El blog "La buhardilla de Jerónimo" ha publicado el texto que sigue. Creo que es un tema conveniente que sea leído por quienes tienen responsabilidades en los grupos de música y canto en las parroquias.
Presentamos un artículo del
profesor Aurelio Porfiri, director de coro y experto en música litúrgica, en el
cual analiza con gran lucidez las causas profundas de algunas actitudes frente
a la música litúrgica en la
Iglesia católica.
Desde hace mucho tiempo vengo
reflexionando sobre algunas tendencias que se han verificado en las últimas
décadas en el ámbito de la
Iglesia católica, con atención del todo particular a la
música litúrgica. He leído mucho sobre este tema y también he escrito mucho.
Ahora me doy cuenta de haber sido víctima de una suerte de impaciencia, una
sensación que crece cada vez más en mí y provoca a veces que leer y escribir me
resulte más difícil. ¿Por qué ocurre esto? Quiero dar un ejemplo que, espero,
ayudará a aclarar mi punto de vista. Hay muchas personas que sufren de
depresión; algunas de estas, en consecuencia, no comen o comen poco. A veces
quienes están cerca de estas personas dicen cosas de este estilo: debes comer
más… o cosas similares. Ahora bien, es cierto que no comer es un problema pero
es todavía más cierto que la raíz del problema de aquellas personas no está en
el comer sino en otro lado: el no comer es una consecuencia.
A veces me parece que ocurre lo
mismo con la música litúrgica: se combate a golpes de artículos de la Sacrosanctum Concilium, pero yo
creo que estos artículos son bien conocidos por las diversas facciones; el
problema está en otra parte. Ciertamente es necesario conocer estos artículos y
estar bien informados sobre ellos, son una ley que informa la acción litúrgica;
pero ¿vosotros diríais que los muchachos que salen a robar lo hacen porque no
conocen la ley? Ciertamente saben que robar es delito, pero hay todo un
conjunto de influencias que provocan que se comporten de ese modo.
Tomemos el discurso de la forma.
Ciertamente ésta es una cuestión muy candente: en la tradición de la música
litúrgica se privilegian composiciones con una coherencia formal extremadamente
cuidada, con cánones bien precisos y verificables. A menudo en el bullicio de
la música litúrgica de las últimas décadas tenemos, en cambio, composiciones
con una forma frecuentemente aproximativa y simplificada, como si ésta no
jugase un rol en la eficacia de las mismas composiciones. Se opone forma y
contenido: aún si la forma es aproximativa, lo que importa es el contenido.
Estoy leyendo con interés un libro que ha hecho discutir mucho, “La herejía de lo informe” del
escritor alemán Martin Mosebach. Ahora no quiero entrar en el mérito del libro,
lo que me gusta y lo que no me gusta. Pero hay un pasaje que es interesante
citar:
“La filosofía, un vicio alemán,
introdujo en los cerebros, incluso los más modestos, la idea de una diferencia
entre forma y contenido. Según esta doctrina, los contenidos y las formas
pueden ser separados los unos de los otros: lo que define como contenido, la
abstracción, el núcleo teórico, constituye para ella la realidad verdadera; los
cuerpos, en los cuales corre la sangre, las estructuras accesibles a los
sentidos, son por el contrario pura forma, estructuras indistintas
intercambiables; quien se interesa por esta forma, queda en lo periférico, en
lo accidental – quien, en cambio, a través de la forma, llega hasta las
abstracciones eternas alcanza la luz de la verdad. Las formas se han convertido
aquí casi en algo indeterminado y, a veces, incluso algo peor; algo no verdadero,
ellas son algo falso. Quien toma en serio la forma, se expone al peligro de
perderse igualmente en la mentira. Él es el esteta. Él busca la verdad en los
lugares equivocados, es decir, en la esfera de la evidencia sensible, y la
busca con instrumentos prohibidos, es decir, con sus sentidos, con su gusto, su
experiencia y su razón. De esta revuelta intelectual contra la evidencia de las
cosas, ha nacido la disposición fundamental de nuestro tiempo: una
desconfianza, de la que está llena toda la opinión pública, contra todo tipo de
belleza y de perfección” (pp. 113-114).
Y luego el autor continúa
explicando cómo esta tendencia se ha impuesto en el arte, influenciando también
a la Iglesia
católica en el ámbito de la liturgia. He reflexionado mucho sobre esta
interesante observación del escritor alemán: no hay duda de que él retrata una
situación que se verifica en el tiempo. Pero luego comencé a reflexionar
también acerca de si esta tendencia en nuestra sociedad, así como es hoy, puede
ser definida sólo de este modo. En este punto comencé a tener algunas dudas. En
efecto, me puse a reflexionar sobre algunos ámbitos de la sociedad que son
extremadamente populares, como moda, informática y deporte, por ejemplo. ¿Es
precisamente cierto que aquí la forma no es considerada como importante? En la
moda se mira a la perfección estética a veces en detrimento de la practicidad
del vestido. ¿Y en la informática? La
Apple ha hecho su fortuna precisamente por la elegancia del
diseño y ha impuesto un estilo que tiene relevancia mundial. ¿En el deporte? Si
se mira cómo los campeones son de inmediato empleados como símbolo de elegancia
y usados para promover productos de todo tipo, especialmente si ellos son
físicamente atrayentes. En resumen, ¿es cierto que hay un eclipse de la forma?
A veces hay más un eclipse del contenido.
Por lo tanto, esta tendencia
denunciada por el escritor alemán debería tal vez ser mejor especificada o
inscrita más en un cierto comportamiento profundamente arraigado en la Iglesia católica. Creo que
el problema es que a veces la
Iglesia católica recurre a modas ya pasadas, como ya fue
descrito por importantes intelectuales católicos. La idea de que la
espontaneidad es más eficaz que la profesionalidad podía tener un atractivo en
un período en que se exaltaba la liberación de los vínculos con la autoridad.
¿Pero hoy? En efecto, éste es el problema. Todavía hoy este viento proveniente
de los años sesenta continúa soplando porque alguna ventana ha sido dejada
abierta, como sucede en algunas casas abandonadas.
¿Pero por qué ha podido suceder
algo así en la Iglesia
católica? Yo pienso que hay varias razones. Una es que, en el fondo, a gran
parte del clero no le importa la calidad de la música litúrgica en las
celebraciones. Esto no porque sean malos, sino porque no son ya formados en
apreciar la calidad. En el pasado había una intensa vida también musical en los
seminarios, hoy es casi el desierto. Mi impresión, confirmada por más de veinte
años de vida musical litúrgica, es que en el fondo no hay interés real en el
clero por la música litúrgica, salvo pocas excepciones. Todo está bien, porque
no se percibe la diferencia. Y a veces hay oposición a la música hecha de
cierto modo no porque estén en contra sino porque no tienen instrumentos para
valorarla.
Por lo tanto, se sigue
paralizados en esta suerte de mentalidad de los años sesenta, mientras el mundo
sigue hacia delante: espontaneidad, espíritu juvenil, antiautoritarismo… ¿por
qué la Iglesia
sigue aún aferrada a esto? Una razón la he dado anteriormente. Luego, creo que
el concilio Vaticano II ha sido, para bien o para mal, una suerte de evento
dirimente (y como nos es enseñado por el Papa Benedicto XVI con la hermenéutica
de la continuidad, tal vez no debía ser precisamente así). Ciertos escollos,
también culturales e históricos, como las revueltas de los años sesenta que
entraron también en el ámbito católico, no han sido superadas con todo su
bagaje. Luego hay un fenómeno aparentemente contrario: el del clericalismo que
también bloquea un efectivo cambio. Si todo es gestionado siempre por el clero
y el clero en general no tiene ya formación musical… las consecuencias son
fáciles de entender. He aquí el problema con la forma, que no deriva (como
espero haber demostrado) de una tendencia social sino de un retraso cultural
que está precisamente en el desarrollo reciente de la Iglesia católica y del que
todos nos esperamos vernos pronto liberados.
Fuente: “La Bohardilla de Jerónimo”