en palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es al revés, la palabra precede. Dios nos dio la palabra, y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; nosotros debemos entrar dentro de las palabras, en su significado, acogerlas en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; así nos convertimos en hijos de Dios, semejantes a Dios. Como recuerda la Sacrosantum Concilium, para asegurar la plena eficacia de la celebración «es necesario que los fieles accedan a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma de acuerdo con su voz y cooperen con la gracia divina para no recibirla en vano» (n. 11). Elemento fundamental, primario, del diálogo con Dios en la liturgia, es la concordancia entre lo que decimos con los labios y lo que llevamos en el corazón. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración, nosotros mismos somos conformados al espíritu de estas palabras y llegamos a ser capaces de hablar con Dios.

En esta línea, quiero sólo hacer referencia a uno de los momentos que, durante la liturgia misma, nos llama y nos ayuda a encontrar esa concordancia, ese conformarnos a lo que escuchamos, decimos y hacemos en la celebración de la liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la plegaria eucarística: «Sursum corda», elevemos nuestro corazón fuera del enredo de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Nuestro corazón, el interior de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las palabras mismas que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse al Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental.
Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón está como apartado de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y se eleva interiormente hacia lo alto, hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Come recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: «La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar» (n. 2655): altare Dei est cor nostrum.

Queridos amigos, sólo celebramos y vivimos bien la liturgia si permanecemos en actitud orante, no si queremos «hacer algo», hacernos ver o actuar, sino si orientamos nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a rezar, afirma san Pablo (cf. Rm 8, 26). Él mismo nos ha dado las palabras adecuadas para dirigirnos a él, palabras que encontramos en el Salterio, en las grandes oraciones de las sagrada liturgia y en la misma celebración eucarística. Pidamos al Señor ser cada día más conscientes del hecho de que la liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que brota del Espíritu Santo y de nosotros, totalmente dirigida al Padre, en unión con el Hijo de Dios hecho hombre (cf.Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2564). Gracias.

(Fuente: conoceréis deverdad.org)

jueves, 11 de junio de 2015

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús


¿Usted todavía no lleva un “Detente”?

¿Quienes insisten  en  presentarnos  la Devoción al Sagrado Corazón de Jesús como algo anticuado? Pues  dos tipos de personas, los enemigos de la Fe por un lado y los “católicos” tibios por el otro. 
La devoción al Detente del Sagrado Corazón de Jesús  es más actual y necesaria que nunca para obtener de Dios, por mediación de María Santísima, aquello que hace 2000 años todos los verdaderos cristianos piden cuando rezan: 
“Venga a nosotros Tu Reino, hágase Tu voluntad así 
en la Tierra como en el Cielo”

El Beato Papa Pío IX (1846-1878) fue muy claro al expresar su firme esperanza en esta devoción:"La Iglesia y la sociedad no tienen otra esperanza sino en el Sagrado Corazón de Jesús, es Él quien curará todos nuestros males. Pregonad y difundid por todas partes la devoción al Sagrado Corazón, ella será la salvación del mundo”.
Esa práctica piadosa, en otros tiempos muy difundida entre los católicos, es un modo simple, pero espléndido, de manifestar  siempre  nuestra gratitud y amor al Corazón de Jesús, víctima de nuestros pecados. Y al mismo tiempo, recibimos de Él innumerables beneficios y una protección extraordinaria. 

Es un poderoso Escudo que la Divina Providencia colocó a nuestra disposición, a fin de protegernos contra los más diversos peligros que enfrentamos todos los días. Para eso, basta llevarlo consigo, sin necesidad de hacerlo bendecir, pues el Beato Papa Pío IX extendió su bendición a todos los Detentes.

El Detente, el Escudo del Sagrado Corazón de Jesús es un emblema con la imagen del Sagrado Corazón y la divisa: "¡Detente! El Corazón de Jesús está conmigo. ¡Venga a nosotros Tu Reino!"

El uso del Detente es un medio de  manifestar  nuestro amor al Sagrado Corazón de Jesús; señal de nuestra confianza en su protección contra los ataques  del demonio y los peligros de todo tipo. 

Además, el Detente nos ayuda a recordar  las promesas del Sagrado Corazón de Jesús; es un símbolo de nuestra confianza en la protección divina, una señal de nuestra  súplica y fidelidad a Nuestro Señor y una petición para que Él haga nuestros corazones semejantes al suyo.
Origen del Escudo del Sagrado Corazón de Jesús o Detente. 

La piadosa práctica de llevar la imagen del Sagrado Corazón de Jesús bajo la forma de escapulario, fue recomendada por santa Margarita María de Alacoque . El Señor desea que se le mande hacer una lámina con la imagen de su Sagrado Corazón, a fin de que todos cuantos quieran rendirle sus homenajes , puedan tenerlas en sus casas, y otras pequeñas para llevarlas encima.
En mayo de 1673, el Corazón de Jesús le dio a Santa Margarita María para aquellas almas devotas a su Corazón las siguientes promesas: 

1- Les daré todas las gracias necesarias para su estado de vida. 
2- Les daré paz a sus familias.
3- Las consolaré en todas sus penas.
4- Seré su refugio durante la vida y sobre todo a la hora de la muerte.
5- Derramaré abundantes bendiciones en todas sus empresas.
6- Los pecadores encontrarán en mi Corazón un océano de misericordia.
7- Las almas tibias se volverán fervorosas.
8- Las almas fervorosas harán rápidos progresos en la perfección.
9- Bendeciré las casas donde mi imagen sea expuesta y venerada.
10- Otorgaré a aquellos que se ocupan de la salvación de las almas el don de mover los corazones más endurecidos.
11- Grabaré para siempre en mi Corazón los nombres de aquellos que propaguen esta devoción.
12- Yo te prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor omnipotente concederá a todos aquellos que comulguen nueve Primeros Viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final: No morirán en desgracia mía, ni sin recibir sus Sacramentos, y mi Corazón divino será su refugio en aquél último momento.

El Santo Padre,el Papa Pio IX, bendijo el Detente con estas palabras : «Doy mi bendición a este Corazón de Jesús y quiero que todo lo que se haga conforme a este modelo reciba esta misma bendición sin que tengan necesidad de ninguna otra
El «Detente» significa: ¡«Detente»! Satanás, tentación, pasión, peligro, enemistad, tristeza, penas, infierno, que el Corazón de Jesús, mi Dios, mi Redentor, mi amor, mi esperanza, mi todo, está conmigo.

Vivimos en medio de una sociedad no cristiana , rodeados de tentaciones interiores y exteriores, pero tenemos el ”Detente “ para salir victoriosos.
(Fuente: conocereisdeverdad.org

jueves, 4 de junio de 2015

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Éxodo 24, 3-8; Hebreos 9, 11-15; Marcos 14, 12-16. 22-26

La cercanía de la fiesta de Corpus Christi merece una reflexión que nos lleve a interiorizar como es nuestra relación con tan grande Sacramento. El texto que sigue puede ayudarnos para ello.

¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!
Creo que lo más necesario que hay que hacer en la fiesta del Corpus Domini no es explicar tal o cual aspecto de la Eucaristía, sino reavivar cada año el estupor y maravilla ante el misterio. La fiesta nació en Bélgica, a principios del siglo XIII; los monasterios benedictinos fueron los primeros en adoptarla; Urbano IV la extendió a toda la Iglesia en 1264.

¿Qué necesidad había de instituir una nueva fiesta? ¿Es que la Iglesia no recuerda la institución de la Eucaristía el Jueves Santo? ¿Acaso no la celebra cada domingo y, más aún, todos los días del año? De hecho, el Corpus Domini es la primera fiesta cuyo objeto no es un evento de la vida de Cristo, sino una verdad de fe: la presencia real de Él en la Eucaristía. Responde a una necesidad: la de proclamar solemnemente esa fe; se necesita para evitar un peligro: el de acostumbrarse a tal presencia y dejar de hacerle caso, mereciendo así el reproche que Juan Bautista dirigía a sus contemporáneos: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!». 

Esto explica la extraordinaria solemnidad y visibilidad que esta fiesta adquirió en la Iglesia católica. Por mucho tiempo la del Corpus Domini fue la única procesión en toda la cristiandad, y también la más solemne. 

En las procesiones, permanece intacto el sentido profundo de la fiesta y el motivo que la inspiró: mantener despierto el estupor ante el mayor y más bello de los misterios de la fe. La liturgia de la fiesta refleja fielmente esta característica. Todos sus textos (lecturas, antífonas, cantos, oraciones) están penetrados de un sentido de maravilla. Muchos de ellos terminan con una exclamación: «¡Oh sagrado convite en el que se recibe a Cristo!» (O sacrum convivium), «¡Oh víctima de salvación!» (O salutaris hostia). 

Si la fiesta del Corpus Domini no existiera, habría que inventarla. Si hay un peligro que corren actualmente los creyentes respecto a la Eucaristía es el de banalizarla. En un tiempo no se la recibía con tanta frecuencia, y se tenían que anteponer ayuno y confesión. Hoy prácticamente todos se acercan a Ella... Entendámonos: es un progreso, es normal que la participación en la Misa implique también la comunión; para eso existe. Pero todo ello comporta un riesgo mortal. San Pablo dice: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual a sí mismo y después coma el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo». 

Considero que es una gracia saludable para un cristiano que no deje de repetir, como Juan Bautista: «¿Y Tú vienes a mí?» (Mateo, 3,14). Nosotros no podemos recibir a Dios sino como «Dios», esto es, conservándole toda su santidad y su majestad. ¡No podemos domesticar a Dios! 

La predicación de la Iglesia no debería tener miedo --ahora que la comunión se ha convertido en algo tan habitual y tan «fácil»-- de utilizar de vez en cuando el lenguaje de la epístola a los Hebreos y decir a los fieles: «Vosotros en cambio os habéis acercado a Dios juez universal..., a Jesús, Mediador de la nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una nueva sangre que habla mejor que la de Abel» (Hebreos 12, 22-24). En los primeros tiempos de la Iglesia, en el momento de la comunión, resonaba una advertencia a la asamblea: «¡Quien es santo que se acerque, quien no lo es que se arrepienta!». 

Uno que  habla de la Eucaristía siempre con conmovido estupor era San Francisco de Asís. «Que tema la humanidad, que tiemble el universo entero, y el cielo exulte, cuando en el altar, en las manos del sacerdote, está el Cristo Hijo de Dios vivo... ¡Oh admirable elevación y designación asombrosa! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, tanto se humille como para esconderse bajo poca apariencia de pan!».

Pero no debe ser tanto la grandeza y la majestad de Dios la causa de nuestro estupor ante el misterio eucarístico, cuanto más bien su condescendencia y su amor. La Eucaristía es sobre todo esto: memorial del amor del que no existe mayor: dar la vida por los propios amigos. 
(Fuente: conocereisdeverdad.org)