jueves, 30 de diciembre de 2010

Una aclaración obligada

Hola. Un saludo a todos los seguidores y a cuantos acceden a este blog. Un defecto en mi computadora me ha inmpedido estar con ustedes en los últimos diez días. Por consiguiente, y al no poder hacerlo antes, les envio un deseo de Feliz Navidad. En los próximos días iré actualizando la página con nuevo material. Ahora mi deseo es que tengan todos un FELIZ AÑO 2011, lleno de bendiciones.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Algo más sobre las manos en la liturgia.


Lo que celebramos en la liturgia -la gracia que nos concede Dios y nuestra respuesta de fe- no lo expresamos sólo con palabras, silencios o canto. También el cuerpo nos ayuda con su lenguaje. Y en concreto, las manos con el suyo. 
Como en la vida nos servimos de ellas para saludar o despedir o pedir o señalar, asi un sacerdote que impone las manos sobre el pan y el vino, o una persona que ora a Dios elevando los brazos, expresan de un modo muy plástico lo que sucede en lo interior.
"Alzaré las manos invocándote" 
Unas manos elevadas hacia el cielo son un gesto muy expresivo de súplica o de alabanza o de angustia, el símbolo de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote (Sal 62,5). 
¡Qué bien acompañan a las palabras del Padrenuestro unas manos dirigidas a Dios! Manos abiertas y vacías, con las palmas hacia arriba: que reconocen su pobreza y muestran su esperanza. No nos presentamos ante él cargados de dones. Humildemente, le estamos
diciendo con el lenguaje de las manos nuestra confianza de hijos. Por eso es tan expresivo recibir la comunión del Pan en la mano abierta, "haciendo de una mano como un trono para la otra, como si fuera esta a recibir a un rey", como explicaba hacia el año 380 san Cirilo de Jerusalén. Es un gesto que hacemos, no "tomando" por nuestra cuenta la comunión, sino "recibiéndola" por la mediación de la Iglesia, de manos del que distribuye el Cuerpo de Cristo, mientras contestamos al breve diálogo: "El Cuerpo de Cristo. Amén".


La señal de la cruz sobre nuestro cuerpo 
¡Cuántas veces trazamos sobre nosotros mismos la señal de la Cruz!
Cuando damos inicio a la misa o a la oración o el viaje, cuando vamos a escuchar el evangelio, cuando recibimos la bendición al final de la misa (el sacerdote la envía a todos en forma de cruz, y cada uno de nosotros nos la apropiamos), cuando el sacerdote nos da la absolución... 
Es un movimiento sencillo y expresivo. Por una parte, hacemos con nuestras manos un gesto que recuerda la cruz, el signo más característico de los cristianos. Y, por otra, la trazamos sobre nuestro cuerpo, deseando que la salvación de Cristo nos envuelva completamente.


Unas manos que golpean el pecho 
Uno de los gestos penitenciales más clásicos es el de golpearnos el pecho con nuestra mano, abierta o cerrada. Es lo que hacia el publicano humilde que, cuando oraba en el Templo, "se golpeaba el pecho diciendo: oh Dios, ten compasión de mi, que soy un pecador". Cuando rezamos el "Yo confieso", hacemos nosotros lo mismo mientras decimos "por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa". Golpearse el pecho es reconocerse débil y pecador, apuntando a nuestro mundo interior, que es donde sucede el mal.


La importancia de tocar 
Muchas veces, en nuestra celebración, se hace el gesto de tocar algo o a alguien con nuestras manos: 
* en el Bautismo se traza la señal de la cruz sobre la frente del niño, y se le unge con óleo en el pecho y en la cabeza; 
* en la Confirmación, el obispo impone las manos y unge la frente del confirmado: el que hace de padrino, coloca la mano sobre su hombro, y el obispo le da un abrazo o un beso; 
* el que proclama el evangelio, toca con su mano el libro y luego se santigua a si mismo, como deseando que haya un trasvase"; 
* para el momento de la absolución, se ha recuperado el gesto de la imposición de las manos sobre la cabeza del penitente; 
* los novios se dan el mutuo "si" mientras se toman de las manos, como signo de entrega y fidelidad..


La imposición de las manos 
Uno de los gestos más significativos en la liturgia es el de la imposición de manos. Es un gesto plurivalente. Depende de las palabras que le acompañan: 
* cuando se hace en el sacramento de la Reconciliación se oye "yo te absuelvo de tus pecados"; 
* cuando el sacerdote las extiende sobre el pan y el vino, dice: "envía, Señor, tu Espíritu sobre este pan y este vino"; 
* cuando el obispo ordena con este gesto a un diácono o a un presbítero o a otro obispo, dice: "envía, Señor, la fuerza de tu Espíritu, sobre estos siervos tuyos"; 
* los sacerdotes que concelebran la misa, extienden sus manos hacia el pan y el vino, invocando sobre ellos al Espíritu Santo; 
* también es el gesto que expresa mejor la bendición solemne, al final de la misa, como transmitiendo a todos la gracia de Dios.


Las manos expresan el gesto de paz 
Antes de comulgar, somos invitados a "darnos fraternalmente la paz". Es un gesto que indica una cosa sencilla y profunda a la vez: no podemos acudir a la mesa común a la que nos invita el Señor, si no estamos en
actitud de paz y fraternidad con los demás. El gesto con el que solemos expresar esta paz es el de estrechamos la mano con los más cercanos. 
Es un gesto de unidad, de fraternidad, incluso de perdón. Y nos recuerda que los cristianos estamos continuamente en estado de "paz en construcción". 

La liturgia pasa también por las manos. Manos que se juntan en actitud de recogimiento y oración, palma contra palma o entrelazando los dedos. 
Manos que se dejan lavar para simbolizar la pureza interior. El lenguaje de unas manos que tocan, que toman posesión, que transmiten, que saludan, que se lavan, que estrechan la mano del hermano, que reciben al Señor en la comunión... 
Claro que lo principal es lo interior, y debemos evitar la rutina y el hacer los gestos mecánicamente, sin expresividad. Pero, si hacemos bien esos gestos, las manos nos ayudan a expresar ese encuentro misterioso con Dios. 
No deberíamos sentir vergüenza de manifestar exteriormente nuestras actitudes de fe: por ejemplo, cuando nos invitan a decir el Padrenuestro con las manos elevadas. Todo será poco para que nuestra oración sea consciente y alimentadora de nuestra fe.
Fuente: mercabá.org

martes, 7 de diciembre de 2010

No dejar pasar el Adviento

Estamos ya casi promediando el Tiempo de Adviento. No está de más volver sobre su significado e importancia en la vida de la Iglesia y la de todos los bautizados. Por tal razón ofrecemos una traducción realizada por "La buhardilla de Jerónimo" a una entrevista hecha a Mons. Guido Marini, Maestro de Ceremonias de la Oficina de Ceremonias del Papa.

Monseñor Marini, ¿cuál es el significado del Adviento?
El Adviento es el tiempo de la espera. De la espera que hace referencia a una venida, la del Señor Jesús, el Hijo de Dios, el único Salvador del mundo. El pueblo cristiano, en este tiempo fuerte del año litúrgico, vive la propia fe renovando la conciencia gozosa de una triple venida del Señor, de la que hablan también los Padres de la Iglesia.
*¿Qué significa?
Una primera venida, de la cual hacer grata memoria, es la del Hijo de Dios en la historia de los hombres, al momento de la Encarnación. Una segunda venida es la que se realiza en el hoy de la vida, y que es incesante. Ésta toma forma en una multiplicidad de modos, comenzando por la Eucaristía, presencia real del Señor en medio de los suyos, para continuar con los sacramentos, la palabra de la divina Escritura, los hermanos, sobre todo los pequeños y necesitados. Una tercera venida, para esperar en la esperanza, es la que se realizará al final de los tiempos cuando el Señor volverá en la gloria y todo será recapitulado en Él. *El Adviento tiene también una dimensión mariana…
En el tiempo del Adviento el pueblo cristiano está llamado a renovar la conciencia de que su vida está toda contenida en el misterio de Cristo, Aquel que era, que es y que viene. También por esto el Adviento es un tiempo marcadamente “mariano”. La Santísima Virgen es aquella que, de modo único e irrepetible, ha vivido la espera del Hijo de Dios, es aquella que de modo singular está toda contenida en el misterio de Cristo. 
¿De qué modo los fieles y las comunidades cristianas pueden ayudarse a vivir mejor este momento fuerte del tiempo litúrgico de la Iglesia?
Entrando en este tiempo con la actitud interior de quien se prepara a vivir un período de conversión y de renovación, orientando con decisión la propia vida al Señor Jesús. La Iglesia, con el año litúrgico, nos ofrece periódicamente la gracia de vivir momentos espiritualmente fuertes, ocasiones propicias para reencontrar el impulso del camino hacia la santidad. En el Adviento, tal impulso tiene un tono singular, que es el de la alegría. La alegría por el pensamiento de que el Señor es nuestro contemporáneo y está cerca de nosotros hoy, en el presente de nuestra existencia, en la cotidianeidad sencilla de nuestras jornadas. La alegría ante el pensamiento de que el futuro no está envuelto en la oscuridad sino que brilla la luz del Cielo de Dios en Cristo. Todo esto se convierte en experiencia de vida también en virtud de un camino personal y comunitario de conversión, hecho de una más intensa y prolongada oración, de alguna forma penitencial y de separación de la mentalidad del siglo presente, de una caridad más generosa y auténticamente cristiana.
¿Cuáles son las características de las celebraciones en este período?
La Liturgia, a través de los ritos y de las oraciones, conduce a la participación activa del misterio celebrado. Por lo tanto, en la celebración del tiempo de Adviento, debe transmitir el sentido de la espera típico del Adviento. Lo debe hacer con sus oraciones, con su canto, con su silencio, con sus colores y con sus luces. En todo debe hacerse presente el misterio del Señor que viene, Él que es el Principio y el Fin de la historia; en todo debe mostrarse de qué modo es tangible la alegría verdadera y sobria de la fe; en todo debe transparentarse el compromiso por el cambio del corazón y de la mente para una pertenencia más radical a Dios.
¿Y cuáles son las particularidades de las liturgias pontificias?
Si bien en un contexto peculiar, como es el debido a la presencia del Santo Padre, las liturgias pontificias no pueden presentar sino las características típicas de este tiempo del año. Con una característica adicional: la ejemplaridad. Porque no hay que olvidar nunca que las celebraciones presididas por el Papa están llamadas a ser punto de referencia para toda la Iglesia. Es el Papa, el Sumo Pontífice, el gran licurgo de la Iglesia, aquel que, también a través de la celebración, ejerce un auténtico magisterio litúrgico al que todos deben mirar.
Este año en particular la liturgia de las primeras Vísperas de Adviento está insertada en una Vigilia por la vida naciente”. ¿Cuál es el significado de esta particular “combinación”?
Se trata de una combinación que se está revelando feliz. La iniciativa de una “Vigilia por la vida naciente”, promovida por el Pontificio Consejo para la Familia, se inserta de este modo en la celebración de inicio del Adviento, un tiempo muy indicado para llamar la atención sobre el tema de la vida. El Adviento es el tiempo de la espera de María, que llevaba en su seno al Verbo de Dios hecho carne. El Adviento es la espera de la Vida verdadera, que se ha manifestado en el Hijo de Dios hecho hombre, plenitud y cumplimiento del designio de Dios sobre la humanidad. En aquella Vida, aparecida en Belén, ha encontrado un significado nuevo y definitivo la dignidad de toda vida humana. De este modo, realmente, rezar por la vida naciente, en el contexto de la celebración de las primeras Vísperas para el comienzo del año litúrgico, resulta significativo y providencial.
Fuente: La buhardilla de Jerónimo.org

domingo, 5 de diciembre de 2010

Noble sencillez no es pobreza litúrgica

El blog La Buhardilla de Jerónimo da a conocer una traducción de un artículo publicado en la edición italiana de Zenit bajo el título de arriba del padre Uwe Michael Lang, oficial de la Congregación para el Culto Divino y consultor de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice. 

La tradición sapiencial bíblica aclama a Dios como “el mismo autor de la belleza” (Sab. 13,3), glorificándolo por la grandeza y la belleza de las obras de la creación. El pensamiento cristiano, inspirándose sobre todo en la Sagrada Escritura, pero también en la filosofía clásica como auxiliar, ha desarrollado la concepción de la belleza como categoría teológica.

Esta enseñanza resuena en la homilía del Santo Padre Benedicto XVI durante la Santa Misa con dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia en Barcelona (7 de noviembre de 2010): “La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo”. La belleza divina se manifiesta de modo totalmente particular en la sagrada liturgia, también a través de las cosas materiales de las que el hombre, hecho de alma y cuerpo, tiene necesidad para alcanzar las realidades espirituales: el edificio del culto, los utensilios, las vestiduras, las imágenes, la música, la dignidad de las ceremonias mismas.

Debe releerse al respecto el quinto capítulo sobre el “Decoro de la celebración litúrgica” en la última encíclica del Papa Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), donde él afirma que Cristo mismo ha querido un ambiente digno y decoroso para la última cena, pidiendo a los discípulos que la prepararan en la casa de un amigo que tenía una “sala grande y adornada” (Lc 22,12; cf. Mc 14,15). La encíclica recuerda también la unctio de Betania, un evento significativo que preludia la institución de la Eucaristía (cf. Mt 26; Mc 14; Jn 12). Frente a la protesta de Judas de que la unción con el perfume precioso constituye un “derroche” inaceptable, dadas las necesidades de los pobres, Jesús, sin disminuir la obligación de la caridad concreta hacia los necesitados, declara su gran aprecio por el acto de la mujer porque su unción anticipa “el honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona” (Ecclesia de Eucharistia, n. 47). Juan Pablo II concluye que la Iglesia, como la mujer de Betania, “no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía” (n. 48). La liturgia exige lo mejor de nuestras posibilidades para glorificar a Dios Creador y Redentor.

En el fondo, el cuidado atento de las iglesias y la liturgia debe ser una expresión del amor por el Señor. Incluso en un lugar donde la Iglesia no tiene grandes recursos materiales, no se puede descuidar esta tarea. Ya un Papa importante del siglo XVIII, Benedicto XIV (1740-1758), en su encíclica Annus qui (19 de febrero de 1749), dedicada sobre todo a la música sacra, ha exhortado a su clero para que las iglesias fueran bien mantenidas y dotadas de todos los objetos sagrados necesarios para la digna celebración de la liturgia: “Queremos hacer hincapié en que no hablamos de la suntuosidad y de la magnificencia de los sagrados Templos, ni de la preciosidad de los objetos sagrados, sabiendo también Nos que no se pueden tener en todas partes. Hemos hablado de la decencia y de la limpieza que a nadie es lícito descuidar, siendo la decencia y la limpieza compatibles con la pobreza”.

La Constitución sobre la sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II se ha pronunciado de modo similar: “Los ordinarios, al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada” (Sacrosanctum Concilium, n. 124). Este pasaje se refiere al concepto de la “noble sencillez”, introducido por la misma Constitución en el n. 34. Este concepto parece tener origen en el arqueólogo e historiador del arte alemán Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), según el cual la escultura clásica griega estaba caracterizada por la “noble sencillez y la silenciosa grandeza”. Al comienzo del siglo XX, el conocido liturgista Edmun Bishop (1846-1917) describía el “genio del Rito Romano” como marcado por la sencillez, sobriedad y dignidad (Cf. E. Bishop, Liturgica Historica, Clarendon Press, Oxford 1918, pp. 1-19). Esta descripción no deja de tener mérito pero hay que prestar atención a su interpretación: el Rito Romano es “sencillo” en comparación con otros ritos históricos, como los orientales, que se distinguen por la gran complejidad y suntuosidad. Sin embargo, la “noble sencillez” del Rito Romano no se debe confundir con una mal entendida “pobreza litúrgica” y un intelectualismo que pueden conducir a la ruina de la solemnidad, fundamento del Culto Divino (Cf. la contribución esencial de Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae III, q. 64, a. 2; q. 66, a 10; q. 83, a. 4).

De tales consideraciones resulta evidente que los ornamentos sagrados deben contribuir “al decoro de la acción sagrada” (Instrucción General del Misal Romano, n. 335), sobre todo “en la forma y en el material utilizado” pero también, aunque de forma medida, en los ornamentos (n. 344). El uso de las vestiduras litúrgicas expresa la hermenéutica de la continuidad, sin excluir un particular estilo histórico. Benedicto XVI ofrece un modelo en sus celebraciones, cuando usa tanto las casullas de estilo moderno como, en algunas ocasiones solemnes, las casullas romanas “clásicas”, utilizadas también por sus predecesores. Así se sigue el ejemplo del escriba, convertido en discípulo del Reino de los Cielos, al que Jesús compara con un dueño de casa que saca de su tesoro nova et vetera (Mt 13,52)
Fuente: La buhardilla de Jerónimo.org



sábado, 4 de diciembre de 2010

GESTOS Y SIMBOLOS DE LA LITURGIA - La importancia de tocar,


En la celebración utilizamos los cinco sentidos. Oímos la Palabra, vemos la acción, gustamos el pan y el vino,olemos el perfume del incienso: y también entra en funcionamiento—y muy abundantemente—nuestro tacto.
La corporeidad adquiere en la liturgia toda su importancia. El hombre no sólo es espíritu, sino también cuerpo. Y el cuerpo expresa, comunica, realiza sus sentimientos más humanos y profundos. Por el tacto, en concreto, experimentamos la realidad, nos acercamos a las personas y las cosas, nos relacionamos con ellas. La apertura a la vida, por parte de los niños pequeños—y luego volverá a serlo para los ancianos y los enfermos—es fundamentalmente a través del tacto.

"Tocar", lenguaje de los sacramentos
Es realmente sorprendente repasar bajo esta clave del tacto nuestras celebraciones: el lenguaje del "tocar" está presente en todas ellas.
En el Bautismo hacemos la signación sobre la frente de los niños, les ungimos en el pecho o les imponemos la mano sobre la cabeza, les sumergimos en agua o les bañamos con ella, volvemos a ungirlos sobre la cabeza, les tocamos con los dedos los oídos y la boca—si se hace el signo del "effeta"—; y en la oración de bendición del agua el sacerdote "toca el agua con la mano derecha"...
En la Confirmación, además de la imposición de manos, se les unge a los confirmandos sobre la frente con el crisma: el que les presenta al obispo "coloca su mano derecha sobre el hombro" de cada uno, y al final el obispo suele darles, como gesto de paz, no sólo un saludo de palabra, sino un abrazo o un beso.
En la Eucaristía el ministro besa el altar, toca con su mano y luego besa el libro del Evangelio; los fieles son invitados a comer y beber el Cuerpo y Sangre del Señor; el que quiere puede recibir el Pan muy dignamente en su mano; y antes de ir a comulgar nos damos la mano o el abrazo de paz...
En el sacramento de la Penitencia se ha restituido como gesto simbólico de reconciliación el que el ministro coloque sus manos (o al menos la derecha) sobre la cabeza del penitente.
En la Unción el sacerdote unge con los óleos la frente y las manos del enfermo.
En las Ordenaciones, además de la entrega de los signos propios (tocar el Leccionario, o la patena con el pan y el cáliz con el vino), y de la unción de manos, los candidatos sienten sobre su cabeza la mano del obispo en el momento de invocar sobre ellos la fuerza del Espíritu.
En el Matrimonio los nuevos esposos se dan el mutuo "sí" mientras se
toman de las manos, como signo de entrega y fidelidad, y se ponen mutuamente el anillo en el dedo, y asimismo se dan el abrazo o el beso de paz.
Son innumerables, pues, los momentos en que la celebración sacramental usa este lenguaje del contacto físico, para manifestar la comunicación de la gracia: imposición de manos, contacto con el agua, unciones, besos, abrazo de paz, imposición de la ceniza, el comer y el beber, los golpes de pecho, el lavatorio de los pies, la entrega de símbolos o insignias (por ejemplo, para los religiosos, el hábito, las reglas, el anillo)...

Los gestos de Jesús
La salvación que nos ofreció Jesús era la salvación espiritual, la reconciliación con Dios, la paz interior, el perdón de los pecados, la comunicación de su gracia y su vida.
Pero era también salvación total, humana, espiritual y corporal a la vez. Jesús manifestaba continuamente los bienes del Reino con gestos visibles, que afectaban también la corporeidad del hombre. No sólo nos dijo que Dios nos amaba, sino que curó a los enfermos. No sólo nos encargó que nos amáramos los unos a los otros, sino que nos enseñó a lavarnos los pies como gesto de esta fraternidad.
Es interesante ver cómo aparece en los evangelios que Jesús tocaba a los que quería comunicar su fuerza salvadora.
Se le acercó un leproso, y él, "extendiendo la mano, le tocó y le dijo: quiero, sé limpio" (Mt 8,3). Le seguían dos ciegos: "entonces tocó sus ojos, diciendo: hágase en vosotros según vuestra fe" (Mt 9,29). Y "le presentaban a los niños para que los tocase... y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos" (Mc 10,13). A la suegra de Pedro "le tocó la mano y la fiebre la dejó" (Mt 8,15). Al sordomudo "le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua, diciendo: effeta, ábrete" (Mc 7,33).
Al criado herido por Pedro, Jesús, "tocándole la oreja, le curó" (Lc 22,51).

A la niña del jefe de la sinagoga "le tomó de la mano y ésta se levantó" (Mt 9,25). Al ciego de nacimiento "hizo un poco de lodo y le untó sus ojos" (Jn 9,6)...
Tiene un significado profundo ese "tocar" de Jesús: es la mano de Dios, visibilizada en la de Cristo, que sana, bendice, protege, comunica vida, perdona, da seguridad...
Ahora la Iglesia, con sus sacramentos, continúa esa acción de Cristo con el mismo lenguaje de cercanía corporal.

¿Una liturgia incorpórea?
En nuestras celebraciones hemos cuidado mucho—sobre todo estos últimos años—la audición de la Palabra o de los textos de oración. Pero hemos descuidado un poco la importancia que tiene el lenguaje de otros signos: el movimiento, el simbolismo, la abundancia... En concreto damos poco relieve al contacto físico.
Las celebraciones pueden resultar así muy decorosas, muy racionales y ordenadas, pero faltas de expresividad.
Sería interesante reflexionar sobre los motivos que nos han llevado a descuidar esta abundancia "sensorial" de nuestra liturgia. ¿Por el escrúpulo del contacto físico?; ¿para evitar una excesiva materialización y concretización?; ¿por cierto tono de espiritualidad anti-corporal? Tal vez hemos espiritualizado demasiado el concepto de "salvación" (la clásica "salvación del alma", en vez de "la salvación de todo el hombre") y reducido nuestra celebración a uno o dossentidos: la audición, y en todo caso la visión, sin apenas movimiento y cercanía de contacto. A los fieles no se les permitía "tocar" con su mano el pan consagrado, o el cáliz, o acercarse al altar o al ambón... Se ha estilizado el pan eucarístico de tal modo que ya no parece pan. Se ha desfigurado el sentido de la unción de modo que ya no se toca apenas el cuerpo y no tiene ningún parentesco
con los diversos "masajes" que nos damos continuamente en la vida humana.
Los cristianos, tal vez por herencia de los judíos, hemos dado prioridad a la palabra "dicha y oída", y no tanto a la "acción" de la liturgia, más encarnada y concretizada en el lenguaje de los otros sentidos, que se ha venido a minimizar hasta los límites del "validismo".
Con respecto al "tocar" parece que hayamos desarrollado mucho más el precepto negativo: "no tocar". Hemos seguido más el "no te acerques" de la visión de Moisés (Ex 3,5) que el estilo de Jesús. Es mas bien el "tabú" (no tocar), con todo su sentido de lejanía o de miedo, que el "dejad que los niños vengan a mí" de Jesús.

La salvación de Dios nos alcanza y nos toca. Y sin embargo, el lenguaje del contacto es todo un símbolo de cercanía, de personalización, de toma de posesión, de eficacia.
Es el símbolo de que Dios nos alcanza con su gracia, en el espacio y en el tiempo, a cada uno de nosotros, y que nosotros acogemos su don con todo nuestro ser.
Al igual que el amor de Dios—inefable, invisible—se nos manifestó en la Humanidad concreta y corporal de Cristo Jesús, también en los sacramentos de la Iglesia se encarna su gracia—invisible, inefable—en el lenguaje de unos signos concretos que nos alcanzan también corporalmente: tocar, bañar, ungir, comer, beber...
Las palabras son un medio de comunicación estupendo y necesario.  Pero muchas veces un gesto o un contacto son el mejor discurso. El beso que el Viernes Santo damos a la Cruz no necesita muchos discursos para expresar su intención. Cuando el penitente o el confirmado o el ordenado sienten sobre su cabeza la mano del ministro, experimentan, aún sin demasiadas palabras, la transmisión del don de Dios.
El gesto de tocar sacramentalmente expresa muy bien la acción de un Dios que salva, la respuesta de nuestra fe, la relación con una persona. El tocar individualiza, acerca, comunica, estimula, manifiesta y "realiza" las ideas y los sentimientos. En el fondo el tocar es signo de amor, de solidaridad y cercanía. Y esto lo fue en el modo de actuar de Cristo, y lo es en la actividad sacramental de la Iglesia, y también en nuestra vida de relaciones humanas.
Está bien que nuestra liturgia sea una liturgia de palabras (la palabra es también, en cierto sentido, contacto a distancia). Pero debe ser más todavía liturgia de "presencia" y de actuación. Y para esto tienen que entrar en funcionamiento todos los sentidos. Es, precisamente, el lenguaje específico de la liturgia, que no quiere primordialmente transmitir doctrinas ni manejar ideas, sino celebrar la acción de Cristo y de la comunidad cristiana por medio de los signos sacramentales.
Ni absolutizar ni empobrecer
Es verdad que existe el peligro del exceso: se puede caer en la tentación de absolutizar el gesto del contacto, lo cual sería caer en la superstición. Uno de los motivos por los que la Iglesia progresivamente suprimió la comunión con el Vino en la Eucaristía fue tal vez lo que ya contaba Cirilo de Jerusalén a fines del siglo cuarto: algunos fieles se tocaban con la Sangre del Señor los ojos, la frente, las manos...
Es fácil observar a este respecto un doble movimiento en la historia. Por una parte la instintiva tendencia a "ritualizar" simbólicamente, con gestos corporales, todo lo relativo a lo Santo y a la fe. Pero por otra, precisamente por miedo a que esta concretización corporal se erija en algo absoluto y buscado por sí mismo, la consigna de relativizar y hasta de evitar esta ritualización.
Jesús nos enseñó la síntesis: nos enseñó y nos encomendó el lenguaje de los gestos y a la vez nos llamó la atención sobre la prioridad de lo interior y de las actitudes de fe.
No tenemos que caer en el extremo del ritualismo, como
supervaloración del gesto—en este caso, del contacto físico—, pero tampoco en el opuesto, la angelización y desencarnación de la fe.
La liturgia—como por otra parte la vida misma del hombre—habla con símbolos, elementos visibles, movimiento, abundancia de gestos, cercanía, imágenes, música. Y en concreto con el lenguaje del contacto físico en sus varias formas. Así manifiesta la actuación de Dios y la mediación de la Iglesia, así como la respuesta interior de fe, que afecta a la totalidad del ser humano. No es de extrañar que determinados grupos—en particular juveniles—tiendan hoy a dar mayor relieve a este elemento del contacto: para ellos el gesto de la paz debería ser mas expresivo, y el Padrenuestro no es raro que lo quieran recitar o cantar tomados unos y otros de la mano, para resaltar el compromiso de fraternidad que la oración del Señor supone.
Claro que el encuentro con Dios—y con las demás personas—debe suceder a un nivel interior y profundo. Pero los signos sacramentales están para eso: para expresar y facilitar ese encuentro siempre misterioso e inefable.
JOSÉ ALDAZABAL
Fuente: mercabá.org

viernes, 3 de diciembre de 2010

El Adviento: un tiempo de preparación


El siguiente texto es un aporte personal para una publicación que se entrega en mi parroquia "San Cayetano" de Ciudad Evita - Buenos Aires, a los peregrinos que se acercan todos los días 7 de cada mes. 
El título que figura arriba no tiene nada de novedad, sin embargo qué otra cosa podemos decir o hacer cuando se nos dice que “alguien” va a venir, sino prepararnos y esperar su venida. Sí, eso es el Adviento, es Alguien que viene. En el calendario de la liturgia de la Iglesia llamamos Adviento al tiempo de cuatro semanas que anteceden a la fiesta de Navidad y durante el cual preparamos nuestro corazón y nuestra alma a la “venida del Señor Jesús, nuestro Salvador”
Nos hacemos dos preguntas: ¿A qué “venida” nos referimos? y ¿Cómo nos preparamos?. En primer lugar a la recordación del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, nacido de María Virgen en Belén. Pero hay otras venidas. Jesús viene a nosotros cuando leemos la Sagrada Escritura; viene cuando lo recibimos en la Comunión y en los otros Sacramentos; viene cuando rezamos; viene cuando atendemos a alguien que necesita nuestra ayuda, etc. Y también vendrá cuando el mundo se acabe, como o decimos en el Credo: “Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos”
En segundo lugar nos preparamos, no pensando en que vamos a comer en la Nochebuena o a quienes vamos a invitar, nuestra preparación es personal y pasa por nuestro interior. ¿Cómo quiero que sea mi encuentro con Jesús? ¿Qué hay de bueno en mí para ofrecerle? ¿Qué hay de malo en mí que tengo que cambiar? ¿Estoy dispuesto a vivir una Navidad en paz, perdonando alguna ofensa recibida y pidiendo perdón por algo malo hecho?
Una mirada hacia nuestro interior será la mejor manera de vivir este Adviento y la celebración Navideña será gozosa y quizás sea la mejor Navidad que hayamos vivido.
¡FELIZ NAVIDAD PARA TODOS!
Diácono Jorge.