Texto íntegro de la
predicación del padre Raniero Cantalamessa
Viernes Santo, 2014, Basílica de San Pedro
"Estaba también con ellos Judas, el traidor"
Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas
historias de hombres y mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su
sombra. La más trágica de ellas es la de Judas Iscariote. Es uno de los pocos
hechos atestiguados, con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el
resto del Nuevo Testamento. La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho
sobre el asunto y nosotros haríamos mal en no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.
Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar
su nombre en la lista de los apóstoles, el evangelista Lucas escribe: «Judas
Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto,
Judas no había nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por
Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de los dramas más sombríos de la
libertad humana.
¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del
Jesús «revolucionario», se trató de dar a su gesto motivaciones ideales.
Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación de «sicariote», es
decir, perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban como
«sicarios» contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por
la manera en que Jesús llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería
forzarle para que actuara también en el plano político contra los paganos. Es
el Judas del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y
novelas recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio
bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César para salvar la República!
Son todas construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna dignidad
literaria o artística, pero no tienen ningún fundamento histórico. Los
evangelios —únicas fuentes fiables que tenemos sobre el personaje— hablan de un
motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas se le confió la bolsa
común del grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado contra el
despilfarro del perfume precioso derramado por María sobre los pies de Jesús,
no porque le importaran los pobres —hace notar Juan—, sino porque «era un
ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su
propuesta a los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis
dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata»
(Mt 26, 15).
* * *
Pero, ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal?
¿Acaso no ha sido casi siempre así en la historia y no es todavía hoy así?
Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia;
literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el
porqué. ¿Quién es, objetivamente, si no subjetivamente (es decir, en los
hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el competidor de Dios, en
este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás.
Quien lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio
temporal. Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al
anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y al dinero»
(Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible» , a diferencia del Dios verdadero que
es invisible.
EL dinero es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo,
cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se
ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos los
valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero
el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto
nivel, todos los hechos parecen darle la razón.
«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de todos los males» (1 Tm
6,10). Detrás de todo el mal de nuestra sociedad está el dinero o, al menos,
está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, divinidad filistea a
la que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al
que había que ofrecer diariamente un cierto número de corazones humanos.
¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas
jóvenes, la prostitución, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la
corrupción política, la fabricación y el comercio de armas, e incluso —cosa que
resulta horrible decirlo— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? Y
la crisis financiera que el mundo ha atravesado, y este país está aún
atravesando, ¿no es debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero»,
la auri sacra fames , por parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo
algún dinero de la caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del
dinero público?
Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya
escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a
los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se
apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor
justicia social?
En los años 70 y 80, para explicar, en Italia, los repentinos cambios
políticos, los juegos ocultos de poder, el terrorismo y los misterios de todo
tipo que afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi
mítica, de la existencia de un «gran Anciano»: un personaje espabiladísmo y
poderoso, que por detrás de los bastidores habría movido los hilos de todo,
para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe realmente, no es un
mito; ¡se llama Dinero!
Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad
y, sin embargo, la quita; promete libertad y, en cambio, la destruye. San
Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en él, el final de una
persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima la muerte; se
hace venir al sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón de todos
tus pecados?», y él responde que sí. Y el sacerdote: «¡Estás dispuesto a
satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a
otros?» Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en
manos de mis parientes y amigos». Y así muere —concluye san Francisco—,
impenitente y apenas muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita
alma la suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!»
Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido
por Jesús al rico de la parábola que había almacenado bienes sin fin y se
sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta misma noche se te
pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres
colocados en puestos de responsabilidad que ya no sabían en qué banco o paraíso
fiscal almacenar los ingresos de su corrupción se han encontrado en el
banquillo de los imputados, o en la celda de una prisión, precisamente cuando
estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo han
hecho? ¿Valía la pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia,
o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O más bien se han arruinado a sí
mismos y a los demás?
* * *
La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es siempre él,
Jesús. Judas vendió a la cabeza, sus imitadores venden su cuerpo, porque los
pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis con uno solo
de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero
la traición de Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he
mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros, pero no es así. Sigue siendo
famosa la homilía que tuvo en un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre
«Nuestro hermano Judas». «Dejad —decía a los pocos feligreses que tenía
delante—, que yo piense por un momento en el Judas que tengo dentro de mí, en
el Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».
Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean
los treinta denarios de plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o
a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel a su estado, o quien,
en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo.
Traiciona a Jesús todo el que traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo
también, en este momento —y la cosa me hace temblar interiormente— si mientras
predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que de
participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenuante que yo no
tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no
sabía que era el Hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.
Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido escuchar de nuevo la
«Pasión según san Mateo», de Bach. Hay un detalle que cada vez me hace
estremecerme. Allí, en el anuncio de la traición de Judas, todos los apóstoles
preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?» Sin embargo,
antes de escuchar la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre
acontecimiento y su conmemoración, el compositor inserta una coral que comienza
así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich bin´s, ich
sollte büßen» . Como todas las corales de esa obra, expresa los sentimientos
del pueblo que escucha; es una invitación para que también nosotros hagamos
nuestra confesión del pecado.
* * *
El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había
traicionado, viendo que Jesús había sido condenado, se arrepintió, y devolvió
los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos,
diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos
importa? Allá tú. Y él, arrojados los siclos en el templo, se alejó y fue a
ahorcarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un juicio apresurado. Jesús nunca
abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el
árbol con la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las de Dios.
¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en esos últimos instantes? «Amigo»,
fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado, como
no podía haber olvidado su mirada.
Es cierto que, hablando de sus discípulos al Padre, Jesús había dicho de Judas:
«Ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición» (Jn 17,12),
pero aquí, como en muchos otros casos, él habla en la perspectiva del tiempo,
no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola, sin pensar en
un fracaso eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas:
«Mejor hubiera sido para ese hombre no haber nacido» (Mc 14,21). El destino
eterno de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos asegura
que un hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza
eterna; pero ella misma no sabe de nadie que esté en el infierno.
Dante Alighieri que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas en lo profundo del
infierno, narra la conversión en el último instante de Manfredi, hijo de
Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo consideraban condenado
porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él confía al poeta que,
en el último instante de vida, se rindió llorando a quien «perdona con gusto» y
desde el purgatorio envía a la tierra este mensaje que vale también para
nosotros:
Horribles fueron los pecados míos;
pero la bondad infinita tiene tan grandes brazos,
que toma a quien se dirige a ella .
* * *
He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a
rendirnos a aquel que perdona gustosamente, a arrojarnos, también nosotros, en
los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande en el asunto de Judas no es
su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba
madurando en el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la
posibilidad hasta el final de dar marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo que
ha venido, pero no rechaza, en el Huerto de los Olivos, su beso helado e
incluso lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la
negación para darle su perdón, ¡quién sabe como habrá buscado también el de
Judas en algún momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a
Judas.
¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro
tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero también Judas tuvo
remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre inocente!», y
restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? En una
sola cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no! El
mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado de su
misericordia.
Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en
esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un sacramento en el que es
posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el
sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce
experimentar a Jesús como maestro, como Señor, pero más dulce aún
experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca fuera del abismo, como a
Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero,
queda curado!» (Mt 8,3).
La confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la
noche de Pascua en el Exultet: «¡Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!»
Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos hemos
arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber
sido ocasión de experiencia de misericordia y de ternura divinas!
Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables Padres, hermanos y
hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en nuestro
corazón las palabras de un gran converso de nuestro tiempo:
«Dios mío, he resucitado y estoy aún contigo!
Dormía y estaba tumbado como un muerto en la noche.
Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! [...]
Padre mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu presencia.
Mi corazón está libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas.
Estoy absuelto de todos los pecados, que confesé uno a uno.
El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido» .
Es lo que la Pascua de Cristo puede hacer de nosotros.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
(Fuente: Religión en libertad)