lunes, 24 de febrero de 2014

La cruz, signo del cristiano

La Cruz es el símbolo radical, primordial para los cristianos: uno de los pocos símbolos universales, comunes a todas las confesiones.
Durante los tres primeros siglos parece que no se representó plásticamente la cruz: se preferían las figuras del Pastor, el pez, el ancla, la paloma... 
Fue en el siglo IV cuando la cruz se convirtió, poco a poco, en el símbolo predilecto para representar a Cristo y su misterio de salvación.
Desde el sueño del emperador Constantino, hacia el 312 ("In hoc signo vinces": con esta señal vencerás), que precedió a su victoria en el puente Milvio, y el descubrimiento de la verdadera Cruz de Cristo, en Jerusalén, el año 326, por la madre del mismo emperador, Elena, la atención de los cristianos hacia la Cruz fue creciendo. La fiesta de la exaltación de la Santa Cruz, que celebramos el 14 de septiembre, se conoce ya en Oriente en el siglo V, y en Roma al menos desde el siglo VII. 
Las primeras representaciones pictóricas o esculturales de la Cruz
ofrecen a un Cristo Glorioso, con larga túnica, con corona real: está en
la Cruz, pero es el Vencedor, el Resucitado. Sólo más tarde, con la
espiritualidad de la Edad Media, se le representará en su estado de
sufrimiento y dolor. 
En nuestro tiempo es la Cruz, en verdad, un símbolo repetidísimo,
en sus variadas formas:
—la cruz que preside la celebración, sobre el altar o cerca de él,
—la cruz procesional que encabeza el rito de entrada en las
ocasiones más solemnes, y parece ser el origen de que luego el lugar
de la celebracion este presidido por ella, 
—las que colocamos en las habitaciones de nuestras casas
—la cruz pectoral de los Obispos, y el báculo pastoral del Papa.
basta recordar el magnifico báculo de Juan Pablo II, en forma de cruz,
heredado de Pablo VI.
—las cruces penitenciales que los "nazarenos" portan sobre sus
espaldas en la procesiones de Semana Santa, 
—la cruz como adorno y hasta como joya que muchas personas
llevan al cuello,
—y las variadas formas de "señal de la cruz" que trazamos sobre las
personas y las cosas (en forma de bendición) o sobre nosotros
mismos en momentos tan significativos como el comienzo de la
Eucaristía o el rito del Bautismo.

La elocuencia de un símbolo
No nos damos mucha cuenta, porque ya estamos acostumbrados a
ver la Cruz en la iglesia o en nuestras casas. Pero la Cruz es una
verdadera cátedra, desde la que Cristo nos predica siempre la gran
lección del cristianismo. La Cruz resume toda la teología sobre Dios,
sobre el misterio de la salvación en Cristo, sobre la vida cristiana.
La Cruz es todo un discurso: nos presenta a un Dios trascendente
pero cercano; un Dios que ha querido vencer el mal con su propio
dolor; un Cristo que es Juez y Señor, pero a la vez Siervo, que ha
querido llegar a la total entrega de sí mismo, como imagen plástica del
amor y de la condescendencia de Dios; un Cristo que en su
Pascua—muerte y resurreccion—ha dado al mundo la reconciliación y
la Nueva Alianza entre la humanidad y Dios... 
Esta Cruz ilumina toda nuestra vida. Nos da esperanza. Nos enseña
el camino. Nos asegura la victoria de Cristo, a través de la renuncia a
sí mismo, y nos compromete a seguir el mismo estilo de vida para
llegar a la nueva existencia del Resucitado.
La Cruz, que para los judíos era escándalo y para los griegos
necedad (1 Cor 1,18-23), que escandalizó también a los discípulos de
Jesús, se ha convertido en nuestro mejor símbolo de victoria y
esperanza, en nuestro más seguro signo de salvación y de gloria.
No es de extrañar que, cuando en nuestra celebración empleamos el
gesto simbólico del incienso—signo de honra, de veneración y
alabanza— sea en primer lugar la Cruz la que reciba nuestro
homenaje. En esa Cruz se centra nuestra comprensión de Cristo y de
su Misterio Pascual. Ahí esta concentrada la Buena Noticia del
evangelio. Todas las demás palabras y gestos simbólicos lo que hacen
es explicar, desarrollar (y, a veces, oscurecer) lo que nos ha dicho la
Cruz...

La señal de la Cruz
Los cristianos, con frecuencia, hacemos con la mano la señal de la
cruz sobre nuestras personas. O nos la hacen otros, como en el caso
del bautismo o de las bendiciones. 
Al principio parece que era costumbre hacerla sólo sobre la frente.
Luego se extendió poco a poco a lo que hoy conocemos: o hacer la
gran cruz sobre nosotros mismos (desde la frente al pecho y desde el
hombro izquierdo al derecho) o bien la triple cruz pequeña, en la
frente, en la boca y el pecho, como en el caso de la proclamación del
evangelio. 
Es un gesto sencillo, pero lleno de significado. Esta señal de la Cruz
es una verdadera confesión de nuestra fe: Dios nos ha salvado en la
Cruz de Cristo. Es un signo de pertenencia, de posesión: al hacer
sobre nuestra persona esta señal es como si dijéramos: "estoy
bautizado, pertenezco a Cristo, El es mi Salvador, la Cruz de Cristo es
el origen y la razón de ser de mi existencia cristiana...". 
No hace falta llegar a los estigmas de la cruz en el propio cuerpo,
como en el caso de algunos Santos. El repetir el gesto nos recuerda
que estamos salvados, que Cristo ha tomado posesión de nosotros,
que estamos de una vez para siempre bendecidos por la Cruz que
Dios ha trazado sobre nosotros. 
En realidad, el primero que hizo la "señal de la Cruz" fue el mismo
Cristo, que "extendió sus brazos en la cruz" (Plegaria Eucarística 2ª.), y
"sus brazos extendidos dibujaron entre el cielo y la tierra el signo
imborrable de tu Alianza" (Plegaria Eucarística 1ª. de la
Reconciliacion)... Si ya en el Antiguo Testamento se hablaba de los
marcados por el signo de la letra "tau", en forma de cruz (Ezeq 9,4-6) y
el Apocalipsis también nombra la marca que llevan los elegidos (Apoc
7,3), nosotros, los cristianos, al trazar sobre nuestro cuerpo el signo
de la Cruz nos confesamos como miembros del nuevo Pueblo, la
comunidad de los seguidores de ese Cristo que desde su Cruz nos ha
salvado.

Desde el Bautismo
Un momento particularmente expresivo en que sobre nuestras
personas se traza la señal de la Cruz es el del bautizo. 
Es un rito elocuente por demás. El sacerdote (y después los padres
y padrinos) hacen al bautizando la señal en la frente: "te signo con la
señal de Cristo Salvador"... En el caso del Bautismo de Adultos es
todavía mas explícito el gesto. El sacerdote le signa en la frente
diciendo: "recibe la cruz en la frente: Cristo mismo te fortalece con la
señal de su victoria; aprende ahora a conocerle y a seguirle". Y luego,
si parece oportuno, se puede repetir el signo sobre los oídos, los ojos,
la boca, el pecho y la espalda, con las palabras y oraciones que
expresan muy claramente la pertenencia a Cristo y las consecuencias
que esto trae para el estilo cristiano de vida. 
En verdad, a la hora de empezar la vida cristiana, la señal de la cruz
es como una marca de posesión y de fe en Cristo Salvador. No es algo
mágico, como una especie de amuleto protector: sino una profesión de
fe en la persona de Cristo, que, en su Cruz y por su Cruz, nos ha
conseguido la salvación y que esperamos que durante toda nuestra
vida nos siga bendiciendo. 
Por eso, siempre que hacemos la señal de la Cruz estamos
recordando en algún modo el Bautismo. Y es una costumbre cristiana
digna de alabanza que los padres, que en el rito del bautizo han
participado en esta signacion a sus hijos, sigan haciéndolo en la vida.
Muchos padres cristianos trazan esta señal sobre sus hijos en el
momento de acostarlos, de enviarles a la escuela, al comienzo de un
viaje. Hecha con fe, este gesto es un signo de que lo que empezó en
el Bautismo, la vida cristiana, se quiere que continúe desarrollándose y
creciendo. Sus hijos son también hijos de Dios, pertenecen a Cristo.
Es como si les dijeran: "el que tomó posesión de ti en el Bautismo te
acompañe en todo momento". 
La misma señal de la Cruz se trazará al final, en los ritos
sacramentales de la Unción, y las exequias, sobre el cristiano que
lucha contra la enfermedad o que está próximo a la muerte. En
muchas regiones es costumbre que los familiares hagan la cruz sobre
la frente del difunto: así nuestra vida cristiana queda enmarcada,
desde principio a fin, con el signo victorioso de la Cruz de Cristo.

En la celebración de la Eucaristía
Otro de los momentos privilegiados en que el signo de la Cruz tiene
particular significado es cuando los cristianos nos congregamos para
celebrar la Eucaristía. Además de que la Cruz preside toda la
celebración, en un lugar notorio—no hace falta que esté sobre el
altar—, hay varios momentos en que de una manera u otra hacemos
sobre nosotros mismos la señal de la Cruz: al principio de la Misa, al
comenzar el Evangelio y al recibir la bendición final. 
Empezar la Eucaristía con la señal de la Cruz grande, es como un
recuerdo simbólico del Bautismo: vamos a celebrar en cuanto que
todos somos bautizados, pertenecemos al Pueblo de los seguidores de
Cristo, el Pueblo consagrado como comunidad sacerdotal por los
sacramentos de la iniciación cristiana. Todo lo que vamos a hacer,
escuchar, cantar y ofrecer, se debe a que en el Bautismo nos
marcaron con la señal de nuestra pertenencia a Cristo. Además la
Eucaristía apunta precisamente a la Cruz: es memorial de la Muerte
salvadora de Cristo y quiere hacernos participar de toda la fuerza que
de esa Cruz emana, también para que sepamos ofrecernos a nosotros
mismos—la Cruz, hecha nuestra—en la vida de cada dia. 
En el caso de esta señal de la Cruz que hacemos al principio de la
Eucaristía se añade todavía otro matiz interesante: la hacemos "en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Unimos, por tanto, el
símbolo de la Cruz de Cristo con el Nombre santo del Dios Trino. La
Cruz de Cristo y el Dios Trino están íntimamente relacionados: el
Cristo que murió en la Cruz es el Hijo de Dios, y es el que nos dio su
Espíritu. Cuando fuimos bautizados, lo fuimos también en este santo
Nombre de Dios Trino. Cuando se nos perdonan los pecados, o
celebramos los demás sacramentos, invocamos o se invoca sobre
nosotros el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y, además,
trazando a la vez la señal de la Cruz de Cristo en todos los casos. Por
tanto, empezar conscientemente la Eucaristía con este doble recuerdo
del Bautismo—la Cruz y el nombre de la Trinidad—es dar a nuestra
celebración su verdadera razón de ser. 
También hacemos la señal de la Cruz, esta vez en su forma de triple
cruz, sobre la frente, boca y pecho, al empezar el Evangelio. En rigor
el Misal (IGMR 95) parece indicarlo sólo del lector—diácono o
sacerdote—, pero es costumbre que toda la comunidad se santigüe en
este momento. El sentido es bastante claro: queremos expresar
nuestra acogida a la Palabra que se va a proclamar. Queremos hacer
como una profesión de fe: la Palabra que escucharemos es la de
Cristo; más aún, es el mismo Cristo, y queremos que tome posesión de
nosotros, que nos bendiga totalmente, a toda nuestra persona
(pensamientos, palabras, sentimientos, obras). Es como si dijéramos:
"atención, en este momento nos va a hablar Cristo Jesús, nuestro
Señor, al que pertenecemos desde el Bautismo: su Palabra es en
verdad salvadora y eficaz, y quiere penetrar hasta el fondo de nuestro
ser". Este es también el motivo por el cual, en el rezo de la Liturgia de
las Horas, nos santiguamos al empezar los cánticos evangélicos, el
Magníficat, el Benedictus y el Nunc dimittis: no tanto porque sean
cánticos, sino porque son Evangelio (la única proclamación—cantada,
ademas—del Evangelio en la Liturgia de las Horas). 
Sobre la señal de la Cruz que nos hacemos cuando el presidente
nos bendice para concluir la celebración, cfr. la reflexión de R.
Grández, La bendición final de los actos litúrgicos: Oración de las
Horas 7-8 (1980) 181-184.

Una vida según la Cruz
Todo gesto simbólico, todo signo, pueden ayudarnos por una parte
a entrar en comunión con lo que simboliza y significa. Que es lo
importante. Y por otra, puede ser también un peligro, si nos quedamos
en la mera exterioridad. Entonces el gesto se convierte un poco en
gesto mágico, ritual, rutinario, que no significa nada ni nos lleva a
nada. 
De tanto ver la Cruz, y de tanto hacer sobre nosotros su señal, se
puede convertir en un gesto mecánico, que no nos dice nada. Y mas
cuando se puede convertir sencillamente en un objeto de adorno, mas
o menos estético y precioso, pero que no parece indicar que comporte
una auténtica fe en lo que significa. 
Cuando colocamos una Cruz en nuestras casas, o la vemos en la
iglesia, o nos hacemos la señal de la Cruz al empezar el día, al salir de
casa, al iniciar un viaje, o—ya dentro de la celebración—cuando nos
santiguamos al empezar al Eucaristía o al recibir la bendición final,
deberíamos dar a nuestro gesto su auténtico sentido. Debería ser un
signo de nuestra alegría por sentirnos salvados por Cristo, por
pertenecerle desde el Bautismo. Un signo de victoria y de gloria:
nosotros como cristianos "nos gloriamos en la Cruz de Nuestro Señor
Jesús" (Gal 6,14) y nos dejamos abarcar, consagrar y bendecir por
ella. 
Más aún. Esta señal de la Cruz repetida quiere ser un compromiso:
porque la Cruz es el símbolo mejor del estilo de vida que Cristo nos ha
enseñado. La imagen o la señal de la Cruz quieren indicarnos el
camino "pascual", o sea, de muerte y resurrección, que recorrió ya
Cristo, y que nos invita ahora a nosotros a recorrer: "si alguien quiere
venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame"
(Mt 16,24) 
Es fácil cantar: "victoria, tú reinarás, oh Cruz, tú nos salvarás". Y fácil
también hacer, más o menos distraídamente, la señal de la Cruz en
esos momentos en que estamos acostumbrados. Lo que es difícil es
escuchar y asimilar todo el mensaje que nos viene predicado desde
este símbolo. Un mensaje de salvación y esperanza, de muerte y
resurrección. De vida cristiana entendida como servicio. Y un
recordatorio—todavía—no sólo de Cristo, sino de todos los que han
sufrido y siguen sufriendo en nuestro mundo: Cristo, en la Cruz, es
como el portavoz de todos los que lloran y sufren y mueren, a la vez
que es la garantía y la proclama de victoria para todos. 
Los cristianos, a la Cruz, le tenemos que reconocer todo su
contenido, para que no sea un símbolo vacío. Y entonces sí, puede
ser un signo que continuamente nos alimente la fe y el estilo de vida
que Cristo nos enseñó. Si entendemos la Cruz, y si nuestro pequeño
gesto de la señal de la Cruz es consciente, estaremos continuamente
reorientando nuestra vida en la dirección buena.
(fuente:  José Aldazabal - mercaba.org)

sábado, 1 de febrero de 2014

2 de febrero, la presentación del Señor en el templo

El relato de este hermoso hecho lo podemos leer en San Lucas, Capítulo 2, vs. 22-39.

La Ley de Moisés mandaba que a los 40 días de nacido un niño fuera presentado en el templo. Hoy dos de febrero se cumplen los 40 días, contando desde el 25 de diciembre, fecha en la que celebramos el nacimiento de Jesús.

Los católicos hemos tenido la hermosa costumbre de llevar los niños al templo para presentarlos ante Nuestro Señor y la Santísima Virgen. Esta es una costumbre que tiene sus raíces en la Santa Biblia. Cuando hacemos la presentación de nuestros niños en el templo, estamos recordando lo que José y María hicieron con el Niño Jesús.

La Ley de Moisés mandaba que el hijo mayor de cada hogar, o sea el primogénito, le pertenecía a Nuestro Señor y que había que rescatarlo pagando por él una limosna en el templo. Esto lo hicieron María y José.

Por mandato del Libro Sagrado, al presentar un niño en el templo había que llevar un cordero y una paloma y ofrecerlos en sacrificio al Señor (el cordero y la paloma son dos animalitos inofensivos e inocentes y su sangre se ofrecía por los pecados de los que sí somos ofensivos y no somos inocentes. Jesús no necesitaba ofrecer este sacrificio, pero quiso que se ofreciera porque El venía a obedecer humildemente a las Santas Leyes del Señor y a ser semejante en todo a nosotros, menos en el pecado).

La Ley decía que si los papás eran muy pobres podían reemplazar el cordero por unas palomitas. María y José, que eran muy pobres, ofrecieron dos palomitas en sacrificio el día de la Presentación del Niño Jesús.

En la puerta del templo estaba un sacerdote, el cual recibía a los padres y al niño y hacía la oración de presentación del pequeño infante al Señor.

En aquel momento hizo su aparición un personaje muy especial. Su nombre era Simeón. Era un hombre inspirado en el Espíritu Santo. Es interesante constatar que en tres renglones, San Lucas nombra tres veces al Espíritu Santo al hablar de Simeón. Se nota que el Divino Espíritu guiaba a este hombre de Dios.

El Espíritu Santo había prometido a Simeón que no se moriría sin ver al Salvador del mundo, y ahora al llegar esta pareja de jóvenes esposos con su hijito al templo, el Espíritu Santo le hizo saber al profeta que aquel pequeño niño era el Salvador y Redentor.

Simeón emocionado pidió a la Sma. Virgen que le dejara tomar por unos momentos al Niño Jesús en sus brazos y levantándolo hacia el cielo proclamó en voz alta dos noticias: una buena y otra triste.

La noticia buena fue la siguiente: que este Niño será iluminador de todas las naciones y que muchísimos se irán en favor de él, como en una batalla los soldados fieles en favor de su bandera. Y esto se ha cumplido muy bien. Jesús ha sido el iluminador de todas las naciones del mundo. Una sola frase de Jesús trae más sabiduría que todas las enseñanzas de los filósofos. Una sola enseñanza de Jesús ayuda más para ser santo que todos los consejos de los psicólogos.

La noticia triste fue: que muchos rechazarán a Jesús (como en una batalla los enemigos atacan la bandera del adversario) y que por causa de Jesús la Virgen Santísima tendría que sufrir de tal manera como si una espada afilada le atravesara el corazón. Ya pronto comenzarán esos sufrimientos con la huida a Egipto. Después vendrá el sufrimiento de la pérdida del niño a los 12 años, y más tarde en el Calvario la Virgen padecerá el atroz martirio de ver morir a su hijo, asesinado ante sus propios ojos, sin poder ayudarlo ni lograr calmar sus crueles dolores.

Y Jesús ha llegado a ser como una bandera en una batalla: los amigos lo aclaman gritando "hosanna", y los enemigos lo atacan diciendo "crucifícale". Y así ha sido y será en todos los siglos. Y cada vez que pecamos lo tratamos a Él como si fuéramos sus enemigos, pero cada vez que nos esforzamos por portarnos bien y cumplir sus mandatos, nos comportamos como buenos amigos suyos.

Después de este interesante hecho de la Presentación de Jesús en el templo, la Virgen María meditaba y pensaba seriamente en todo esto que había escuchado.

Ojalá también nosotros pensemos, meditemos y saquemos lecciones de estos hechos tan importantes.
(Fuente EWTN)

 

INTENCIONES DEL SANTO PADRE PARA EL MES DE FEBRERO

Intención General: Para que la sabiduría y la experiencia de las personas mayores sean reconocidas en la sociedad.
Intención por la Evangelización: Para que sacerdotes, religiosos y laicos colaboren generosamente en la misión de evangelización.