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domingo, 5 de junio de 2011

Solemnidad de la Ascensión del Señor


La iconografía religiosa nos muestra cómo se fueron comprendiendo, en distintas etapas, los misterios de la fe y fueron siempre ayudas de gran valor catequético. Su finalidad no  se extiende solamente a una simple valoración puramente artística, sino que son medios a través de los cuales el cristiano puede elevar su pensamiento a Dios

En el díptico de Munich, siglo IV, un precioso relieve sobre marfil, la Ascensión es representada en dos escenas complementarias. Abajo está la visita de las mujeres junto al sepulcro vacío. Arriba la subida de Jesús al cielo. La ejecución es de una gran calidad artística. Aunque puede parecer una representación de la resurrección, es interpretada como la escena de la Ascensión. En esta época se nota la influencia de los escritos apócrifos sobre el arte cristiano.


Otra representación, esta vez en un manuscrito, nos sitúa en el año 586. Es obra del monje Rabula, que la realizó en el monasterio de san Juan de Sagba, en Mesopotamia. Se conserva en la biblioteca de Florencia. Es una espléndida manifestación del arte en Siria, en tiempo de Justiniano en Constantinopla, muy próximo al estilo de la capital del imperio bizantino. Estamos lejos de la escena de Jesús arrastrado por los ángeles. Aquí aparece rodeado de cuatro ángeles, dos de los cuales están en actitud de adoración. Cristo, en el aire, está sostenido por las alas de serafines, entre los que se combinan los símbolos de los cuatro evangelistas. La diferencia mayor entre ésta y la representación de santa Sabina, sería la animación que aquí ofrece la escena, mientras que en el primer caso parece inerte.

Por último, una representacón pictórica de las catacumbas de san Javier, en Nápoles, nos presenta una imagen de gran fuerza juvenil. El fresco del interior del arcosolio, representa a Cristo imberbe, vestido con una túnica, y entre los pliegues se dejan ver las piernas del Señor. Toda la escena aparece como flotando. La cabeza esta rodeada por un nimbo cruciforme. La figura manifiesta una fuerza y novedad sorprendentes. Ha surgido el tipo que va a prevalecer en el futuro. Los ángeles han desaparecido. Cristo ya no es arrastrado, ni siquiera de la mano que sale de la nube. Se trata ya de una verdadera Ascensión. Cristo sube al cielo sin necesidad de ninguna ayuda.

Hemos podido ver una evolución en tres fases. En el primer caso Cristo arrastrado por ángeles, a la mitad del monte. Después es llevado triunfalmente por manos de ángeles. Ahora sube al cielo por su propia virtud.

Una visión global de los orígenes y evolución de la fiesta de la Ascensión, lleva implícitos unos conceptos muy útiles para la comprensión del año litúrgico. En primer lugar es de sumo interés darse cuenta del significado profundo de la primitiva tradición, unificada por el núcleo central del año litúrgico, el misterio pascual. La unidad indisoluble del «sagrado espacio de los cincuenta días» pone de relieve una concepción sacramental, por encima de la histórica de conmemoración, desconocida de las comunidades cristianas de los cuatro primeros siglos.

No carece de interés notar como el cambio profundo operado, hacia una visión más historicista del año litúrgico, matiza de otra manera la sacramentalidad del año litúrgico para el futuro. La acentuación progresiva hacia la historización de la fiesta, podría conducir a celebrar meros aniversarios, de una manera no demasiado distinta de cómo podría ocurrir aun prescindiendo de la fe.

Las representaciones artísticas del misterio celebrado, son imágenes de la fe que van más allá de puras ayudas catequéticas. Son una evocación del misterio más en conexión con la celebración. De este tronco común de las representaciones de los primeros siglos, derivarán después dos líneas que marcarán dos concepciones distintas, la oriental, más sacramental y la occidental más nocional.

Pueden observarse unos elementos populares concomitantes que son capaces de generar la fiesta litúrgica. Merecen especial atención la manera cómo la celebraba la comunidad de Jerusalén, en razón del privilegio único de su ubicación en los sagrados lugares. No son ajenas a esta creatividad, otras costumbres populares nacidas a raíz de la fiesta, como la antigua bendición de las habas, de la que aún quedan restos en el sacramentario gelasiano.
(Fuente: Conoceréis de verdad.org)


jueves, 6 de mayo de 2010

La Liturgia y la belleza

Como en otras oportunidades recurrimos a "La buhardilla de Jerónimo" para publicar una entrada de ese excelente blog, dada importancia del tema y su afinidad con las características de los temas de Rorate Coeli.

Ofrecemos la primera de una serie de interesantes profundizaciones que la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, presidida por Mons. Guido Marini, ha publicado en lengua italiana en el sitio web de la Santa Sede. Por su gran interés y por su valor formativo, esperamos publicar próximamente nuestra traducción de los otros artículos.
Escribe el Santo Padre Benedicto XVI, en el n. 35 de la Exhortación Sacramentum Caritatis:
“La relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión [...] La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. [...]La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza”.
La belleza de Cristo se refleja sobre todo en los santos y en los cristianos fieles de cada época pero no hay que olvidar o subestimar, por esto, el valor espiritual de las obras de arte que la fe cristiana ha sabido producir para ponerlas al servicio del culto divino. La belleza de la liturgia se manifiesta concretamente a través de objetos materiales y gestos corporales, de los que el hombre – unidad de alma y de cuerpo – tiene necesidad para elevarse a las realidades invisibles y reforzarse en la fe. El Concilio de Trento ha enseñado:
“Como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos [...] con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio [la Eucaristía] e introducir las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas” (DS 1746).
El arte sagrado, las vestiduras sagradas y los utensilios, la arquitectura sagrada: todo debe concurrir a hacer consolidar el sentido de majestad y de belleza, hacer transparentar la “noble sencillez” (cf. Sacrosanctum Concilium, n. 34) de la liturgia cristiana, que es liturgia de la verdadera Belleza.
El siervo de Dios Juan Pablo II recordó el episodio evangélico de la unción de Betania para responder a las posibles objeciones sobre la belleza de las iglesias y de los objetos destinados al culto, que podrían resultar inapropiadas si se pusieran frente a la gran masa de los pobres de la tierra. Él escribió:
“Una mujer [...] derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un «derroche» intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos [...], se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona” (Ecclesia de Eucharistia, n. 47).
Y concluyó:
“Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. [...] En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. [...] También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración” (ibid., nn. 48-49).
Por eso, es necesario tener todas las atenciones y los cuidados posibles para que la dignidad de la liturgia resplandezca incluso en los mínimos detalles en la forma de la verdadera belleza. Hay que recordar que también aquellos santos que han vivido la pobreza con particular empeño ascético, siempre han deseado que los objetos más bellos y preciosos fuesen destinados al culto divino. Mencionamos aquí un solo ejemplo, el del Santo Cura de Ars:
“Don Vianney había amado de inmediato aquella vieja iglesia [de Ars] como la casa paterna. Para embellecerla, comenzó por lo principal, es decir, por el altar, centro y razón de ser de todo el santuario. Por respeto a la Eucaristía, quiso lo más bello que fuera posible tener [...] Por lo tanto, aumentó el guardarropa del buen Dios, como decía él, en su lenguaje colorido e imaginativo. Visitó en Lyon los negocios de bordado, de orfebrería, y adquirió lo más precioso que encontró. «En los alrededores – confiaban, asombrados, sus proveedores -, hay un pequeño Cura, delgado, desaliñado, que parece no tener nunca nada en el bolsillo y que, para su iglesia, ¡quiere siempre lo mejor que hay!»” (“Il Curato d’Ars”; F. Trochu).

Fuente: Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice



domingo, 25 de abril de 2010

¿ALTAR CON FLORES O SIN FLORES?

Este tema puede ser de mucho interés para grupos de liturgia, sacristanes, y también, por qué no, para algunos párrocos.  Es que la ornamentación del altar tiene una gran significación expresiva, en especial cuando es realizada en concordancia con las normas establecidas. En consecuencia sugiero la lectura completa del texto que sigue.
Lo primero que hay que decir es que las flores en el altar tienen una función de ornamentación (así como los cirios, el mantel, el incienso, etc.), es un modo de honrar a Cristo, pues, el altar es Cristo. Secundariamente, también honrar a sus miembros más gloriosos, que son los mártires, cuyas reliquias están depositadas en el altar, es decir, la Iglesia triunfante, Esposa de Cristo. Relaciónese esto con la corona de flores de naranjo que llevaba la novia en el matrimonio, y por qué no, con el mismo Cristo, ya que, por ejemplo, en el rito bizantino, también el esposo es coronado.
Según una antiquísima tradición, atestiguada ya en la Traditio Apostolica (año 215), atribuida a San Hipólito de Roma, los cristianos llevaban rosas y lirios como ofrenda al altar: “algunas veces ofrecían flores; se ofrecía, pues, la rosa y el lirio, y no otras” (Traducimos el texto de la edición de BOTTE, 1963, 78). Como nota el famoso liturgista italiano, Mons. Mario Righetti, “el pavimento a mosaico de la basílica de Aquilea, construido en los primeros años del s. IV, lleva también un panel que representa las mujeres que ofrecen a la Iglesia flores sueltas y a festones”. (M. RIGHETTI, Storia Liturgica, I, 544). Desde el s. IV, y probablemente antes, los sepulcros de los mártires, conforme al uso universal, que de este modo honraba todas las tumbas, eran adornados con perfume de flores, que llegaba también a la mesa del altar que custodiaba las reliquias.  De aquí que cantara Prudencio († 410 ca.): “Violis et fronde frequenti/Nos tecta fovebimus ossa” (Cathemerinon, X, v. 169). Que podríamos traducir: “Con asiduas violetas y frondas/honraremos los huesos cubiertos”. San Jerónimo elogiaba a Nepociano que cuidaba diligentemente la decoración floral de las basílicas y lugares de los mártires, con diversas flores, ramas de árboles y sarmientos (Cf. Epist. LX ad Heliodorum).
A falta de ramos de olivo y de palmeras, se bendijeron flores (y aún se bendicen) en los países septentrionales el Domingo de Ramos (de aquí, “Pascua Florida”). Esta circunstancia dio nombre a la península de “Florida” en los Estados Unidos, precisamente por este uso litúrgico, ya que los españoles llegaron allí para esa fecha en el año 1513 (Cf. M. RIGHETTI, Idem, II, 184). Una costumbre característica de la época medieval el día de Pentecostés, era la de hacer llover rosas, durante el canto de Tertia o de la Sequentia de la Misa, que recreaban simbólicamente las lenguas de fuego y los dones del Espíritu Santo, por eso se conoce esta solemnidad también con el nombre de “Pascua rosada” (Cf. Ibidem, II, 316).
En fin, sirvan estos datos históricos para atestiguar el uso litúrgico de las flores.

Vayamos ahora a las normas de la Ordenación General del Misal Romano: el principio es que “en la ornamentación del altar se guardará moderación” (
OGMR, 305). Hay templos en los que uno no sabe si se encuentra en una florería, un vivero, o una selva. En el afán de adornar, se convierte en principal aquello que es accesorio, y pierde visibilidad lo más importante, que es el altar, o incluso, se dificulta la movilidad del sacerdote en el desenvolvimiento del rito. Ahora bien, hay tiempos litúrgicos en los que la moderación debe ser aún mayor, como en el Adviento, o incluso no deben ponerse flores, como durante la Cuaresma (excepto el IV domingo, conocido como domingo de “Laetare” – “Alégrate”, como un anticipo de la alegría pascual, que ya está próxima). Las solemnidades y fiestas, por supuesto, requieren de mayor abundancia floral (Cf. OGMR, 305). Entre paréntesis, a veces se ve un lunes cualquiera del año la iglesia llena de flores que quedaron del matrimonio celebrado el día anterior, esto no se condice con la función de manifestar la alegría festiva que reservamos para las ceremonias más solemnes, porque no puede ser fiesta todos los días, con lo cual se perdería el verdadero sentido de la fiesta, que exige que haya algún exceso significativo.
Sin embargo, la Ordenación vuelve a insistir: “el empleo de las flores como adorno del altar ha de ser siempre moderado, y se colocarán, más que sobre la mesa del altar, en torno a él” ( OGMR, 305). Esto último tiene un motivo práctico o funcional, que es, precisamente, para que no se entorpezca la visibilidad de los fieles sobre los diferentes ritos que realiza el sacerdote, pero, hay un motivo más de fondo, y es que el altar no es solamente la mesa de un banquete, sino sobre todo, el ara del sacrificio, como se deduce de lo que dice la misma OGMR: “El altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los signos sacramentales, es, además, la mesa del Señor, para cuya participación es convocado en la Misa el pueblo de Dios…” (OGMR, 296). 
(Fuente: El teólogo responde)

domingo, 3 de enero de 2010

Sobre el uso de las guitarras en la liturgia y los aplausos.





¿Qué tema, verdad? ¿Y dónde lo se lo va a tratar, si no lo hacemos aquí?.¡Bueno, bueno, que nadie se enoje! Léalo, pues puede ser  que en su parroquia no se lo hayan comentado. Pero... una advertencia, no opine hasta no haber leído todo.

Para entrar en el tema del uso de los instrumentos en la liturgia, y en particular de la guitarra, no estaría de más recordar, como enseña el Card. Ratzinger, que «la liturgia cristiana se define por su relación con el Logos» (seguimos libremente, J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, ed. Cristiandad, Madrid 2001, 171-179). Esto, en un triple sentido:
  1. En la música litúrgica, basada en la fe bíblica, hay una «clara primacía de la palabra». De aquí se sigue «el predominio del canto sobre la música instrumental (que de ningún modo ha de ser excluida)».
  2. El canto logra superar las palabras, que muchas veces no alcanzan para expresar la inefabilidad del misterio, pero no supera la Palabra (el Logos), por lo que se hace necesaria la música. Ahora bien, «la liturgia cristiana no está abierta a cualquier tipo de música». Una música que «arrastra al hombre a la ebriedad de los sentidos, pisotea la racionalidad y somete el espíritu a los sentidos», no eleva al hombre. Por eso la música litúrgica debe ser tal que, superando la sensualidad, eleve el corazón (sursum corda, “levantemos el corazón”).
  3. «La música humana es tanto más bella cuanto más se adapte a las leyes musicales del universo». La liturgia debe ser cósmica, es decir, abierta al canto de los ángeles «que rodean a Dios e iluminan el universo». «Nosotros, al celebrar la Santa Misa, nos incorporamos a esta liturgia que siempre nos precede. Nuestro canto es participación del canto y la oración de la gran liturgia que abarca toda la creación». Por tanto, en la liturgia, los cantos deberían ser tales que se puedan cantar en presencia de los ángeles. Los instrumentos son el coro de las criaturas que acompañan la voz del hombre en la alabanza divina.
Pues bien, sobre estos principios, reformulamos la pregunta: ¿puede utilizarse la guitarra en la liturgia? Creemos que no puede excluirse de plano, sino que su aceptación dependerá del tipo de música que se sirva de ella, y de su modo de ejecución.

En la música litúrgica judía, se utilizaban instrumentos de cuerda para «acompañar» (y subrayamos este verbo, «acompañar») el canto de los salmos. De hecho, «psalterio», viene del griego, «psallein» (traducción del hebreo «zamir», que significa «pulsar» (una cuerda) o «puntear», y salmodiar es cantar con acompañamiento de una cítara o un arpa, o un instrumento afín. De aquí se puede colegir la exclusión de la guitarra «rasgueada», que privilegia el ritmo, y se pone sobre la palabra y al nivel de los sentidos. En efecto, la guitarra así tocada, resuena en el corazón, pero no lo eleva.

Los Papas siempre se han preocupado de corregir los abusos en materia de música litúrgica, sobre todo para que la liturgia no se confunda con una teatralización de tipo operístico. Así, por ejemplo, Benedicto XIV, en la Encíclica Annus Qui, de 1749, delimitó el uso de los instrumentos musicales, admitiendo: «...el órgano, también violones, violoncelos, fagotes, violas y violines» y excluyendo «los timbales, los coros de caza, las trompetas, los oboes, las flautas, los flautines, los salterios modernos, las mandolinas e instrumentos similares, que sólo sirven para hacer la música más teatral». Aquí se circunscriben las guitarras. Sin embargo, la preocupación estaba dirigida no tanto a ciertos instrumentos sino a aquellos que representaban este tipo de música. «De forma semejante, Pío X intentó, entonces, alejar la música operística de la liturgia, declarando el canto gregoriano y la gran polifonía de la época de la renovación católica (con Palestrina como figura simbólica destacada) como criterio de la música litúrgica. Así, la música litúrgica se ha de distinguir claramente de la música religiosa en general...» (J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia..., 169).

Si tenemos en cuenta el uso actual de la guitarra, esto es, para el folclore o canto popular, el canto melódico, incluso, el rock (con la guitarra eléctrica), no parece que sea un instrumento adecuado para la liturgia, pero si se toca con arte y punteando, de manera que sirva de acompañamiento, creemos que podría usarse, como pueden usarse la cítara y el arpa. El problema, de todos modos, estaría en ¿para qué tipo de música que sea apta para la liturgia, puede ser utilizada la guitarra como instrumento de acompañamiento? ¿Y a qué textos velará con su sonido?

Tal vez su uso litúrgico, pues, se vea reducido al acompañamiento de los salmos en la liturgia de las horas, a modo de cítara o arpa. Esto no obsta a que se use este hermoso instrumento para otro tipo de cantos religiosos, pero extra-litúrgicos, así como por ejemplo, en algún tipo de reuniones y jornadas.

La Constitución sobre la Liturgia, Sacrosanctum Concilium, del Concilio Vaticano II, establece: «Téngase en gran estima en la Iglesia latina el órgano de tubos, como instrumento musical tradicional, cuyo sonido puede aportar un esplendor notable a las ceremonias eclesiásticas y levantar poderosamente las almas hacia Dios y hacia las realidades celestiales.

En el culto divino se pueden admitir otros instrumentos, a juicio y con el consentimiento de la autoridad eclesiástica territorial competente, a tenor del artículo 22, Par. 2, 37 y 40, siempre que sean aptos o puedan adaptarse al uso sagrado, convengan a la dignidad del templo y contribuyan realmente a la edificación de los fieles» (n. 120).

En cuanto a los aplausos en la liturgia, digamos, ante todo, que se oponen al decoro y la belleza propios de la liturgia. Se trata del culto de la Esposa de Cristo, en el que deben resplandecer el orden, la mesura, y las manifestaciones contenidas.

Hay manifestaciones artísticas que se introducen en la liturgia para hacerla más atractiva, como por ejemplo la inclusión de una danza antes del Evangelio, que generalmente terminan en aplausos espontáneos por parte de los fieles, «lo cual está justificado, -dice el Card. Ratzinger, si se tiene en cuenta, propiamente hablando, su talento artístico». Pero, -concluye el actual Pontífice-, «cuando se aplaude por la obra humana dentro de la liturgia, nos encontramos ante un signo claro de que se ha perdido totalmente la esencia de la liturgia...» (El espíritu de la liturgia. Una introducción, ed. Cristiandad, Madrid 2001, 223).

Cuando se aplaude, ¿a quién se aplaude? Si se aplaude a una persona por un discurso, o porque ha hecho sus votos religiosos, o se ha casado, o porque ha cantado muy bien, etc, estamos ante una desnaturalización de la liturgia, que es el culto que se tributa a Dios y no al hombre, aunque sea porque se quiera alabar en el hombre, las “maravillas” de Dios.
Por el contrario, si es a Dios a quien se aplaude, entonces hay que decir que la liturgia tiene sus modos de alabar a Dios y de expresar el júbilo, y es mediante las aclamaciones, esto es, el canto del Aleluya, del Amen, del Deo gratias, etc. Los aplausos están muy ligados al uso profano. Pongamos un ejemplo. Así como en la liturgia hay modos propios de saludar y no cabe un cotidiano y vulgar “¡Buenos días!”, sino un bíblico (aunque no menos sencillo), “¡El Señor esté con vosotros!”, acompañado de un extender y juntar los brazos por parte del que saluda (como un modo estilizado y litúrgico del abrazo humano), así tampoco caben los aplausos en señal de aprobación o confirmación, o bien como expresión de júbilo, pues estos sentimientos del alma tienen su modo estilizado en las aclamaciones.
(Fuente: El teólogo responde)

jueves, 12 de noviembre de 2009

Una joya del arte miniaturístico medieval


He tomado del blog "La Buhardilla de Jerónimo" la entrada que sigue, pues me ha parecido que al describir el autor tan detalladamente los componentes de la miniatura, motivo de su trabajo, se trasunta con fundamento la riqueza, la expresividad, la belleza y la sacralidad de la Sagrada Liturgia.

Mons. Klaus Gamber, en su libro “¡Vueltos hacia el Señor!” describe una antigua miniatura plasmada en el Evangeliario de la abadesa Uta, del siglo XI. Reproducimos aquí dicho texto, que trata de una de tantas riquezas que tenemos en la Iglesia. Por otro lado, recomendamos la lectura del libro, cuyo prefacio a la edición francesa fue escrito por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger.

*
San Erhard
*

Miniatura de Ratisbona (siglo XI)
“El que en el Cielo alimenta a los ángeles con su visión,
aquí en la tierra alimenta a la Iglesia con su Cuerpo, en la fe”

La miniatura, que se reproduce aquí, sacada de un manuscrito de Ratisbona (actualmente en Munich), muestra cómo se distribuía en el Occidente medieval el espacio del santuario (en sentido restringido). Representa a San Erhard, uno de los predecesores de San Bonifacio en la sede de Ratisbona, en el momento de celebrar la Misa. La miniatura se encuentra en el folio 4 del manuscrito; en el lado opuesto (a la izquierda), folio 3º vuelto, se representa una crucifixión simbólica, donde Cristo está suspendido de la cruz y revestido con alba y estola. El cara a cara crucifixión-sacrificio de la Misa ha sido escogido voluntariamente.

En esta miniatura, el obispo San Erhard está colocado delante de una mesa de altar recubierta de manteles preciosos y cubierta con un baldaquino sostenido por cuatro columnas. Sobre la mensa, al lado del cáliz y la patena, no hay más que un evangeliario y un ciborium para conservar la Eucaristía. Una lámpara circular se encuentra suspendida sobre el baldaquino sirviendo tanto para adornar el altar como para iluminarlo. El fondo se cierra con una cortina adornada con cruces.

Sin ninguna duda se trata del ornatus palatii (tesoro del palacio) del emperador Arnoul, que éste había donado al final del Siglo IX al monasterio de San Emmeran de Ratisbona, y del que se conserva aún hoy día el precioso evangeliario, el célebre Codex aureus, y el ciborium del altar (ambos en Munich). Este último se reproduce con fiel exactitud en la miniatura; se advertirá que el cofrecillo suspendido de la cúpula del ciborium y que servía para conservar la Eucaristía falta hoy.

En aquella época, como todavía hoy en las iglesias de Oriente, el evangeliario forma parte del material litúrgico del altar. En ese libro, el diácono cantaba el evangelio. Como contenía la palabra del Señor, se procuraba tener un ejemplar particularmente precioso, tanto por la magnificencia de la encuadernación como por las miniaturas dentro del texto. Existen manuscritos con letras de oro y plata sobre acabados de púrpura.

En lo relativo a este ciborium, que se trata no de un altar portátil sino de un vaso destinado a guardar la Eucaristía, se prueba por las palabras escritas en la miniatura, justo encima del interior de la cúpula del baldaquino del altar:

“Sancta Sanctorum”
(Santo de los Santos)

“Iesus Christus, verus panis, veniens de celis”
(Jesucristo verdadero pan, que viene del Cielo)

“Hic pascit aeclesiam corpore suo per fidem in terris, qui per speciem suam angelos pascit in celis”
(El que con su visión alimenta a los ángeles en el cielo, aquí en la tierra alimenta a la Iglesia con su Cuerpo, en la fe)

Dentro de este contexto mencionaremos la prescripción del Papa León IV, según la cual: “nada se puede colocar encima del altar a excepción de los relicarios, el evangeliario y la píxide con el Cuerpo del Señor”.

San Erhard está representado con ornamentos episcopales completos. Además de un amito (invisible en la miniatura), lleva alba, estola sacerdotal y manípulo en la mano izquierda; por encima lleva una dalmática y una estola diaconales, cuyas extremidades se ven por el lado derecho, así como una casulla en forma de campana para celebrar Misa; por encima de estos ornamentos, el “racional”, una especie de pallium , como llevan los obispos de Ratisbona desde los tiempos más antiguos hasta la época moderna. Sobre su cabeza San Erhard lleva una mitra, de forma primitiva, de la que caen sobre sus espaldas las dos cintas que de ella penden.

El diácono que le sigue lleva los ornamentos y el manípulo de su orden, que se siguió usando hasta tiempos posteriores. La estola asoma por debajo de la dalmática. La asistencia de un diácono, durante la Misa, era entonces una prescripción de rigor. San Isidoro de Sevilla escribe: “los levitas llevan las ofrendas al altar, preparan la mesa del Señor, cierran el Arca de la Alianza (es decir, la píxide eucarística)”. Además presenta el cáliz a los fieles.

Fuente: “¡Vueltos hacia el Señor!”, Mons. Klaus Gamber, capítulo titulado “La Misa de San Erhard”.


domingo, 14 de junio de 2009

LITURGIA Y BELLEZA

El excelente blog “La Buhardilla de Jerónimo” ha realizado la traducción de un artículo cuyo autor es el padre Uwe Michael Lang, oficial de la Congregación para el Culto Divino y consultor de la Oficina para las celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice, y publicado en L’Osservatore Romano”, que por su interés publico aquí.

La tradición sapiencial bíblica aclama a Dios como “el autor mismo de la belleza” (Sabiduría 13, 3), glorificándolo por la grandeza y la belleza de las obras de la creación. El pensamiento cristiano, basándose principalmente en la sagrada Escritura pero también en la filosofía clásica, ha desarrollado la concepción de la belleza como categoría ontológica, más aún, teológica. San Buenaventura ha sido el primer teólogo franciscano en incluir la belleza entre los trascendentales, junto al ser, la verdad y la bondad. Los teólogos dominicos san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino, aunque no incluyeron la belleza entre los trascendentales, realizaron un discurso similar en sus comentarios al tratado De divinibus nominibus del Pseudo-Dionisio, donde emerge la universalidad de la belleza, cuya causa primera es Dios mismo.

En la condición de la modernidad, lo que se discute es precisamente la dimensión trascendente de la belleza, intercambiable con la verdad y la bondad. La belleza ha sido privada de su valor ontológico y ha sido reducida a una experiencia estética, hasta un mero “sentimiento”. Las consecuencias de este giro subjetivista se sienten no sólo en el mundo del arte. Más bien, junto con la pérdida de la belleza como trascendental, se ha perdido también la evidencia de la bondad y de la verdad. El bien está privado de su fuerza de atracción, como el teólogo suizo Hans Urs von Baltashar ha advertido con claridad ejemplar en su opus magnum sobre la estética teológica Herrlichkeit (La gloria del Señor).

Ciertamente, la tradición cristiana conoce también un falso tipo de belleza que no eleva hacia Dios y su Reino sino que, en cambio, arrastra lejos de la verdad y la bondad y suscita deseos desordenados. El libro del Génesis deja claro que ha sido una falsa belleza la que ha llevado al pecado original. Visto que el fruto del árbol que estaba en medio del jardín era un verdadero placer para los ojos (Gn. 3, 6), la tentación de la serpiente provoca a Adán y Eva a la rebelión contra Dios. El drama de la caída de los antepasados sirve de fondo a un pasaje, en Los Hermanos Karamazov (1880) del escritor ruso Fëdor Dostoëvskij (1821-1881), donde Mitia Karamazov, uno de los protagonistas de la novela, dice: “Lo que da miedo es que la belleza no sólo es terrible sino también un misterio. Es aquí que Satanás lucha contra Dios y su campo de batalla es el corazón de los hombres”.

El mismo Dostoëvskij, en su novela El idiota (1869), pone en boca de su héroe, el príncipe Mishkin, las famosas palabras: “El mundo será salvado por la belleza”. Dostoëvskij no se refiere a cualquier belleza sino a la belleza redentora de Cristo. En su mensaje magistral para el Meeting de Rimini en el 2002, el entonces cardenal Joseph Ratzinger reflexionaba sobre este famoso dicho de Dostoëvskij, tratando el argumento desde la perspectiva bíblico-patrística.

Como punto de partida, él se sirve del salmo 44, leído en la tradición eclesial “como representación poético-profética de la relación esponsal de Cristo con la Iglesia”. En Cristo, “el más bello entre los hombres”, aparece la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo.

En la exégesis de este salmo, los Padres de la Iglesia, como san Agustín y san Gregorio de Nisa, acogían también los elementos más nobles de la filosofía griega de lo bello, mediante la lectura de los platónicos, pero no hacían una simple repetición ya que con la revelación cristina ha entrado una novedad: es Cristo mismo, “el más bello entre los hombres”, al cual la Iglesia, recordándolo como sufriente, atribuye también la profecía de Isaías (53, 2) “sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor”. En la pasión de Cristo se encuentra una belleza que va más allá de la exterior y se aprende que “la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo”, como afirmaba el entonces cardenal Ratzinger.

Por eso, ha hablado de una “belleza paradójica”, advirtiendo que la paradoja “es una contraposición, pero no una contradicción”; por consiguiente, la belleza de Cristo se revela en la totalidad, cuando contemplamos la imagen del Salvador crucificado que muestra su “amor hasta el extremo” (Jn. 13, 1).

La belleza redentora de Cristo se refleja sobre todo en los santos de cada época, pero también en las obras de arte que la fe ha generado: éstas tienen la capacidad de purificar y de elevar nuestros corazones y, de este modo, llevarnos más allá de nosotros mismos hacia Dios, que es la Belleza misma. El teólogo Joseph Ratzinger está convencido de que este encuentro con la belleza “que hiere el alma y, al mismo tiempo, le abre los ojos” es “la verdadera apología de la fe cristiana”. Como Papa, ha reiterado estos pensamientos suyos en el encuentro con el clero de Bolzano-Bressanone del 8 de agosto de 2008 y en su mensaje con ocasión de la reciente sesión pública de las Pontificias Academias del 24 de noviembre de 2008: “Esto – dijo el Santo Padre en la primera circunstancia – es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianismo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan”.

Es necesario agregar que, para Benedicto XVI, la belleza de la verdad se manifiesta principalmente en la sagrada liturgia. De hecho, ha retomado su reflexión sobre la belleza redentora de Cristo en su exhortación apostólica post-sinodal Sacramentum Caritatis (22 de febrero de 2007), donde reflexiona sobre la gloria de Dios que se expresa en la celebración del misterio pascual. La liturgia “constituye, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra”. La belleza es un “elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza” (n. 35).

La belleza de la liturgia se manifiesta también a través de las cosas materiales de las que el hombre, compuesto de alma y cuerpo, tiene necesidad para alcanzar las realidades espirituales: el edificio del culto, los utensilios, las imágenes, la música, la dignidad de las mismas ceremonias. La liturgia exige lo mejor de nuestras posibilidades para glorificar a Dios Creador y Redentor. En la audiencia general del 6 de mayo de 2009, dedicada a san Juan Damasceno, conocido como defensor del culto de las imágenes en el mundo bizantino, Benedicto XVI explicó la “la grandísima dignidad que la materia recibió en la Encarnación, pues por la fe pudo convertirse en signo y sacramento eficaz del encuentro del hombre con Dios”.

Debe ser releído, en relación a esto, también el capítulo sobre el “Decoro de la celebración litúrgica” de la última encíclica Ecclesia de Eucharistia del siervo de Dios Juan Pablo II (17 de abril de 2003), donde enseña que la Iglesia, como la mujer de la unción de Betania que el evangelista Juan identifica con María, hermana de Lázaro (Juan 12; cfr. Mateo 26 – Marcos 14), “no ha tenido miedo de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía” (47-48).

La cuestión litúrgica es también esencial para la valorización del gran patrimonio cristiano, no sólo en Europa sino también en América Latina y en otras partes del mundo donde el Evangelio ha sido proclamado por siglos.

En 1904, el escritor Marcel Proust (1871-1922) publicó un célebre artículo en “Le Figaro” titulado La mort des cathédrales, contra el proyecto de legislación laicista que habría llevado a una supresión de los subsidios estatales para la Iglesia y que ponía en riesgo el uso religioso de las catedrales francesas. Proust sostiene que la impresión estética de estos grandes monumentos es inseparable de los sagrados ritos para los que fueron construidos. Si la liturgia no se celebrara más en ellos, se transformarían en fríos museos y se volverían precisamente algo muerto.

Una observación similar se encuentra en los escritos de Joseph Ratzinger: “la gran tradición cultural de la fe posee una fuerza extraordinaria que vale precisamente para el presente: lo que en los museos puede ser sólo testimonio del pasado, admirado con nostalgia, en la liturgia continúa haciéndose presente vivo” (Introducción al espíritu de la liturgia). Durante su reciente viaje a Francia, el Papa se refirió a esta idea en su homilía para las Vísperas celebradas el 12 de septiembre de 2008, en la espléndida catedral Notre Dame de París, elogiándola como un “himno viviente de piedra y de luz” para alabanza del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en la Santísima Virgen María. Era precisamente allí, donde el poeta Paul Claudel (1868-1955) había tenido una singular experiencia de la belleza de Dios, durante el canto del Magnificat en las vísperas de Navidad de 1886, experiencia que lo llevó a la conversión. Es esta via pulchritudinis que puede convertirse en camino para el anuncio de Dios también al hombre actual.

(Fuente La Buhardilla de Jerónimo.com)