viernes, 26 de junio de 2009

UN LLAMADO DE ATENCIÓN

La agencia AICA, publica en su página del día de hoy, un resumen de la homilia pronunciada por el Arzobispo de la Plata - República Argentina en ocasión de la celebración de una Misa en la que fueron instituidos lectores y acólitos cuatro seminaristas del seminario arquidiocesano. Durante la homilía, Monseñor Aguer se refirió a algunos aspectos negativos en la que se encuentra actualmente la forma liturgica, en especial en nuestro país. Considero de sumo interés leer sus manifestaciones con la intención de advertir a tiempo sobre esta situación, y procurar las debidas correcciones que favorezcan una vivencia litúrgica según el verdadero espíritu de la Iglesia. La Plata (Buenos Aires), 26 Jun. 09 (AICA) El arzobispo de La Plata, monseñor Héctor Aguer, confirió los ministerios de lectorado y acolitado a cuatro seminaristas de la arquidiócesis, en la misa que presidió el sábado 20 de junio, fiesta litúrgica del Inmaculado Corazón de María, en la iglesia del Seminario arquidiocesano San José”. Los nuevos lectores son los seminaristas Cristian Gonzálvez y Gustavo Ramos, en tanto que los seminaristas Sebastián Corsellas y Guillermo Oría fueron instituídos acólitos.
En la homilía, monseñor Aguer expresó que “por la gracia del bautismo, y en virtud del dinamismo espiritual de nuestra fe, nosotros aspiramos a configurarnos plenamente a la forma modélica del ser cristiano simbolizado en el Inmaculado Corazón de nuestra Señora. Esa es nuestra meta. Dios es poderoso para preservarnos de toda caída y para hacernos comparecer ante su gloria inmaculados y exultantes”. Al referirse a los lectores y acólitos que estaba a punto de instituir, explicó que ambos constituyen “funciones subsidiarias: son instituidos para ayudar en el ministerio del Evangelio y de la Eucaristía; estarán respectivamente al servicio de la fe que se nutre de la Palabra de Dios y al servicio del altar donde se consuma el sacrificio del Señor y se comparte el banquete eucarístico”. Subrayó que el lectorado y el acolitado “son ministerios litúrgicos que se insertan en la estructura apostólica de la Iglesia” y “para quienes aspiran a la ordenación sacerdotal constituyen un esbozo del futuro ministerio y un entrenamiento para su ejercicio”. El resto de su alocución estuvo dedicado a la liturgia, de la que dijo que “no agota toda la actividad de la Iglesia, pero es la cumbre hacia la cual tiende y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”. Sin embargo, advirtió que “esta importancia, esta centralidad, no siempre se reflejan en la organización pastoral, en el tiempo y la preparación que se dedican a las celebraciones sagradas en las que se actualiza y ejerce el misterio de la redención, en el estudio y consideración de los sacerdotes, en el aprecio del pueblo cristiano”. Consideró que “la forma que la liturgia ha asumido, forjada por una venerable tradición, no se puede disociar del contenido sin ponerlo en riesgo, sin someter a la ambigüedad la regla de la fe, sin menoscabar el valor formativo del culto y su influjo en la cultura del pueblo. La liturgia es la matriz en la que se plasma la mente cristiana”. El arzobispo lamentó que “en las últimas décadas ha ocurrido un lamentable deslizamiento de las formas litúrgicas en el rito romano; quizá lo peor ha sido el daño infligido a la belleza, que es el rostro visible del misterio. En su caída, la belleza ha arrastrado consigo la dimensión contemplativa de la liturgia. Las causas de este fenómeno son múltiples: pérdida del sentido de lo sacro, ignorancia histórica y teológica, populismo, desprecio y abandono del latín y del canto gregoriano –en contra de la decisión conciliar de mantenerlo–, una concepción errada de la inculturación y de la participación activa de los fieles”. En ese aspecto, se refirió particularmente a la Argentina, donde “se suma a estos factores negativos una generalizada decadencia de la cultura nacional”, y donde “la Iglesia no ha hecho gran cosa por frenarla; hasta podrían acusarnos de habernos plegado a ella. Por todas estas razones, la liturgia debe ser señalada nuevamente y con urgencia como una prioridad pastoral”.+ A continuación se insertan los párrafos de la homilía de Mons. Aguer, referidos explícitamente a la liturgia:

"La liturgia, como enseña el mismo Concilio, no agota toda la actividad de la Iglesia, pero es la cumbre hacia la cual tiende y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza (Sacrosanctum Concilium, 9.10). Esta importancia, esta centralidad, no siempre se reflejan en la organización pastoral, en el tiempo y la preparación que se dedican a las celebraciones sagradas en las que se actualiza y ejerce el misterio de la redención, en el estudio y consideración de los sacerdotes, en el aprecio del pueblo cristiano. Benedicto XVI ha señalado recientemente que la Iglesia no es una ONG, un centro de beneficencia: es preciso, pues, recentrar como corresponde la misión eclesial en el mundo de hoy, y para que la comprensión de esa misión no se extravíe, hace falta volver incesantemente a las fuentes de la fe. La centralidad de la liturgia, su eficacia salvífica y pedagógica, son una expresión de la primacía de la gracia, principio fundamental de una sana y católica orientación pastoral.

La forma que la liturgia ha asumido, forjada por una venerable tradición, no se puede disociar del contenido sin ponerlo en riesgo, sin someter a la ambigüedad la regla de la fe, sin menoscabar el valor formativo del culto y su influjo en la cultura del pueblo. La liturgia es la matriz en la que se plasma la mente cristiana. En las últimas décadas ha ocurrido un lamentable deslizamiento de las formas litúrgicas en el rito romano; quizá lo peor ha sido el daño infligido a la belleza, que es el rostro visible del misterio. En su caída, la belleza ha arrastrado consigo la dimensión contemplativa de la liturgia. Las causas de este fenómeno son múltiples: pérdida del sentido de lo sacro, ignorancia histórica y teológica, populismo, desprecio y abandono del latín y del canto gregoriano –en contra de la decisión conciliar de mantenerlo–, una concepción errada de la inculturación y de la participación activa de los fieles. En la Argentina se suma a estos factores negativos una generalizada decadencia de la cultura nacional; la Iglesia no ha hecho gran cosa por frenarla; hasta podrían acusarnos de habernos plegado a ella. Por todas estas razones, la liturgia debe ser señalada nuevamente y con urgencia como una prioridad pastoral. Tenemos al respecto ejemplos notables en la Iglesia platense; para citar un solo nombre, menciono a Monseñor Enrique Rau, que fue pionero de la pastoral obrera y a la vez de la auténtica renovación litúrgica. Pudo abarcar ambos campos porque fue, sobre todo teólogo, un buen teólogo.

Queridos hijos, que ahora van a ser instituidos lectores y acólitos, cumplan, y no sólo cumplan, vivan con fidelidad y amor sus respectivos ministerios. Vívanlos en comunión íntima con María, de corazón a Corazón con ella, para vivirlos en el Corazón de Cristo, de quien son instituidos servidores. Digo por cada uno de ustedes la preciosa oración de Charles de Condren, dirigida a Jesús que vive en María:

Jesús, que vives en María, ven y vive en tu servidor, por el Espíritu de tu santidad, con la plenitud de tu fuerza, en la perfección de tus caminos, en la comunión con tus misterios; domina a todo poder adverso, por la virtud de tu Espíritu, para la gloria del Padre."

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

(Fuente AICA)

miércoles, 24 de junio de 2009

Tomen nota los equipos de liturgia.

En nuestras iglesias es muy común, que en las celebraciones de la Eucaristía, se entonen cánticos con letras que difieren mucho, y en algunos casos totalmente, de las que están indicadas en los libros litúrgicos aprobados. Evidentemente que ello sucede por falta de conocimiento de las reglas de la liturgia, y además porque tal práctica es admitida por quienes debieran cuidar de su cumplimiento. Entonces, hagámonos esta pregunta:
En los cantos de la liturgia, ¿puede cambiarse la letra del Gloria, Credo, Santus y Cordero de Dios? La pregunta va mucho más allá del cambio de un simple texto de un canto, sino que se circunscribe en la naturaleza de la liturgia, que es el culto público de la Iglesia. La liturgia no es el culto de un grupo, o de una pequeña comunidad parroquial, sino que cuando entramos en la liturgia, entramos en la alabanza del Cielo, y de la Iglesia dos veces milenaria, junto con todos los miembros del Cuerpo Místico de todos los tiempos. No podemos, pues, modificar a nuestro arbitrio algo que no hemos hecho nosotros, ni nos pertenece exclusivamente, no podemos «falsear» de ese modo la voz de la Esposa. Más concretamente, con respecto al himno de alabanza que nos ocupa, decía el P. Soler Canals: «el “Gloria” es un patrimonio venerable de la familia cristiana, un texto que forma parte de nuestra identidad colectiva, desde el punto de vista de contenido de fe y de alabanza» («El Gloria », en Cuadernos Phase 92 (1999), CPL, Barcelona, 15). Se trata (junto con el «Te Deum») de uno de los primeros salmos «idióticos» o propios de la Iglesia, inspirados en la Sagrada Escritura, pero que no son propiamente textos bíblicos. La Iglesia siempre ha cuidado hasta el detalle los textos que deben ser utilizados en la liturgia, por eso, las antífonas y cantos, las lecturas (que no pueden ser extra bíblicas), las aclamaciones y respuestas, y las mismas oraciones, son fruto de la tradición, de siglos de asidua meditación de las Escrituras y del misterio eucarístico, por parte de los Papas y de los hombres de Dios. San Pío X, en el Motu Proprio Tra le sollecitudini (22/11/1903: AAS 36 (190) 329-339), establecía que: «Estando determinados para cada función litúrgica los textos que han de ponerse en música y el orden en que se deben cantar, no es lícito alterar este orden, ni cambiar los textos prescriptos por otros de elección privada, ni omitirlos enteramente o en parte…», y también: «El texto litúrgico ha de cantarse como está en los libros, sin alteraciones o posposiciones de palabras, sin repeticiones indebidas, sin separar sílabas, y siempre con tal claridad que puedan entenderlo los fieles». La Instrucción Redemptionis Sacramentum, de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (25/03/2004: AAS 96 (2004) 549-601), dice: «Cese la práctica reprobable de que sacerdotes, o diáconos, o bien fieles laicos, cambian y varían a su propio arbitrio, aquí o allí, los textos de la sagrada Liturgia que ellos pronuncian. Cuando hacen esto, convierten en inestable la celebración de la sagrada Liturgia y no raramente adulteran el sentido auténtico de la Liturgia». Ahora bien, el “Gloria”, el “Santo” y el “Cordero de Dios” son textos litúrgicos, pues se contienen en el Misal, que es un libro litúrgico. El “Kyrie”, el “Gloria”, el “Credo”, el “Sanctus/Benedictus” y el “Agnus Dei” conforman lo que se llama el “Ordinario de la Misa” (las partes invariables que se cantan en la Misa), en contraposición a los cantos de ingreso, ofertorio y comunión, cuyas antífonas varían según las diferentes celebraciones del calendario litúrgico. Los textos de dichos cantos han sido cuidadosamente establecidos por la tradición de la Iglesia, y todos ellos tienen asiento en la Sagrada Escritura, es decir, en la misma Revelación. Los mismos nos vienen “literalmente” del Cielo, así el Gloria comienza con la alabanza de los ángeles (Lc 2, 14); lo mismo que el Sanctus, que es la aclamación de los serafines ante la presencia de la majestad divina (Is 6, 1-3), y que nosotros retomamos en la liturgia para unirnos a la celeste alabanza, por eso se pasa de la tercera persona: “Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios del universo”, a la segunda: “llenos están el cielo y la tierra de tu gloria”. Luego, como un eco, tomamos la alabanza de los niños en el “Benedictus” (cf. Mt 21, 10), niños cuyos ángeles ven el rostro de Dios. Para el caso del “Gloria”, se dice expresamente en la misma Ordenación General del Misal Romano (n. 53): “El texto de este himno no puede cambiarse por otro”. El “Sanctus”, si bien no lo dice expresamente la OGMR, sin embargo, es parte integrante de la Plegaria Eucarística, que constituye la cumbre, el alma, el corazón de toda la celebración eucarística, y ésta no puede cambiarse bajo ningún concepto (Cf. RS, 51). El “Cordero” (como el Kyrie) es una letanía, cantada alternadamente por el coro (“Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo”) y el pueblo (“Ten piedad de nosotros”, o “Danos la paz”, la última vez”) (OGMR, n. 83), y es el cántico nuevo que entonan los elegidos en la Jerusalén Celestial (cf. Ap 5, 8-13). (Fuente: El Teólogo responde. com)

martes, 23 de junio de 2009

AÑO SACERDOTAL

El Papa llama a los sacerdotes a la conversión y la santidad

“Nada hace sufrir más a la Iglesia que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en ‘ladrones de ovejas’, o porque las desvían con sus doctrinas privadas, o porque las atan con los lazos del pecado y de muerte”, advirtió el papa Benedicto XVI al presidir el viernes en la basílica de San Pedro la celebración de las segundas vísperas de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, en ocasión de la apertura del Año Sacerdotal. El Pontífice recordó que también para los sacerdotes vale el llamado a la conversión y al recurso de la Misericordia Divina, por lo cual los convocó a “dirigir con humildad incesante la súplica al corazón de Jesús para que nos preserve del terrible riesgo de dañar a aquellos a quienes hemos sido llamados a salvar”. Tras recordar su paso por la capilla del Coro para venerar la reliquia del Santo Cura de Ars, de quien aseguró tenía “un corazón inflamado de amor divino”, destacó cómo este santo “se conmovía al pensamiento de la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con acentos tocantes y sublimes, afirmando: ‘después de Dios, el sacerdote es todo”. “Cultivemos, queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y dedicación, ya sea para custodiar en el alma un verdadero ‘temor de Dios’: el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, las almas que nos han sido confiadas o de poderlas –¡Dios no lo permita!- dañar”, insistió. Por último, Benedicto XVI sostuvo que “la Iglesia tiene necesidad de sacerdotes santos; de ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos”. Con esta celebración y la posterior adoración eucarística, el Papa dio por inaugurado el Año Sacerdotal, que lleva por lema “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". En la basílica de San Pedro se expondrá en este tiempo el corazón del Santo Cura de Ars traído para esa ocasión por el obispo de Belley-Ars, monseñor Guy Bagnard. El Pontífice clausurará este año jubilar el 19 de junio de 2010 tomando parte en el "Encuentro Mundial Sacerdotal", que tendrá lugar en la Plaza de San Pedro. A lo largo de este año jubilar Benedicto XVI proclamará a San Juan María Vianney "Patrono de todos los sacerdotes del mundo". Se publicará además el "Directorio para los confesores y directores espirituales", junto a una recopilación de textos del pontífice sobre temas esenciales de la vida y de la misión sacerdotal en nuestra época. La Congregación para el Clero, de acuerdo con los ordinarios diocesanos y los superiores de los institutos religiosos, promoverá y coordinará las diversas iniciativas espirituales y pastorales para subrayar la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea, así como la necesidad de potenciar la formación permanente de los sacerdotes, ligándola a la de los seminaristas.+ Texto de la homilía Queridos hermanos y hermanas, en la antífona al Magnificat que dentro de poco cantaremos: “El Señor nos ha acogido en su corazón – Suscepit nos Dominus in sinum et in cor suum”. En el antiguo testamento se habla 26 veces del corazón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: respecto al corazón de Dios el hombre es juzgado. A causa del dolor que su corazón experimenta por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero después se conmueve ante la debilidad humana y perdona. Existe también un párrafo veterotestamentario en el cual el tema del corazón de Dios se encuentra expresado en modo absolutamente claro: es en el capitulo 11 del libro del profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con el que el Señor se dirigió a Israel en el alba de su historia: “cuando Israel era niño lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo” (v.1). En verdad, a la incansable predilección divina, Israel responde con indiferencia y hasta con ingratitud. “Cuanto más los llamaba –constata el Señor- más se alejaban de mí” (v.2). Aun así Él nunca abandonó Israel en las manos de sus enemigos, porque “mi corazón –observa el Creador del universo- se convulsiona dentro de mi, y al mismo tiempo se estremecen mis entrañas”. (v.8). ¡El corazón de Dios se conmueve de compasión! En la solemnidad del Santísimo Corazón de Jesús, la Iglesia ofrece a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se apiada y derrama todo su amor sobre la humanidad. Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento nos es revelado como inconmensurable pasión de Dios por el Hombre. Él no se rinde ante la ingratitud y tampoco ante el rechazo del pueblo que eligió; es más, con infinita misericordia, envía al mundo el Unigénito, su Hijo para que tome en sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, pueda restituir dignidad de hijos a los seres humanos convertidos en esclavos por el pecado. Todo esto a un elevado precio: el Hijo Unigénito del Padre se inmola sobre la Cruz: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (cfr Jn 13,1). Símbolo de tal amor que va más allá de la muerte es su costado traspasado por la lanza. Sobre esto el testigo ocular, el apóstol Juan, afirma: “Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (cfr Jn 19,34). Queridos hermanos y hermanas, gracias porque, respondiendo a mi invitación han venido en gran número a esta celebración con la que entramos en el Año Sacerdotal. Saludo a los Señores Cardenales y a los Obispos, en particular al Cardenal Prefecto y al Secretario de la Congregación para el Clero con sus colaboradores, y el Obispo de Ars. Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de los distintos seminarios y colegios de Roma; a los religiosos y las religiosas y a todos los fieles. Dirijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssef Younan, Patriarca de Antioquía de los Sirios, venido a Roma para encontrarme y significar públicamente la “ecclesiastica comunio” que le he concedido. Queridos hermanos y hermanas, detengámonos juntos a contemplar el corazón traspasado del Crucificado. Hace poco hemos escuchado una vez más, en la breve lectura tomada de la Carta de San Pablo a los Efesios, que “Dios, rico de misericordia por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo… Y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2,4-6). En el corazón de Jesús está expresado el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo nos ha sido revelada y donada toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista Juan escribe: “Por que tanto amó Dios al mundo que dio su hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (3,16). Su Corazón divino llama nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos, a abandonar nuestras seguridades humanas para confiarnos en Él, y siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas. Si es verdad que la invitación de Jesús a “permanecer en su amor” (cfr Jn 15,9) es para cada bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de Santificación sacerdotal, tal invitación resuena con mayor fuerza para nosotros sacerdotes, de manera particular esta tarde, solemne inicio del Año Sacerdotal, querido por mí en ocasión del 150 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars. Me viene de inmediato a la mente una bella y conmovedora afirmación suya, retomada en el Catecismo de la Iglesia Católica: “El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús” (n.1589). ¿Cómo no recordar con conmoción que directamente de este Corazón ha brotado el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que nosotros presbíteros hemos sido consagrados para servir, con humildad y autoridad, el sacerdocio común de los fieles? La nuestra es una misión indispensable para la Iglesia y para el mundo, que requiere fidelidad total a Cristo e incesante unión con Él; exige por tanto que tendamos constantemente hacia la santidad como hizo san Juan Maria Vianney. En la Carta dirigida a ustedes con motivo de este especial año jubilar, amados hermanos sacerdotes, he deseado poner en evidencia algunos aspectos cualificativos de nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y la enseñanza del Santo Cura de Ars, modelo y protector de todos los sacerdotes, y en particular de los párrocos. Que ésta mi carta les sea de ayuda y de estímulo para hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y consolidar su Reino. Y por lo tanto, “con el ejemplo del Santo Cura de Ars - así concluía mi Carta- déjense conquistar por él y serán también ustedes, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, de reconciliación y de paz”. ¡Dejarse conquistar plenamente por Cristo! Ésta ha sido la finalidad de toda la vida de san Pablo, a quien hemos dirigido nuestra atención durante el Año Paulino que llega a su conclusión; ésta ha sido la meta de todo el ministerio del Santo Cura de Ars, que invocaremos de manera particular durante el Año Sacerdotal; que este sea también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio, ciertamente es útil el estudio con una dedicada y permanente formación pastoral, pero es aun más necesaria aquella “ciencia del amor” que se aprende sólo en el “corazón a corazón” con Cristo. Es Él de hecho quien nos llama para partir el pan de su amor, para perdonar los pecados y para guiar la grey en su nombre. Justamente por esto no debemos jamás alejarnos de la fuente del Amor que es su Corazón atravesado sobre la cruz. Sólo así seremos capaces de cooperar con eficacia con el misterioso “designio del Padre” que consiste en “hacer de Cristo el corazón del mundo” Designio que se realiza en la historia, cada vez que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones humanos, comenzando por quienes están llamados a estarle más cerca, los sacerdotes. Nos vuelven a llamar a este constante compromiso las “promesas sacerdotales”, que hemos pronunciado el día de nuestra Ordenación y que renovamos cada año, el Jueves Santo, en la Misa Crismal. Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben reconducirnos al Corazón de Jesús. Si de hecho es verdad que los pecadores, contemplándolo, deben aprender el necesario “dolor de los pecados” que los vuelva a conducir al Padre, esto vale aun más para los ministros sagrados. ¿Cómo olvidar a este propósito, que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en “ladrones de ovejas” (Jn 10, 1ss), o porque las desvían con sus doctrinas privadas, o porque las atan con los lazos del pecado y de muerte? También para nosotros queridos sacerdotes, vale el llamado a la conversión y al recurso de la Misericordia Divina, e igualmente debemos dirigir con humildad incesante la súplica al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible riesgo de dañar a aquellos a quienes hemos sido llamados a salvar. Hace poco he podido venerar, en la Capilla del Coro, la reliquia del Santo Cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino. Que se conmovía al pensamiento de la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con acentos tocantes y sublimes, afirmando que ¡“después de Dios, el sacerdote lo es todo!... El mismo no se entenderá bien sino en el cielo” (cfr Carta para el Año Sacerdotal, p.2). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y dedicación, ya sea para custodiar en el alma un verdadero “temor de Dios”: el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa, las almas que nos han sido confiadas o de poderlas –¡Dios no lo permita!- dañar. La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes santos; de ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, rogaremos al Señor para que inflame el corazón de cada presbítero con aquella caridad pastoral capaz de asimilar su personal “yo” a aquel de Jesús Sacerdote, para así poderlo imitar en la más completa auto donación. Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, de quien mañana contemplaremos con viva fe el Corazón inmaculado. Es por ella que el Santo Cura de Ars nutría una filial devoción, tanto así que en 1836, en anticipación a la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción, había ya consagrado su parroquia a María “concebida sin pecado”. Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la Santa Virgen, enseñando a los fieles que “no había más que dirigirse a ella para ser escuchados”, por el simple motivo que ella “desea sobretodo vernos felices”. Que nos acompañe la Virgen Santa, nuestra Madre, en el Año Sacerdotal que hoy iniciamos, para que podamos ser guías firmes e iluminadas para los fieles que el Señor confía a nuestros cuidados pastorales ¡Amen! +

jueves, 18 de junio de 2009

SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESUS

Mañana, 19 de junio, la Iglesia celebra la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Esta festividad litúrgica, de hondo arraigo popular, corresponde a una de las grandes solemnidades denominadas "Fiestas del Señor". Por tal razón transcribo a continuación el texto correspondiente al documento: "Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia" emanado de la Congregación Vaticana para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, del año 2002 y relacionado con la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. (Los números marginales corresponden a los párrafos de dicho documento). La lectura de este texto ayudará a una mayor y mejor comprensión de esta devoción y su real inserción en la piedad de los fieles.

166. El viernes siguiente al segundo domingo después de Pentecostés, la Iglesia celebra la solemnidad del sagrado Corazón de Jesús. Además de la celebración litúrgica, otras muchas expresiones de piedad tienen por objeto el Corazón de Cristo. No hay duda de que la devoción al Corazón del Salvador ha sido, y sigue siendo, una de las expresiones más difundidas y amadas de la piedad eclesial.

Entendida a la luz de la sagrada Escritura, la expresión "Corazón de Cristo" designa el misterio mismo de Cristo, la totalidad de su ser, su persona considerada en el núcleo más íntimo y esencial: Hijo de Dios, sabiduría increada, caridad infinita, principio de salvación y de santificación para toda la humanidad. El "Corazón de Cristo" es Cristo, Verbo encarnado y salvador, intrínsecamente ofrecido, en el Espíritu, con amor infinito divino-humano hacia el Padre y hacia los hombres sus hermanos.

167. Como han recordado frecuentemente los Romanos Pontífices, la devoción al Corazón de Cristo tiene un sólido fundamento en la Escritura.

Jesús, que es uno con el Padre (cfr. Jn 10,30), invita a sus discípulos a vivir en íntima comunión con Él, a asumir su persona y su palabra como norma de conducta, y se presenta a sí mismo como maestro "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). Se puede decir, en un cierto sentido, que la devoción al Corazón de Cristo es la traducción en términos cultuales de la mirada que, según las palabras proféticas y evangélicas, todas las generaciones cristianas dirigirán al que ha sido atravesado (cfr. Jn 19,37; Zc 12,10), esto es, al costado de Cristo atravesado por la lanza, del cual brotó sangre y agua (cfr. Jn 19,34), símbolo del "sacramento admirable de toda la Iglesia".

El texto de san Juan que narra la ostensión de las manos y del costado de Cristo a los discípulos (cfr. Jn 20,20) y la invitación dirigida por Cristo a Tomás, para que extendiera su mano y la metiera en su costado (cfr. Jn 20,27), han tenido también un influjo notable en el origen y en el desarrollo de la piedad eclesial al sagrado Corazón.

168. Estos textos, y otros que presentan a Cristo como Cordero pascual, victorioso, aunque también inmolado (cfr. Ap 5,6), fueron objeto de asidua meditación por parte de los Santos Padres, que desvelaron las riquezas doctrinales y con frecuencia invitaron a los fieles a penetrar en el misterio de Cristo por la puerta abierta de su costado. Así san Agustín: "La entrada es accesible: Cristo es la puerta. También se abrió para ti cuando su costado fue abierto por la lanza. Recuerda qué salió de allí; así mira por dónde puedes entrar. Del costado del Señor que colgaba y moría en la Cruz salió sangre y agua, cuando fue abierto por la lanza. En el agua está tu purificación, en la sangre tu redención".

169. La Edad Media fue una época especialmente fecunda para el desarrollo de la devoción al Corazón del Salvador. Hombres insignes por su doctrina y santidad, como san Bernardo (+1153), san Buenaventura (+1274), y místicos como santa Lutgarda (+1246), santa Matilde de Magdeburgo (+1282), las santas hermanas Matilde (+1299) y Gertrudis (+1302) del monasterio de Helfta, Ludolfo de Sajonia (+1378), santa Catalina de Siena (+1380), profundizaron en el misterio del Corazón de Cristo, en el que veían el "refugio" donde acogerse, la sede de la misericordia, el lugar del encuentro con Él, la fuente del amor infinito del Señor, la fuente de la cual brota el agua del Espíritu, la verdadera tierra prometida y el verdadero paraíso.

170. En la época moderna, el culto del Corazón de Salvador tuvo un nuevo desarrollo. En un momento en el que el jansenismo proclamaba los rigores de la justicia divina, la devoción al Corazón de Cristo fue un antídoto eficaz para suscitar en los fieles el amor al Señor y la confianza en su infinita misericordia, de la cual el Corazón es prenda y símbolo. San Francisco de Sales (+1622), que adoptó como norma de vida y apostolado la actitud fundamental del Corazón de Cristo, esto es, la humildad, la mansedumbre (cfr. Mt 11,29), el amor tierno y misericordioso; santa Margarita María de Alacoque (+1690), a quien el Señor mostró repetidas veces las riquezas de su Corazón; San Juan Eudes (+1680), promotor del culto litúrgico al sagrado Corazón; san Claudio de la Colombiere (+1682), San Juan Bosco (+1888) y otros santos, han sido insignes apóstoles de la devoción al sagrado Corazón.

171. Las formas de devoción al Corazón del Salvador son muy numerosas; algunas han sido explícitamente aprobadas y recomendadas con frecuencia por la Sede Apostólica. Entre éstas hay que recordar:

- la consagración personal, que, según Pío XI, "entre todas las prácticas del culto al sagrado Corazón es sin duda la principal";

- la consagración de la familia, mediante la que el núcleo familiar, partícipe ya por el sacramento del matrimonio del misterio de unidad y de amor entre Cristo y la Iglesia, se entrega al Señor para que reine en el corazón de cada uno de sus miembros;

- las Letanías del Corazón de Jesús, aprobadas en 1891 para toda la Iglesia, de contenido marcadamente bíblico y a las que se han concedido indulgencias;

- el acto de reparación, fórmula de oración con la que el fiel, consciente de la infinita bondad de Cristo, quiere implorar misericordia y reparar las ofensas cometidas de tantas maneras contra su Corazón;

- la práctica de los nueve primeros viernes de mes, que tiene su origen en la "gran promesa" hecha por Jesús a santa Margarita María de Alacoque. En una época en la que la comunión sacramental era muy rara entre los fieles, la práctica de los nueve primeros viernes de mes contribuyó significativamente a restablecer la frecuencia de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. En nuestros días, la devoción de los primeros viernes de mes, si se practica de un modo correcto, puede dar todavía indudable fruto espiritual. Es preciso, sin embargo, que se instruya de manera conveniente a los fieles: sobre el hecho de que no se debe poner en esta práctica una confianza que se convierta en una vana credulidad que, en orden a la salvación, anula las exigencias absolutamente necesarias de la fe operante y del propósito de llevar una vida conforme al Evangelio; sobre el valor absolutamente principal del domingo, la "fiesta primordial", que se debe caracterizar por la plena participación de los fieles en la celebración eucarística.

172. La devoción al sagrado Corazón constituye una gran expresión histórica de la piedad de la Iglesia hacia Jesucristo, su esposo y señor; requiere una actitud de fondo, constituida por la conversión y la reparación, por el amor y la gratitud, por el empeño apostólico y la consagración a Cristo y a su obra de salvación. Por esto, la Sede Apostólica y los Obispos la recomiendan, y promueven su renovación: en las expresiones del lenguaje y en las imágenes, en la toma de conciencia de sus raíces bíblicas y su vinculación con las verdades principales de la fe, en la afirmación de la primacía del amor a Dios y al prójimo, como contenido esencial de la misma devoción.

173. La piedad popular tiende a identificar una devoción con su representación iconográfica. Esto es algo normal, que sin duda tiene elementos positivos, pero puede también dar lugar a ciertos inconvenientes: un tipo de imágenes que no responda ya al gusto de los fieles, puede ocasionar un menor aprecio del objeto de la devoción, independientemente de su fundamento teológico y de contenido histórico salvífico.

Así ha sucedido con la devoción al sagrado Corazón: ciertas láminas con imágenes a veces dulzonas, inadecuadas para expresar el robusto contenido teológico, no favorecen el acercamiento de los fieles al misterio del Corazón del Salvador.

En nuestro tiempo se ha visto con agrado la tendencia a representar el sagrado Corazón remitiéndose al momento de la Crucifixión, en la que se manifiesta en grado máximo el amor de Cristo. El sagrado Corazón es Cristo crucificado, con el costado abierto por la lanza, del que brotan sangre y agua (cfr. Jn 19,34).

Carta del Santo Padre a los Sacerdotes

El aporte que inserto a continuación, puede parecer largo. Pero te invito a leerlo todo, porque del contenido de esta carta, no sólo aprenderás más de la vida del Cura de Ars, del cual poco se nos ha hablado, y de quien sólo conocemos su imagen en actitud "beatífica", sino a tener una actitud de respeto hacia el sacerdote y especialmente el convencimiento de la necesidad de orar por ellos.

Y si eres sacerdote, ¡no la desaproveches!

CARTA A LOS BENEDICTO XVI A LOS PRESBÍTEROS POR EL AÑO SACERDOTAL

CIUDAD DEL VATICANO, 18 JUN 2009 (VIS).-El Papa ha dirigido una carta a los presbíteros del mundo con motivo del Año Sacerdotal, en el 150 aniversario de la muerte de Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars.

Mañana, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y jornada de santificación sacerdotal, Benedicto XVI inaugurará este año jubilar durante la celebración de las vísperas en la basílica vaticana.

Este es el texto completo de la carta, que se ha publicado en inglés, francés, español, italiano, alemán, portugués y polaco:

"Queridos hermanos en el Sacerdocio:

He resuelto convocar oficialmente un "Año Sacerdotal" con ocasión del 150 aniversario del "dies natalis" de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús -jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero-. Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

"El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús", repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de "amigos de Cristo", llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo.

El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: "Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina". Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: "¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría... Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña ostia...". Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: "Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote... ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo".

Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: "Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor... Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra... ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes... Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros".

Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: "Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida". Con esta oración comenzó su misión. El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.

Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su "Yo filial", que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, "viviendo" incluso materialmente en su Iglesia parroquial: "En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa... Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar", se lee en su primera biografía.

La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo "hacerse presente" en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la "Providence" (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.

Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos "para llevar a todos a la unidad del amor: 'amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua' (Rm 12, 10)". En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de "reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia... Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos".

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía. "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien", les enseñaba el Cura de Ars. "Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración". Y les persuadía: "Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él...". "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis". Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que "no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración... Contemplaba la ostia con amor". Les decía: "Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios". Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: "La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!". Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!".

Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba -con una sola moción interior- del altar al confesionario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un "círculo virtuoso". Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesionario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas". Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua". En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él". "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes".

Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita". Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de salvación" que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesionario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!". A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud: "Lloro porque vosotros no lloráis", decía. "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno". Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!". Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz".

El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: "Deus caritas est" (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca"; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas.

Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos". Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención.

En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio". Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: "¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?". Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el "nuevo estilo de vida" que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.

La identificación sin reservas con este "nuevo estilo de vida" caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica "Sacerdotii nostri primordia", publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: "Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana".

El Cura de Ars supo vivir los "consejos evangélicos" de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la "Providence", sus familias más necesitadas. Por eso "era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo". Y explicaba: "Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada". Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: "Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros". Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: "No tengo nada... Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera". También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que "la castidad brillaba en su mirada", y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado. También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse "a llorar su pobre vida, en soledad". Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: "No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido". Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: "Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios".

En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. "El Espíritu es multiforme en sus dones... Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas... Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo". A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: "Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño". Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas "puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo".

Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica "Pastores dabo vobis" del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical "forma comunitaria" y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo. Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva. Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.

El Año Paulino que está para concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente "entregado" a su ministerio. "Nos apremia el amor de Cristo -escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron" (2 Co 5, 14). Y añadía: "Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?

Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: "Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854". El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre".

Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: "En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".

(FUENTE:VIS.ORG)