miércoles, 30 de abril de 2014

La Música Litúrgica en nuestras parroquias.


El presente artículo publicado  en el blog "con arpas de diez cuerdas", nos deja muchos motivos para pensar en nuestras realidades parroquiales, y , por qué no decirlo, en nuestra falta de dedicación al tema que se plantea. Leerlo puede ser motivo para empezar a hacer algo.
 
Se han cumplido los 50 años desde el Concilio Vaticano II, y con este motivo se ha divulgado desde la Santa Sede un cuestionario sobre la situación de la música sacra en la actualidad.

El Concilio Vaticano II fue un acontecimiento que, como es bien sabido, tuvo notabilísimas consecuencias en el campo litúrgico en general y en el de la música sacra en particular. Las opiniones sobre los cambios acaecidos en el rito romano son diversas, pero donde sí hay un disgusto bastante unánime es en la música litúrgica. Muy pocos son los que tienen una opinión positiva de los frutos concretos que trajo aquella reforma en este campo.

Unos porque, bajo argumentos pastorales, desearían un alejamiento de la tradición de la Iglesia todavía mayor que el que ya se ha producido, reivindicando la inoculación en el culto de los lenguajes musicales más característicos del ámbito profano actual.

Otros, entre los que me encuentro, porque juzgamos como un desastre el que la música empleada en el culto católico haya dejado de ser el ámbito de belleza que -con los altibajos inevitables- siempre fue o intentó ser, para acabar degenerando en irrisión de los gentiles.

No es una exageración. Podría yo testificar ampliamente, desde la propia experiencia, acerca del desprecio que entre las personas con cierta sensibilidad o formación musical suscita esa suerte de canciones que “ambientan” las actuales celebraciones. La expresión suena a canción de misa designa el género musical más desgraciado y mediocre que pueda tenerse a la vista, por debajo incluso de los productos estereotipados de la industria musical comercial. Y suelen emplearla las mismas personas que, al margen de su cercanía o lejanía respecto de la fe, profesan una sincera admiración ante la verdadera música de la Iglesia: desde el canto gregoriano y los compositores de música sagrada de los diversos siglos, hasta las más que dignas composiciones polifónicas sencillas que nacieron del impulso renovador de San Pío X, y que todavía a mediados de los años 1960 eran cantadas habitualmente incluso por coros parroquiales populares.

Este es el fenómeno habitual hoy en día: un repertorio que apenas puede ser tolerado desde el punto de vista técnico-musical, y que desde el teológico y espiritual adolece de una pobreza si cabe mayor, por cuanto sus textos abandonaron en gran medida las fuentes litúrgicas para acogerse a unos dejes de piedad subjetiva y personal que, dados los tiempos que han venido corriendo en las últimas décadas, se escoró hacia lo racionalista, antropocéntrico y semipelagiano.

Si se piensa bien, esto no es muy de extrañar dado que el modelo del repertorio divulgado en los años 1970 y 1980 no fue tanto el corpus gregoriano, absoluta y coherentemente litúrgico y enraizado en la Escritura, como los cantos devocionales extralitúrgicos popularizados desde principios del siglo XX, que en su día nadie pensó oponer al repertorio propiamente litúrgico.

En fin, tenemos una situación en la que la música del culto ni alcanza a cumplir con las exigencias intrínsecas de la acción litúrgica, ni contribuye a edificar adecuadamente la vida sobrenatural de los fieles, ni mucho menos puede aspirar a ser como belleza y cultura algo parecido al atrio de los gentiles.

A esto hay que añadir en el plano práctico-operativo el rechazo generalizado de la figura del músico cualificado al servicio de la Iglesia (cantor, director de coro, organista), conocedor de su oficio y tratado como tal. En un fenómeno parecido al de los cálices de barro y las casullas de tergal, el músico de iglesia competente fue eliminado en favor del colaborador aficionado. Esta figura del voluntario aficionado, que sin duda es necesaria y loable allí donde no hay otra solución, no deja de denotar en iglesias de mayor tamaño y capacidad un énfasis pobrista tanto más afectado cuanto más dotada de medios es la comunidad en cuestión. Este aspecto organizativo ha tenido una importancia decisiva en la degeneración de la música sacra.

Por lo que he podido detectar en no pocas conversaciones a lo largo de los años, lo que acabo de escribir refleja bastante bien el sentir y entender de muchas personas. Desde luego resume lo que tengo pensado contestar por mi parte. Y quizá no esté lejos tampoco la raíz de que alguien en la Santa Sede haya considerado oportuno elaborar esta encuesta. Ciertamente, pueden encontrarse en ella párrafos de muy honda y necesaria reflexión.

El documento con las preguntas ha sido enviado por la Congregación para el Culto Divino y el Pontificio Consejo de la Cultura a las Conferencias Episcopales y otras instituciones de la Iglesia. Puede descargarse también en la página web del Pontificio Consejo de la Cultura.

Está destinado principalmente a las personas que trabajan en el campo de la música sacra (responsables musicales de iglesias, maestros de coro, organistas, etc.).
 
(Fuente: Raúl del Toro Sola - Blog "con arpas de diez cuerdas")

 

Homilía del papa Francisco, en Casa Santa Marta, martes 29 de mayo de 2014

«Una comunidad cristiana está en paz, testifica a Cristo y asiste a los pobres».

Toda comunidad cristiana debería comparar su vida con la que animaba la Iglesia y verificar la propia capacidad de vivir en “armonía”, de dar testimonio de la Resurrección de Cristo, de asistir a los pobres. Lo ha afirmado el Papa Francisco en la homilía de la Misa presidida esta mañana en Casa Santa Marta.
Un “icono” en tres “pinceladas”: es la que retrata a la primera comunidad cristiana descrita en los Hechos de los Apóstoles. Papa Francisco se detiene en “tres características” de este grupo, capaces de plena concordia en su interior, de dar testimonio de Cristo hacia fuera, de impedir que ninguno de sus miembros sufra la miseria: “las tres peculiaridades del pueblo renacido”.

La homilía de Papa se desarrolla a partir de lo que durante toda la semana de Pascua la Iglesia ha iluminado: “el renacer de lo Alto”, del Espíritu, que da vida, afirma, al primer núcleo de “los nuevos cristianos”, cuando “todavía no se llamaban así”.
“Tenían un solo corazón y un alma sola’. La paz. Una comunidad en paz. Esto significa que en esa comunidad no había lugar para las murmuraciones, para las envidias, para las calumnias, para las difamaciones. Paz. El perdón: ‘El amor cubría todo’. Para saber cómo está una comunidad sobre esto deberíamos preguntarnos cómo es la actitud de los cristianos. ¿Son mansos, humildes? ¿En esa comunidad hay litigios entre ellos por el poder? ¿Peleas por envidia? ¿Hay murmuraciones? Pues no están en el camino de Jesucristo. Esta característica es muy importante, porque el demonio intenta dividirnos siempre. Es el padre de la división”.

No significa que los problemas faltasen también en esa primera comunidad. El Papa Francisco recuerda “las luchas internas, las luchas doctrinales, las luchas de poder” que llegaron más adelante. Por ejemplo, dice, cuando las viudas se quejaban porque no estaban bien atendidas y los Apóstoles “tuvieron que ordenar a los diáconos”. Sin embargo, dice, ese “momento fuerte” del comienzo fija para siempre la esencia de la comunidad nacida del Espíritu Santo. Una comunidad acorde y, segundo, una comunidad de testigos de la fe, sobre la que Papa Francisco invita a comparar a todas las comunidades de hoy:

“¿Es una comunidad que da testimonio de la resurrección de Jesucristo? ¿Esta parroquia, esta comunidad, esta diócesis cree verdaderamente en que Cristo ha resucitado? O dice “Sí, está resucitado, pero de aquí’, para quien lo cree solamente, el corazón está lejos de esta fuerza. Dar testimonio de que Jesús está vivo, está entre nosotros. Y así se puede entender cómo está una comunidad”.

Tercera característica sobre la que medir la vida de una comunidad cristiana son los “pobres”. Y aquí, el Papa distingue la vara de medir que se verifica en dos cosas:

“En primer lugar: ¿cómo es tu comportamiento o el comportamiento de esta comunidad con respecto a los pobres? Segundo: ¿Esta comunidad es pobre? ¿Pobre de corazón, pobre de espíritu? ¿O pone su confianza en las riquezas? ¿En el poder?

Armonía, testimonio, pobreza y atención a los pobres. Esto es lo que Jesús explicaba a Nicodemo: este nacer de lo Alto. Porque el único que puede hacer esto es el Espíritu. Esta es una obra del Espíritu. La Iglesia la construye el Espíritu. El Espíritu crea la unidad. El Espíritu te empuja hacia el testimonio. El Espíritu te hace pobre, porque Él es la riqueza y hace que tengas cuidado por los pobres”.

“Que el Espíritu Santo, concluye Papa Francisco, nos ayude a caminar por este camino de renacidos con a fuerza del Bautismo”.
(Fuente: Christifideles Tau)
 

 

viernes, 18 de abril de 2014

Viernes Santo . Homilia del padre Raniero Cantalamessa


Texto íntegro de la predicación del padre Raniero Cantalamessa
Viernes Santo, 2014, Basílica de San Pedro
"Estaba también con ellos Judas, el traidor"

Dentro de la historia divino-humana de la pasión de Jesús hay muchas pequeñas historias de hombres y mujeres que han entrado en el radio de su luz o de su sombra. La más trágica de ellas es la de Judas Iscariote. Es uno de los pocos hechos atestiguados, con igual relieve, por los cuatro evangelios y por el resto del Nuevo Testamento. La primitiva comunidad cristiana reflexionó mucho sobre el asunto y nosotros haríamos mal en no hacer lo mismo. Tiene mucho que decirnos.

Judas fue elegido desde la primera hora para ser uno de los doce. Al insertar su nombre en la lista de los apóstoles, el evangelista Lucas escribe: «Judas Iscariote que se convirtió (egeneto) en el traidor» (Lc 6, 16). Por lo tanto, Judas no había nacido traidor y no lo era en el momento de ser elegido por Jesús; ¡llegó a serlo! Estamos ante uno de los dramas más sombríos de la libertad humana.

¿Por qué llegó a serlo? En años no lejanos, cuando estaba de moda la tesis del Jesús «revolucionario», se trató de dar a su gesto motivaciones ideales. Alguien vio en su sobrenombre de «Iscariote» una deformación de «sicariote», es decir, perteneciente al grupo de los zelotas extremistas que actuaban como «sicarios» contra los romanos; otros pensaron que Judas estaba decepcionado por la manera en que Jesús llevaba adelante su idea de «reino de Dios» y que quería forzarle para que actuara también en el plano político contra los paganos. Es el Judas del célebre musical «Jesucristo Superstar» y de otros espectáculos y novelas recientes. Un Judas que se aproxima a otro célebre traidor del propio bienhechor: ¡Bruto que mató a Julio César para salvar la República!

Son todas construcciones que se deben respetar cuando revisten alguna dignidad literaria o artística, pero no tienen ningún fundamento histórico. Los evangelios —únicas fuentes fiables que tenemos sobre el personaje— hablan de un motivo mucho más a ras de tierra: el dinero. A Judas se le confió la bolsa común del grupo; con ocasión de la unción de Betania había protestado contra el despilfarro del perfume precioso derramado por María sobre los pies de Jesús, no porque le importaran los pobres —hace notar Juan—, sino porque «era un ladrón y, puesto que tenía la caja, cogía lo que echaban dentro» (Jn 12,6). Su propuesta a los jefes de los sacerdotes es explícita: «¿Cuanto estáis dispuestos a darme, si os lo entrego? Y ellos fijaron treinta siclos de plata» (Mt 26, 15).

* * *

Pero, ¿por qué extrañarse de esta explicación y encontrarla demasiado banal? ¿Acaso no ha sido casi siempre así en la historia y no es todavía hoy así? Mammona, el dinero, no es uno de tantos ídolos; es el ídolo por antonomasia; literalmente, «el ídolo de metal fundido» (cf. Éx 34,17). Y se entiende el porqué. ¿Quién es, objetivamente, si no subjetivamente (es decir, en los hechos, no en las intenciones), el verdadero enemigo, el competidor de Dios, en este mundo? ¿Satanás? Pero ningún hombre decide servir, sin motivo, a Satanás. Quien lo hace, lo hace porque cree obtener de él algún poder o algún beneficio temporal. Jesús nos dice claramente quién es, en los hechos, el otro amo, al anti-Dios: «Nadie puede servir a dos amos: no podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). El dinero es el «Dios visible» , a diferencia del Dios verdadero que es invisible.

EL dinero es el anti-dios porque crea un universo espiritual alternativo, cambia el objeto a las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad ya no se ponen en Dios, sino en el dinero. Se opera una siniestra inversión de todos los valores. «Todo es posible para el que cree», dice la Escritura (Mc 9,23); pero el mundo dice: «Todo es posible para quien tiene dinero». Y, en un cierto nivel, todos los hechos parecen darle la razón.

«El apego al dinero —dice la Escritura— es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Detrás de todo el mal de nuestra sociedad está el dinero o, al menos, está también el dinero. Es el Moloch de bíblica memoria, divinidad filistea a la que se le inmolaban jóvenes y niñas (cf. Jer 32,35), o el dios Azteca, al que había que ofrecer diariamente un cierto número de corazones humanos.

¿Qué hay detrás del comercio de la droga que destruye tantas vidas humanas jóvenes, la prostitución, detrás del fenómeno de la mafia y de la camorra, la corrupción política, la fabricación y el comercio de armas, e incluso —cosa que resulta horrible decirlo— a la venta de órganos humanos extirpados a niños? Y la crisis financiera que el mundo ha atravesado, y este país está aún atravesando, ¿no es debida en buena parte a la «detestable codicia de dinero», la auri sacra fames , por parte de algunos pocos? Judas empezó sustrayendo algún dinero de la caja común. ¿No dice esto nada a algunos administradores del dinero público?

Pero, sin pensar en estos modos criminales de acumular dinero, ¿no es ya escandaloso que algunos perciban sueldos y pensiones cien veces superiores a los de quienes trabajan en sus dependencias y que levanten la voz en cuanto se apunta la posibilidad de tener que renunciar a algo, de cara a una mayor justicia social?
En los años 70 y 80, para explicar, en Italia, los repentinos cambios políticos, los juegos ocultos de poder, el terrorismo y los misterios de todo tipo que afligían a la convivencia civil, se fue afirmando la idea, casi mítica, de la existencia de un «gran Anciano»: un personaje espabiladísmo y poderoso, que por detrás de los bastidores habría movido los hilos de todo, para fines que sólo él conocía. Este «gran Anciano» existe realmente, no es un mito; ¡se llama Dinero!

Como todos los ídolos, el dinero es «falso y mentiroso»: promete la seguridad y, sin embargo, la quita; promete libertad y, en cambio, la destruye. San Francisco de Asís describe, con una severidad inusual en él, el final de una persona que vivió sólo para aumentar su «capital». Se aproxima la muerte; se hace venir al sacerdote. Éste pide al moribundo: «¿Quieres el perdón de todos tus pecados?», y él responde que sí. Y el sacerdote: «¡Estás dispuesto a satisfacer los errores cometidos, devolviendo las cosas que has estafado a otros?» Y él: «No puedo». «¿Por qué no puedes?» «Porque ya he dejado todo en manos de mis parientes y amigos». Y así muere —concluye san Francisco—, impenitente y apenas muerto los parientes y amigos dicen entre sí: «¡Maldita alma la suya! Podía ganar más y dejárnoslo, y no lo ha hecho!»

Cuántas veces, en estos tiempos, hemos tenido que repensar ese grito dirigido por Jesús al rico de la parábola que había almacenado bienes sin fin y se sentía al seguro para el resto de la vida: «Insensato, esta misma noche se te pedirá el alma; y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20)! Hombres colocados en puestos de responsabilidad que ya no sabían en qué banco o paraíso fiscal almacenar los ingresos de su corrupción se han encontrado en el banquillo de los imputados, o en la celda de una prisión, precisamente cuando estaban para decirse a sí mismos: «Ahora gózate, alma mía». ¿Para quién lo han hecho? ¿Valía la pena? ¿Han hecho realmente el bien de los hijos y la familia, o del partido, si es eso lo que buscaban? ¿O más bien se han arruinado a sí mismos y a los demás?

* * *

La traición de Judas continua en la historia y el traicionado es siempre él, Jesús. Judas vendió a la cabeza, sus imitadores venden su cuerpo, porque los pobres son miembros de Cristo, lo sepan o no. «Todo lo que hagáis con uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Pero la traición de Judas no continúa sólo en los casos clamorosos que he mencionado. Pensarlo sería cómodo para nosotros, pero no es así. Sigue siendo famosa la homilía que tuvo en un Jueves Santo don Primo Mazzolari sobre «Nuestro hermano Judas». «Dejad —decía a los pocos feligreses que tenía delante—, que yo piense por un momento en el Judas que tengo dentro de mí, en el Judas que quizás también vosotros tenéis dentro».

Se puede traicionar a Jesús también por otros géneros de recompensa que no sean los treinta denarios de plata. Traiciona a Cristo quien traiciona a su esposa o a su marido. Traiciona a Jesús el ministro de Dios infiel a su estado, o quien, en lugar de apacentar el rebaño que se la confiado se apacienta a sí mismo. Traiciona a Jesús todo el que traiciona su conciencia. Puedo traicionarlo yo también, en este momento —y la cosa me hace temblar interiormente— si mientras predico sobre Judas me preocupo de la aprobación del auditorio más que de participar en la inmensa pena del Salvador. Judas tenía un atenuante que yo no tengo. Él no sabía quién era Jesús, lo consideraba sólo «un hombre justo»; no sabía que era el Hijo de Dios, como lo sabemos nosotros.

Como cada año, en la inminencia de la Pascua, he querido escuchar de nuevo la «Pasión según san Mateo», de Bach. Hay un detalle que cada vez me hace estremecerme. Allí, en el anuncio de la traición de Judas, todos los apóstoles preguntan a Jesús: «¿Acaso soy yo, Señor?» «Herr, bin ich’s?» Sin embargo, antes de escuchar la respuesta de Cristo, anulando toda distancia entre acontecimiento y su conmemoración, el compositor inserta una coral que comienza así: «¡Soy yo, soy yo el traidor! ¡Yo debo hacer penitencia!», «Ich bin´s, ich sollte büßen» . Como todas las corales de esa obra, expresa los sentimientos del pueblo que escucha; es una invitación para que también nosotros hagamos nuestra confesión del pecado.

* * *

El Evangelio describe el fin horrible de Judas: «Judas, que lo había traicionado, viendo que Jesús había sido condenado, se arrepintió, y devolvió los treinta siclos de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: He pecado, entregándoos sangre inocente. Pero ellos dijeron: ¿Qué nos importa? Allá tú. Y él, arrojados los siclos en el templo, se alejó y fue a ahorcarse» (Mt 27, 3-5). Pero no demos un juicio apresurado. Jesús nunca abandonó a Judas y nadie sabe dónde cayó en el momento en que se lanzó desde el árbol con la soga al cuello: si en las manos de Satanás o en las de Dios.
¿Quién puede decir lo que pasó en su alma en esos últimos instantes? «Amigo», fue la última palabra que le dirigió Jesús y él no podía haberla olvidado, como no podía haber olvidado su mirada.

Es cierto que, hablando de sus discípulos al Padre, Jesús había dicho de Judas: «Ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición» (Jn 17,12), pero aquí, como en muchos otros casos, él habla en la perspectiva del tiempo, no de la eternidad; la envergadura del hecho basta por sí sola, sin pensar en un fracaso eterno, para explicar la otra tremenda palabra dicha de Judas: «Mejor hubiera sido para ese hombre no haber nacido» (Mc 14,21). El destino eterno de la criatura es un secreto inviolable de Dios. La Iglesia nos asegura que un hombre o una mujer proclamados santos están en la bienaventuranza eterna; pero ella misma no sabe de nadie que esté en el infierno.

Dante Alighieri que, en la Divina Comedia, sitúa a Judas en lo profundo del infierno, narra la conversión en el último instante de Manfredi, hijo de Federico II y rey de Sicilia, al que todos en su tiempo consideraban condenado porque murió excomulgado Herido de muerte en batalla, él confía al poeta que, en el último instante de vida, se rindió llorando a quien «perdona con gusto» y desde el purgatorio envía a la tierra este mensaje que vale también para nosotros:

Horribles fueron los pecados míos;
pero la bondad infinita tiene tan grandes brazos,
que toma a quien se dirige a ella .

* * *

He aquí a lo que debe empujarnos la historia de nuestro hermano Judas: a rendirnos a aquel que perdona gustosamente, a arrojarnos, también nosotros, en los brazos abiertos del crucificado. Lo más grande en el asunto de Judas no es su traición, sino la respuesta que Jesús da. Él sabía bien lo que estaba madurando en el corazón de su discípulo; pero no lo expone, quiere darle la posibilidad hasta el final de dar marcha atrás, casi lo protege. Sabe a lo que ha venido, pero no rechaza, en el Huerto de los Olivos, su beso helado e incluso lo llama amigo (Mt 26,50). Igual que buscó el rostro de Pedro tras la negación para darle su perdón, ¡quién sabe como habrá buscado también el de Judas en algún momento de su vía crucis! Cuando en la cruz reza: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), no excluye ciertamente de ellos a Judas.

¿Qué haremos, pues, nosotros? ¿A quién seguiremos, a Judas o a Pedro? Pedro tuvo remordimiento de lo que había hecho, pero también Judas tuvo remordimiento, hasta el punto que gritó: «¡He traicionado sangre inocente!», y restituyó los treinta denarios. ¿Dónde está, entonces, la diferencia? En una sola cosa: Pedro tuvo confianza en la misericordia de Cristo, ¡Judas no! El mayor pecado de Judas no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia.

Si lo hemos imitado, quien más quien menos, en la traición, no lo imitemos en esta falta de confianza suya en el perdón. Existe un sacramento en el que es posible hacer una experiencia segura de la misericordia de Cristo: el sacramento de la reconciliación. ¡Qué bello es este sacramento! Es dulce experimentar a Jesús como maestro, como Señor, pero más dulce aún experimentarlo como Redentor: como aquel que te saca fuera del abismo, como a Pedro del mar, que te toca, como hizo con el leproso, y te dice: «¡Lo quiero, queda curado!» (Mt 8,3).
La confesión nos permite experimentar sobre nosotros lo que la Iglesia canta la noche de Pascua en el Exultet: «¡Oh, feliz culpa, que mereció tal Redentor!» Jesús sabe hacer, de todas las culpas humanas, una vez que nos hemos arrepentidos, «felices culpas», culpas que ya no se recuerdan si no por haber sido ocasión de experiencia de misericordia y de ternura divinas!

Tengo un deseo que hacerme y haceros a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas: que la mañana de Pascua podamos levantarnos y oír resonar en nuestro corazón las palabras de un gran converso de nuestro tiempo:

«Dios mío, he resucitado y estoy aún contigo!
Dormía y estaba tumbado como un muerto en la noche.
Dijiste: «¡Hágase la luz! ¡Y yo me desperté como se lanza un grito! [...]
Padre mío que me has generado antes de la aurora, estoy en tu presencia.
Mi corazón está libre y la boca pelada, cuerpo y espíritu estoy en ayunas.
Estoy absuelto de todos los pecados, que confesé uno a uno.
El anillo nupcial está en mi dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en la gracia que me has concedido» .

Es lo que la Pascua de Cristo puede hacer de nosotros.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
(Fuente: Religión en libertad)

lunes, 14 de abril de 2014

Los Santos Oleos

Los santos oleos, que se bendicen o consagran en la Misa crismal matutina del Jueves Santo por el obispo, son de tres clases: el crisma, el óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos. Esa misa crismal debe ser concelebrada. La sustancia de los óleos debe ser de aceite de oliva o de otros aceites vegetales si es difícil conseguir el de oliva. Al crisma se le añada algún bálsamo o aroma para obtener una fragancia simbólica y también por motivos prácticos: para distinguirlos de los otros óleos.
La preparación del crisma se puede hacer privadamen­te antes de su consagración, o bien hacerla el obispo en la misma acción litúrgica. La consagración del crisma es de competencia exclu­siva del obispo, sólo en caso de necesidad podría hacerlo un presbítero pero siempre dentro de la celebración del sacramento. Los párrocos tienen la obligación de recoger y custodiar dignamente los santos óleos para su uso en los sacramentos en los que se precisan.
La liturgia cristiana ha aceptado el uso del Antiguo Tes­tamento, cuando eran ungidos con el óleo de la consagra­ción los reyes, sacerdotes y profetas, ya que ellos prefigu­raban a Cristo, cuyo nombre significa «el Ungido del Se­ñor». Del mismo modo se significa con el santo crisma que los cristianos, injertados por el bautismo en el misterio pas­cual de Cristo, han muerto, han sido sepultados y resuci­tados con él, participando de su sacerdocio real y proféti­co, y recibiendo por la confirmación la unción espiritual del Espíritu Santo, que se les da.
El crisma se consagra, los otros óleos solamente se bendicen. Hay que aclarar antes de seguir que no es lo mismo bendecir (bene-dicere, o sea desear algo bueno) que consagrar (hacer sagrada una cosa).
La palabra “crisma” es griega y denomina un ungüento aromático mezcla de aceite y bálsamo oloroso. Su etimología proviene de “chrio”, ungir, que ha dado origen al término “Cristos” que significa ”El Ungido”. De ahí deriva la palabra Cristo, con la que designamos al Salvador.
El sacerdote encargado de su custodia debe velar para que se renueve cada año. Los óleos del año anterior deben quemarse o si sobran en gran cantidad pueden consumirse en alguna lámpara. No obstante, si no hubiese disponible el del año,
el sacramento impartido con él sería válido.¿Cuándo se usa el santo crisma? El crisma, que es bendecido y consagrado por el obispo se utiliza para el sacramento del bautismo. Con este crisma son ungidos los nuevos bautizados en la coronilla tras el baño del agua. También son signados en la frente los que reciben la confirmación para significar la donación del Espíritu. En la ordenación de presbíteros y obispos se ungen las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos. Por último con el crisma se ungen las paredes y los altares en el rito de la consagración de iglesias.
Con el óleo de los catecúmenos se preparan y disponen para el bautismo los mismos catecúmenos. Este óleo extiende el efecto de los exorcismos, para que los bautizandos reciban la fuerza pa­ra renunciar al diablo y al pecado, antes de que se acerquen y renazcan de la fuente de la vida.
Con el óleo de los enfermos, en el rito hoy llamado de Unción de enfermos y antes extremaunción, és­tos son aliviados en sus enfermedades.
El óleo de los enfermos re­media las dolencias de alma y cuerpo de los enfermos, pa­ra que puedan soportar y vencer con fortaleza el mal, y conseguir el perdón de los pecados. No sólo está indicado para los moribundos: también es aconsejable ungir a los enfermos graves o ancianos ya muy deteriorados en su salud. Lo anterior implica que puede recibirse más de un vez, si hay mejoría y posterior agravamiento.
Según la costumbre tradicional de la liturgia latina la bendición del óleo de los enfermos se hace antes de fi­nalizar la Plegaria eucarística; la bendición del óleo de los catecúmenos y la consagración del crisma tiene lugar después de la comunión. Por razones pastorales, se puede hacer todo el rito de la bendición después de la liturgia de la Palabra.


(Fuente: la liturgia.blogspot)

martes, 1 de abril de 2014

Intenciones del Santo Padre para el mes de abril

Intención Universal: Para que los gobernantes promuevan el cuidado de la creación y la justa distribución de los bienes y recursos naturales.
Intención para la Evangelización: Para que el Señor Resucitado llene de esperanza el corazón de quienes sufren el dolor y la enfermedad.