miércoles, 17 de noviembre de 2010

El lenguaje de las manos


Le recomiendo, si puedo hacerlo, seguir esta serie de textos referidos a la liturgia. Si usted es especialista en el tema,  le será de utilidad,aunque ya los conozca. Si es un miembro bautizado en la Iglesia Católica, aprenderá algo que le es propio. Si es un miembro comprometido, conocerá la riqueza de la liturgia y lo animará a participar con más provecho en las celebraciones. Si forma parte de un equipo o grupo de liturgia en su parroquia, aprovéchelo y coméntelo en alguna reunión. A todos mis saludos cordiales en Cristo y María.

El hombre de hoy—también el cristiano—parece que tiene cierta
dificultad en expresar con gestos sus sentimientos religiosos.
No le cuesta tanto "decir" su oración, expresarla con palabras o con
cantos. Pero a veces—tal vez por influencia de su entorno
secularizado—siente un poco de pudor si se le invita a elevar los brazos o
juntar las manos o hacer una genuflexión.
Sin embargo, nuestra oración, sobre todo en la celebración litúrgica,
sólo es completa y expresiva cuando el gesto y la acción se unen a la
palabra. Todo el cuerpo se convierte en lenguaje: los ojos que miran, las
posturas del cuerpo, el canto, el movimiento, las manos...

Las manos hablan
Las manos son como una prolongación de lo más íntimo del ser
humano. Representan una admirable fusión del cuerpo y del espíritu.
A veces unidos a la palabra, y otras veces sin ella, los gestos de una
mano pueden expresar, con su lenguaje no-verbal e intuitivo, una idea,
un sentimiento, una intención. Y lo hacen con elocuencia.
En nuestra vida social todos llegamos a entender la "gramática"de unas
manos que se tienden para pedir, que amenazan, que mandan parar el
tráfico, que saludan, que se alzan con el puño cerrado, que hacen con los
dedos la V de la victoria, que cogen en silencio la mano de la persona
amada, que se tienden abiertas al amigo, que ofrecen un regalo, que
dibujan en el aire una despedida...
El gesto de una mano no sólo subraya o indica una disposición interior,
no solo es "instrumento" para que otros conozcan mi intención o mi
sentimiento. El gesto—la mano misma—de alguna manera "realiza" ese
sentimiento y esa voluntad íntima. Es algo integrante de mi expresividad
total, con o sin palabras.
También en la oración o en la celebración litúrgica, el lenguaje de unas
manos que se elevan al cielo o se tienden al hermano es el discurso mas
expresivo que en un momento determinado podemos pronunciar.

La mano poderosa y amiga de Dios
Cuando la Biblia quiere simbolizar el poder creador de Dios o sus
hazañas salvadoras o su cercanía de Padre, muchas veces recurre a la
metáfora de sus manos.
Todo el mundo creado es "la obra de sus manos" (Ps 18,2) Pero
también lo es toda la serie de intervenciones en la historia de la salvación
en favor de lo suyos: "Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo
extendido" (Dt 26,8); "ha desnudado Yahvé su santo brazo a los ojos de
todas las naciones" (Is 52,10). Es la imagen magistral que Miguel Ángel
nos dejó en la Capilla Sixtina con la escena de la creación de Adán: el
brazo y el dedo de Dios extendido en un gesto creador.
Es el símbolo del poder y de la acción. Pero también de la amistad:
alargué mis manos todo el día hacia mi pueblo" (Is 65,2). O, como dice la
Plegaria Eucarística cuarta del Misal: "compadecido, tendiste la mano a
todos, para que te encuentre el que te busca".
Así pudo Lucas resumir la acción salvadora de Dios en las expresiones
del Magníficat y del Benedictus: "desplegó la fortaleza de su brazo,
dispersó a los soberbios" (1,51), arrancándonos "de la mano de los
enemigos" (1,71). Y sobre el Bautista, ya desde su niñez: "la mano del
Señor estaba con él" (1,66).
Hablar así de la mano de Dios es el que salva, el que da, el que ejerce
su poder, el que siempre está cerca para tender su mano.

Las manos del orante
También en la dirección contraria—desde nosotros hacia Dios—los
brazos y las manos pueden expresar muy bien la actitud interior y
convertirse en símbolos de la oración.

a) Los brazos abiertos y elevados han sido desde siempre una de las
posturas más típicas del hombre orante.
BRAZOS/ABIERTOS: Son el símbolo de un espíritu vuelto hacia arriba,
de todo un ser que tiende a Dios: "toda mi vida te bendeciré y alzaré las
manos invocándote" (Ps 62,5); "suba mi oración como incienso en tu
presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Ps 140,2).
Unos brazos elevados, unas manos que tienden a lo alto, son todo un
discurso, aunque digan pocas palabras. Pueden ser un grito de angustia
y petición, o una expresión de alabanza y gratitud.
A los Santos Padres les gustaba comparar esta actitud del orante con
la de Cristo en la Cruz. Al cual, a su vez, veían prefigurado ya en la
famosa escena de Moisés, orando intensamente a Dios en favor de su
pueblo que luchaba contra Amalec (Ex 17): cuando lograba mantener sus
brazos elevados, Israel llevaba las de ganar. Figura expresiva de un
Cristo que intercede por la humanidad en la Cruz y consigue para todos
la Alianza nueva. El que ora con los brazos abiertos y elevados es visto
en esta misma perspectiva: "si statueris hominem manibus expansis,
imaginem crucis feceris" (si colocas a un hombre con sus manos
extendidas, tienes la figura de la cruz: Tertuliano, Nat. 1,12,7).
La primera Plegaria de la Reconciliación habla de Cristo en la Cruz:
"antes de que sus brazos extendidos dibujaran entre el cielo y la tierra el
signo imborrable de tu Alianza...".
El orar en esta postura tiene un tono expresivo no sólo de petición por
sí mismo, sino de intercesión por los demás.

b) Las palmas de las manos hacia arriba: ésta es la postura que se
suele encontrar en muchas imágenes antiguas del orante.
Manos abiertas, que piden, que reconocen su propia pobreza, que
esperan, que muestran su receptividad ante el don de Dios.
Manos abiertas: lo contrario del puño violento o de las manos cerradas
del egoísmo.
Un cristiano que se acerca a comulgar y recibe el Pan de la Vida con la
mano extendida, "haciendo a la mano izquierda trono para la derecha,
como si fuera ésta a recibir a un rey", como ya en el siglo cuarto describía
el rito S. Cirilo de Jerusalén, está dando a su gesto un simbolismo de fe
muy expresivo.
c) Las manos unidas: palma contra palma, o bien con los dedos
entrelazados. Es una postura que parece que no se conocía en los
primeros siglos, y que puede haberse introducido por influencia de las
culturas germánicas. Aunque en el Oriente es también muy conocida.
Es la actitud de recogimiento, de la meditación,de la paz. El gesto de
uno que se concentra en algo, que interioriza sus sentimientos de fe. La
postura de unas manos en paz, no activas, no distraídas en otros
menesteres mientras ora ante Dios.
Naturalmente, la postura de unas manos puede ser sólo algo exterior,
sin que responda a la actitud interior. Sería merecedora de la queja de
Dios: "no me agrada cuando venís a presentaros ante mí... y al extender
vosotros vuestras palmas me tapo los ojos por no veros" (Is 1,11.15).
Es la sintonía entre la actitud del alma y la de las manos la que puede
expresar en plenitud los sentimientos de un cristiano en oración: "que los
hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas manos
piadosas" (1 Tim 2,8).

Las manos del presidente de la celebración
El que más elocuencia debe tener en sus manos, durante la
celebración cristiana, es el presidente. Su misma actitud corporal y los
movimientos de sus brazos y de sus manos pueden ayudar a todos a
entrar mejor en el Misterio que se celebra.
Un presidente, de pie ante la comunidad y ante Dios, con los brazos
abiertos y las manos elevadas, proclamando la plegaria común,
ofreciendo, invocando; un presidente que saluda con sus manos y sus
palabras a la comunidad reunida, que la bendice, que le da la Eucaristía:
es él mismo un signo viviente, que a la vez representa a Cristo y es el
punto de unión y comunicación de toda la comunidad celebrante.
Muchos de sus gestos no le pertenecen: no son expresión sin más de
sus sentimientos en ese momento, sino que están de alguna manera
"ritualizados", porque son signo de un Misterio —tanto descendente como
ascendente—que no le pertenece, sino que es de toda la Iglesia. Pero él
da al rito su sentido vital, haciéndolo con elegancia, con pausa, con
expresividad, con convicción. Sus manos son prolongación en este
momento de las de Cristo: que tomó el pan "en sus santas y venerables
manos" (como dice la Plegaria primera del Misal), lo partió y lo dio
El presidente expresa también con sus manos la comunión con la
asamblea, la dirección vertical hacia Dios, su propio compromiso de
orante. Cuando se lava las manos, antes de empezar la Plegaria
Eucarística, esta dando importancia al simbolismo que esas manos
tienen, consciente de su debilidad, hace ante todos un gesto penitencial,
porque no se siente digno, ni ante Dios ni ante la comunidad, de elevar
esas manos en nombre de todos hacia Dios.

Manos que ofrecen
Hay unos momentos particularmente expresivos: cuando las manos del
presidente se elevan con el pan y el vino.
Son tres estos gestos en la celebración de la Eucaristía:

a) cuando en el ofertorio el sacerdote presenta el pan y el vino,
elevándolos un poquito sobre el altar; este momento no tiene todavía
mucha importancia: las palabras que los acompañan, el Misal supone que
normalmente se dicen en secreto (aunque es facultativo que se digan en
voz alta); es un gesto de presentación, no tanto de ofrecimiento: el
ofrecimiento verdadero vendrá después, cuando ese pan y ese vino se
hayan convertido en el Cuerpo y la Sangre del Señor;

b) en la consagración, después de pronunciar sobre cada uno de los
dones las palabras de Cristo, el sacerdote los eleva un poco,
mostrándolos a los fieles; es un gesto que se introdujo a principios del
siglo XIII, con la intención de favorecer que los fieles "vieran" la Eucaristía; y como el sacerdote estaba de espaldas, tenía que elevar los Dones de una manera notable; ahora esta elevación no es necesario que sea tan pronunciada: no tiene todavía el sentido de ofrecimiento, sino de
"mostración" u ostensión al pueblo;

c) y por fin el momento culminante, cuando al final de la Plegaria
Eucarística, mientras proclama la "doxología" ("por Cristo, con El y en
El..."), el sacerdote eleva el Cuerpo y la Sangre de Cristo—esta vez los
dos juntos, uno en cada mano—hacia Dios, a quien dirige "todo honor y
toda gloria"; es la "elevación" más antigua y la más importante, y la que
con mayor énfasis debe hacer el presidente: precisamente por ese Cristo
que tiene en las manos es como la comunidad rinde a Dios el mejor
homenaje de adoración.

La jerarquía entre estos tres gestos de elevación se ve claramente en
el Misal, que ha cuidado los términos en cada caso:

—en el ofertorio, el sacerdote "tiene la patena con el pan y la sostiene
un poco elevada sobre el altar" (aliquantalum elevatam: un poquito
elevada),

—en la consagración "toma el Pan y teniéndolo un poco elevado sobre
el altar (parum elevatum: un poco elevado), lo muestra al pueblo...",

—mientras que en la doxología final, toma "la patena con la Hostia, y el
cáliz, y elevando ambos (utrumque elevans) dice...".

El momento en que más solemnemente ofrecemos a Dios nuestro mejor
don—que es a la vez el suyo, el Cuerpo y Sangre de Cristo—es éste al
final de la Plegaria.

Una asamblea no maniatada
Durante los primeros siglos los fieles imitaban la postura y los gestos
del presidente: oraban de pie, mientras escuchaban la Plegaria
Eucarística, y en determinados momentos elevaban también sus brazos al
cielo. Con ello seguían la tradición bíblica ("y todo el pueblo, alzando las
manos, respondió: amén, amén", Neh 8,6) y la postura normal de la
oración.
Más tarde cambiaron las cosas, porque a partir del siglo XI se fue
generalizando la postura de rodillas para los fieles, mientras el presidente
quedaba en pie. Y los movimientos de brazos se reservaron a éste.
Ahora, en la celebración eucarística, la asamblea tiene contados
movimientos con sus manos: la señal de la cruz, los golpes de pecho,
extender su mano para la comunión, dar la mano o el brazo en el
momento de la paz...
Sería interesante que, al menos en celebraciones de grupos o en
circunstancias especialmente festivas, las manos de la asamblea también
se liberaran para utilizar su lenguaje de fe. No es nada extraño que en el
Vaticano los fieles aplaudan, o que en Lourdes desplieguen antorchas, o
en momentos muy festivos (como el final de la Asamblea diocesana de
Barcelona) agiten banderas de colores, o que reciten el Padrenuestro
con los brazos elevados al cielo...
En la nueva edición del Misal italiano (1983) se dice expresamente de
todos los fieles: "durante el canto o la recitación del Padrenuestro, se
pueden tener los brazos extendidos; este gesto, oportunamente
explicado, se haga con dignidad en clima fraterno de oración".

La liturgia también pasa por las manos.
Unas manos que dan, que ofrecen, que reciben, que muestran, que
piden, que se elevan hacia Dios, que se tienden al hermano, que trazan
la señal de la cruz...
Es bueno que haya sencillez, sobriedad y gravedad en la celebración.
Pero no lo es que las manos queden como atrofiadas e inexpresivas. No
hace falta llegar al éxtasis y a la teatralidad. Pero tampoco es propio de la
celebración cristiana que todo lo encomendemos a las palabras, y no
sepamos utilizar—sobre todo los ministros—el lenguaje corporal.
Ya sé que todo gesto presenta la tentación de dejar satisfecho por su
sola ejecución, y no preocuparse por su contenido humano o espiritual.
Pero una recta educación al gesto litúrgico, y una motivación de cuando
en cuando recordada, pueden llevar a que sean algo más que
movimientos rituales sin sentido.
Gestos bien hechos, reposados, en sintonía con la riqueza interior de
fe: gestos dirigidos a Dios, gestos dirigidos a los hermanos. Gestos no
vacíos, o simplemente porque están mandados, sino llenos, auténticos.
Autor: José Aldazabal.
Fuente: mercabá.org


sábado, 13 de noviembre de 2010

El gesto y el símbolo en la liturgia de la Iglesia


Ahora es el momento de que, en esta serie,  nos introduzcamos en el tema del título. El autor del mismo es el P. José Aldazábal. Aquí vá una nota referida a él:
José Aldazábal nació en 1933 en Azkoitia (España). Era licenciado en teología por el Pontificio Ateneo Salesiano de Roma y doctor en Liturgia por la Pontificia de San Anselmo.Formaba parte de la Comisión Interdiocesana de Liturgia de la Conferencia Episcopal tarraconense y era consultor de la Comisión Litúrgica de la Conferencia Episcopal Española. Falleció en Barcelona el año 2006.
Debe añadirse que el P. Aldazábal era conocido por su dedicación a la docencia e investigación en el campo de la liturgia cristiana y estaba dedicado con intensidad al Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona (CPL) del que fue presidente durante 12 años.
Los invito a disfrutar del tema , expuesto magistralmente.

Nuestra liturgia es tachada de verbalista, centrada en exceso en el
Libro y la Palabra. Tal vez podemos llamarnos herederos del judaísmo,
considerado como la "religión del libro".
Lo racional y lo discursivo tienen gran importancia en nuestro culto,
pero lo visual y la expresión corporal, bastante menos. Claro que la
palabra es el primer signo que empleamos para expresar nuestras
ideas, pero eso no basta para una celebración que debería afectar a
todo el hombre. 
La reforma conciliar ha revalorizado la Palabra, con lo que todavía
ha adquirido más relieve. Pero a la vez, y seguramente sin
pretenderlo, se ha empobrecido lo simbólico, el lenguaje del
movimiento y de los signos. Es interesante oir las voces que se han
levantado del Tercer Mundo protestando contra la excesiva
simplificación de elementos simbólicos por parte de la nueva liturgia.
Desde Africa, por ejemplo, el premostratense B. Luykx ha hecho ver
los inconvenientes que para aquella cultura tiene esta liturgia tan fría y
esquemática, sin pausas, sin tiempos "perdidos", sin fiesta, sin
movimientos ni símbolos. Y ha citado el famoso dicho de Leopoldo
Senghor: "los occidentales dicen: pienso, luego existo; nosotros los
africanos decimos: danzo, luego existo". La simplificación de signos
superfluos era necesaria. Pero ¿no se ha ido demasiado lejos en la
reducción de lo audiovisual en nuestra liturgia? 
Con motivo de una reciente feria de libros en Frankfurt (otoño 1981)
un ateo publicó un libro titulado más o menos: "el concilio de los
libreros: la destrucción del simbolismo". Su autor, A. Lorenzer, echa
en cara a los editores de libros católicos sobre liturgia que han
hundido la "significatividad" de la liturgia cristiana, porque la
"ingenuidad profesional-celibataria de los padres de este concilio" ha
sustituido el lenguaje altamente simbólico de antes por una
"información racionalizada": se ha pasado así del culto sacramental y
simbólico del Misterio, a una educación más bien catequética, con la
correspondiente ración de "sermonitis". 
Aparte de la simplificación del ataque (y de la atribución del cambio
a los editores), nos puede servir esta anécdota para darnos cuenta de
la importancia que tiene en la sensibilidad cristiana el carácter
simbólico de la comunicatividad en la liturgia. 
Los jóvenes, por una parte, y la religiosidad popular por otra, son
otros factores que mueven a un repensamiento de la dinámica interior
de la liturgia; también ellos buscan una mayor expresividad de los
signos y del lenguaje simbólico.

El por qué de los gestos y símbolos en la celebración
GESTO-SÍMBOLO/IMPORTANCIA: La liturgia es de por sí una celebración
en que prevalece el lenguaje de los símbolos. Un lenguaje más
intuitivo y afectivo, más poético y gratuito. No es sólo concepto, ni
tiene como objetivo sólo dar a conocer. La liturgia es una acción, un
conjunto de signos "performativos" que nos introducen en comunión
con el misterio, que nos hacen experimentarlo, más que entenderlo. Es
una celebración y no una doctrina o una catequesis. El lenguaje
simbólico es el que nos permite entrar en contacto con lo inaccesible:
el misterio de la acción de Dios y de la presencia de Cristo. 
El mundo de la liturgia pertenece, no a las realidades que terminan
en "—logia" (teología, por ejemplo), sino en "—urgía'? (dramaturgia,
liturgia): es una acción, una comunicación total, hecha de palabras,
pero también de gestos, movimientos, símbolos, acción.

a) Hay una razón antropológica en este aprecio del signo y del
símbolo. El hombre está hecho de tal manera que todo lo realiza
desde su espíritu interior y desde su corporeidad: no sólo alimenta
sentimientos e ideas en su interior, sino que los expresa exteriormente
con palabras, gestos y actitudes. Y no es que el hombre tenga
sentimientos, y luego los exprese pedagógicamente, para que los
demás se enteren. Sino que se puede decir que esos mismos
sentimientos no son del todo humanos, ni completos, hasta que no se
expresan. Hasta que la idea no se hace palabra, no es plenamente
realidad humana. Y es que en el fondo el hombre no es una dualidad
"cuerpo y espíritu", sino una unidad: es "cuerpo-espíritu" y desde su
totalidad se expresa y realiza, con palabras y gestos. 
Así, en la celebración litúrgica, la alabanza no es plenamente ni
humana ni cristiana hasta que suena en la voz y el canto. El
sentimiento de conversión y la respuesta del perdón no se realizan del
todo si no se manifiestan en la esfera significativa: en este caso, es en
la esfera de la Iglesia donde resuena el "yo me acuso" y el "yo te
absuelvo": una acción sacramental, simbólica, significativa, que da
realidad a lo invisible e íntimo que sucede entre Dios y el cristiano.

b) Por eso el simbolismo es una categoría religiosa universal.
El hombre, no sólo para su propia expresión, o para su actividad
social, sino también y sobre todo para su relación con la divinidad, se
sirve del lenguaje simbólico, expresando y realizando con signos y
gestos corporales la comunión religiosa con el Invisible. 
La dinámica de los signos religiosos funciona de muchas maneras:
sacrificios, palabras, cantos, objetos sagrados, acciones, reverencias,
comidas, fiestas, templos... El sábado, para los judíos, es todo un
símbolo que no sólo manifiesta su recuerdo o su pertenencia al pueblo
elegido, sino que lo alimenta y lo realiza efectivamente. El gesto del
baño en el agua, tanto para los indios en el Ganges, para los egipcios
en el Nilo, para los judíos en el Jordán o para los cristianos en el rito
bautismal, es un conjunto de acciones y palabras que conforman toda
una celebración simbólica: la inmersión en una nueva esfera. En
nuestro caso, la incorporación a Cristo, en su nueva vida, a través de
la muerte.

c) Para los cristianos el motivo fundamental de estos signos es el
teológico: el mejor modelo de actuación simbólica lo tenemos en el
mismo Cristo Jesús. En su misma Persona El es el lenguaje más
expresivo de Dios, que nos quiere mostrar su Alianza, su cercanía o su
perdón. Y también es Cristo el lenguaje mejor de la humanidad en su
respuesta a Dios: nuestra alabanza y nuestra fe han quedado
plasmadas en Cristo, Cabeza de la nueva humanidad. Por eso se le
llama a Cristo "sacramento del encuentro con Dios", o como dijo Pablo
en su segunda carta a los corintios: Cristo es el "sí" más claro de Dios
a los hombres y el "sí" también más concreto de los hombres a Dios.
Además, Cristo utilizó continuamente el lenguaje de los gestos
simbólicos en su actuación salvadora: palabras, acciones, contacto de
sus manos, lo incisivo de su mirar, los milagros... 
Y ahora sigue haciéndolo del mismo modo, en el ámbito de este
sacramento global que se llama Iglesia. Para darnos alimento y
fortaleza, ha pensado en la acción simbólica de la comida eucarística;
para hacernos nacer a la nueva vida, quiere que recibamos el baño
bautismal del agua; para reconciliarnos con Dios, nos invita a una
celebración del perdón, con sus palabras y el gesto de la imposición
de manos del ministro... 
Por eso la liturgia, tanto por la carga humana como por la teología
misma de la encarnación, tiene los signos y los símbolos como una
realidad fundamental en su dinámica.
Claro que el lenguaje de los signos no es el único en la liturgia: la
comunidad mima también los signos de la evangelización (la palabra,
la catequesis, la predicación) y el lenguaje, cada vez más convincente,
de su compromiso cristiano (el amor, la servicialidad, la lucha por la
nueva sociedad de libertad y justicia). Pero en medio, entre el anuncio
de la Palabra y su vivencia práctica, está su celebración y la
comunidad cristiana utiliza más que nunca en esta liturgia el lenguaje
de los signos y símbolos.

SIGNO-SÍMBOLO/QUE-ES
Las celebraciones sacramentales no habría que verlas sólo desde la
perspectiva de "signos", por muy eficaces que se quiera, sino de la de
"símbolos" o "acciones simbólicas". 
El signo, de por si, apunta a una cosa exterior a si mismo: el humo
indica la existencia del fuego, y el semáforo verde nos hace saber que
ya podemos pasar... El signo no "es" lo que significa, sino que nos
orienta, de un modo más o menos informativo, hacia la cosa
significada. Es una especie de "mensaje" que designa o representa
otra realidad. 
El símbolo es un lenguaje mucho más cargado de connotaciones.
No sólo nos informa, sino que nos hace entrar ya en una dinámica
propia. El mismo "es" ya de alguna manera la realidad que representa,
nos introduce en un orden de cosas al que ya él mismo pertenece. La
acción simbólica produce a su modo una comunicación, un
acercamiento. Tiene poder de mediación, no sólo práctica o racional,
sino de toda la persona humana y la realidad con la que le relaciona.
Para felicitar a una persona en su cumpleaños o en un aniversario
de bodas, podríamos emplear sólo palabras. Pero normalmente
recurrimos a un lenguaje simbólico: regalos, felicitaciones poéticas, un
pastel con velas encendidas (ya el mismo hecho de introducir el pastel
y de apagar las velas y repartir sus porciones es todo un rito), una
buena comida... El gesto simbólico de dos novios que se entregan el
anillo de bodas no sólo quiere "informar" del amor: es un lenguaje que
vale por muchos discursos, y que seguramente contiene más realidad
que las palabras y que la vida misma (difícilmente, luego, se llegará a
alcanzar el grado de amor y fidelidad que ese gesto sencillo y
profundo expresa). 
"Símbolo", por su misma etimología (sym-ballo, re-unir, poner juntas
dos partes de una misma cosa, que se hallaban separadas, a modo de
puzzle) indica una eficacia unitiva, re-cognoscitiva (no sólo
cognoscitiva) de relación comunicativa. El símbolo establece una cierta
identidad afectiva entre la persona y una realidad profunda que no se
llega a alcanzar de otra manera. Esto es particularmente palpable en
aquellos símbolos que son identificadores de una comunidad o grupo
humano, tanto si es un partido político como una agrupación religiosa
o cultural. 
Todo esto tiene particular vigencia cuando los cristianos celebramos
nuestra liturgia. El baño en agua, cuando se hace en el contexto
bautismal, adquiere una densidad significativa muy grande: las
palabras, las lecturas, las oraciones, la fe de los presentes, dan al
gesto simbólico no sólo una expresividad intencional o pedagógica,
sino que en el hecho mismo del gesto sacramental convergen con
eficacia la acción de Cristo, la fe de la Iglesia y la realidad de la
incorporación de un nuevo cristiano a la vida nueva del Espíritu. No es
un rito mágico, que actúa de por sí, independiente del contexto. Pero
tampoco es sólo un gesto nominal o meramente ilustrativo: la acción
simbólica es eficaz de un modo que no es ni físico ni tampoco sólo
metafórico: es, sencillamente, la eficacia que tiene el símbolo. El
símbolo re-une, concentra en sí mismo las realidades, conteniéndolas
un poco a todas ellas. 
Y así pasa con todos los sacramentos, y con las diversas
celebraciones del año cristiano, cargado de gestos simbólicos con los
que Cristo, la Iglesia y cada cristiano expresan y realizan su mutua
relación de comunión. 
Esos símbolos litúrgicos no sólo informan, catequéticamente, de lo
que quieren representar. Sino que tienen un papel mediador,
comunicante, unificador, transformador, productor... Las palabras y el
gesto de la absolución llevan a su realidad el encuentro reconciliador
entre Dios y el pecador. El comer y beber de la Eucaristía es el
lenguaje, simbólico y eficaz, de la comunicación que Cristo nos hace
de su Cuerpo y su Sangre, y de la fe con que nosotros le acogemos...


La variedad de los gestos litúrgicos
La inmensa mayoría de las acciones simbólicas con que expresamos
los cristianos esta nuestra relación con Dios y con la misma
comunidad, son heredadas de la revelación o de la tradición más
antigua de la Iglesia. Pero a su vez tanto Cristo como la Iglesia
primitiva no es que inventaran estos signos, sino que los tomaron de la
vida misma y del lenguaje más accesible y expresivo de la humanidad:
todos entienden lo que significa y realiza el baño en agua, o la comida
o bebida en común, o los beneficios de la unción-masaje con aceite...
Y no es nada difícil entender el magnífico abanico de sentidos que
puede tener un gesto antiguo, universal y ahora recuperado en todos
los sacramentos: la imposición de manos; es un gesto que indica
visualmente, sobre todo en el contexto de los sacramentos, la
transmisión de un poder, de una bendición, de una reconciliacion...
Hay muchas clases de signos y gestos simbólicos en la liturgia:

- algunos, vinculados al cuerpo humano, que también "habla" y
expresa las actitudes más íntimas: así, las posturas del cuerpo (de pie,
de rodillas...) pueden contribuir no sólo a que se manifieste una actitud
determinada (prontitud, reverencia, humildad) sino a sentirla más en
profundidad; los gestos de las manos (elevadas al cielo, o golpeando
el pecho, manos que aplauden...) llegan muchas veces a donde no
llegan las palabras: una ovación puede suplir alguna vez a la mejor
aclamación; el movimiento también tiene importancia: el caminar, el
marchar en procesión hacia la comunión, una danza estilizada...;

- hay otros muchos relacionados con cosas materiales, de las que
nos servimos para expresar lo que nuestros ojos, nuestras manos o
nuestras palabras no pueden decir bien: el baño en agua, la unción
con aceite, el pan y el vino, hablan por sí solos; así como otros
muchos elementos utilizados a lo largo del año cristiano en la
celebración: la luz, las velas, el fuego, la ceniza, el incienso, las
imágenes, los vestidos y sus colores, las campanas... El lugar mismo
de la celebración juega un papel importante: los edificios de la
asamblea cristiana, el ambón como lugar digno y respetado de la
Palabra de Dios, el altar como símbolo de Cristo y de la comida
eucarística, la sede del presidente, destacada por su condición de
signo visible de Cristo Cabeza... 
En verdad, para que nuestras celebraciones adquieran toda su
eficacia como lenguaje humano y cristiano, tendríamos que cuidar más
toda esta serie de elementos simbólicos, mucho más numerosos de lo
que a primera vista pudiera parecer. La liturgia tiene una serie de
recursos expresivos que no aprovechamos suficientemente.

Catequesis e iniciación en los gestos clásicos
Estas paginas no quieren, en principio, proponer nuevos gestos
simbólicos o forzar el camino de una creatividad omnímoda.
Esa—la búsqueda de nuevos símbolos—es una tarea noble, difícil, y
tal vez necesaria. Que la Iglesia ha hecho a lo largo de su historia con
admirable imaginación, tanto en torno al año litúrgico como a los
sacramentos, tanto en la liturgia como en la religiosidad popular. Y que
por tanto no es nada extraño que también en nuestra generación y
sucesivas se sienta movida a realizar continuamente. Crear una
simbología más adecuada a la cultura y la sensibilidad actuales, es un
ideal que no se puede dar por perdido. Aunque haya que hacerlo a la
vez con equilibrio y valentía, con respeto a la tradición y amor a la
cultura de hoy. 
Pero, repito, la finalidad de estas reflexiones quiere ser más
modesta. Quiere ayudar a entender el sentido de los símbolos que ya
tenemos de los gestos y signos que están hoy en nuestra liturgia, y
que hemos heredado de generaciones pasadas. Pero que siguen
siendo lenguaje válido (los que se demuestra que no lo eran, ya han
sido suprimidos). 
Si se hacen bien, los gestos simbólicos que tenemos en la Pascua, o
en la Eucaristía, o en otras celebraciones, tienen todavía una gran
fuerza expresiva. El hecho de que sean "tradición" no debería crear
ningún complejo de pobreza o de falta de originalidad. Todo símbolo
comunitario tiene esencialmente raíces de tradición: precisamente
identifica al grupo, da color a la celebración desde su misma teología y
su origen desde Cristo o la Iglesia primitiva. Los símbolos no se
cambian como la camisa. Son de por sí heredados. 
Si los gestos que hacemos en la liturgia no "funcionan" como
desearíamos, no es porque sean antiguos, sino por otras causas. Y
por tanto, la intención de estas páginas es invitar a corregir esos
defectos:

- hay que iniciar a los cristianos, jóvenes y adultos, a esos gestos
simbólicos y su lenguaje; o sea, ayudarles a entenderlos, a realizarlos,
a entrar en su dinámica; para ello habrá que dar tiempo a la
catequesis, en el momento oportuno, a partir del sentido humano y
también del sentido bíblico que tiene tal acción o gesto o elemento;
entender en profundidad un símbolo es favorecer la propia identidad,
la comunión con los valores esenciales;

- hay que hacerlos bien; por mucha mentalización que haya en torno
a un gesto o a una acción simbólica, si los ministros los realizan de
modo pobre, insignificante, mecánico, rutinario, evidentemente ese
gesto simbólico no adquirirá toda la densidad y eficacia que se
pretendía; una reconciliación con los símbolos pasa, sobre todo, por
una reforma mental de los ministros, que toman conciencia de que los
signos litúrgicos —sacramentales o no—no son automáticos, sino que
llevan consigo una carga de pedagogía y expresividad humana,
aunque su último fin sea la comunión interior con el misterio celebrado
(cfr. SC 59). Los gestos simbólicos bien hechos no se conforman con
la "validez", sino que apuntan a la expresión de la fe y del misterio de
salvación que sucede. Son signos no sólo disciplinariamente suficientes,
sino "expresivos" de lo que quieren significar. 
Es una doble llamada, pues, que quieren poner en marcha estas
notas.

- una invitación a la catequesis de los gestos y acciones simbólicas
que utilizamos en la liturgia actual;

- una urgencia para valorar en la práctica la realización más
decorosa, clara, expresiva, de los gestos, potenciando su lenguaje. 
JOSÉ ALDAZÁBAL

Fuente: mercabá.org

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los ritos

Aquí tienes la segunda entrega de esta serie que tratará sobre temas que tienen especial conexión con la sagrada liturgia, relativos a los signos y símbolos litúrgicos. El tema de hoy resulta imprescindible para comprender mejor los que seguirán más adelante. La materia está expuesta de manera rigurosa y fundada profundización, por lo que debe leerse con atención. De seguro que para muchos será de  utilidad.
Las actitudes y valoraciones con respecto al rito son en la cultura occidental contemporánea bastante complejas y controvertidas. Mientras una tendencia parece reírse de los ritos e intenta abandonarlos, siguiendo en esto los estímulos cada vez mayores de la organización puramente racional de la sociedad, otra tendencia, no necesariamente ajena del todo a la precedente, sino que emerge de ella de forma ocasional, adopta ante ellos actitudes de búsqueda, de redescubrimiento y/o de ejecución convencida. Así, mientras que en la esfera tanto social como religiosa hemos observado un abandono de prácticas rituales, casi contemporáneamente han nacido otras prácticas propias de determinadas áreas culturales típicas, por ejemplo, las de los adolescentes o de los jóvenes. Igualmente, al tiempo que en los círculos cultos e intelectuales se afirmaba el fin de lo religioso (el eclipse de lo sagrado) y el emerger de la secularización, entendida en el sentido más amplio de la palabra, persistían y persisten prácticas rituales arcaicas, como las peregrinaciones y procesiones, o formas repetitivas de gestos y actitudes propias de las fiestas periódicas, tanto religiosas como civiles.
Es necesario constatar, antes de cualquier definición interpretación de los ritos, su compleja presencia en la vida de los hombres. En realidad esta presencia debe ser considerada en el orden de lo fundamental. "Es un error pensar que pueda existir una religión que sea totalmente interior, sin reglas, sin liturgia, sin signos externos de estados de ánimo interiores. Así como para la sociedad, así también para la religión la forma exterior es condición de su existencia... Como animal social, el hombre es un animal ritual. Suprimido en un modo, el ritual rebrota en otro, tanto más fuerte cuanto más intensa es la interacción social". Sin embargo, esta presencia fundamental de los ritos en la vida del hombre, por sus multiformes relaciones con lo vivido, hace difícil toda interpretación ulterior.



1. PARA UNA DEFINICIÓN DEL RITO.

a) Uso analógico. No existe una definición unívoca y definitiva
del término rito. "Según la etimología sánscrita, este término designa lo que está conforme con el orden (rita)"; pero en las explicaciones descriptivas de tipo antropológico, aunque surgiendo siempre alguna referencia a lo regulado, a lo que tiene ritmo, al orden, parece preferirse el uso del término rito y, por extensión, ritual, ritualización, dando casi por descontado su significado. La misma observación puede hacerse toda vez que los citados términos se unen a explicitaciones como actitudes rituales, comportamientos rituales, expresiones rituales, o cuando se emplean términos sustitutivos como ceremonias, programa ritual, secuencia ritual. En realidad, en el campo antropológico se observa una cierta uniformidad al considerar como ritos una serie de prácticas sociales, colectivas o individuales, aunque no se hayan precisado el uso y el límite de la definición conceptual que los describe. Así, mientras que en el lenguaje común el rito se refiere a menudo a un comportamiento social repetitivo y/o estereotipado, se hace problemático determinar con claridad las fronteras entre lo que es ritual y lo que no lo es. En concreto, no es fácil establecer la diferencia entre usos, actitudes sociales o relaciones públicas y ceremonias o cultos. La amplia tipología citada por J. Huxley, con ejemplos de un ritualismo que va de los rituales basados en la proyección psicológica, como el macho cabrío expiatorio, a los de la actividad lúdica, invita a considerar el uso no sólo de los términos, sino también del concepto analógicamente; uso fácilmente justificable y comprensible por cuanto los rituales son explicitaciones fundamentales de la socialidad del hombre que señalan y subrayan, en consecuencia, todas las manifestaciones de dicha socialidad.

b) Útil/no útil. Sin embargo, y sin salirnos del lenguaje tanto común como especializado, el rito además de ser referido a la repetitividad es considerado como, perteneciente al orden dado no útil, insinuándose una frontera entre lo que es rito y lo que no lo es. En una tentativa de definición, podríamos decir con J. Cazeneuve: "El rito exhibe el aspecto de una acción que se repite de acuerdo con reglas invariables y cuya ejecución no se advierte que produzca efectos útiles",. Pero indudablemente el recurrir a la categoría de lo útil no ayuda a clarificar el fenómeno, en cuanto que las condiciones que definen el comportamiento ritual, las funciones que desarrolla y los medios que emplea revelan una necesidad práctica propia de los objetivos utilitarios, de modo que entre el rito y el acto útil podemos observar posibles coincidencias y amplias constantes. Basta pensar en los ritos mágicos para obtener la lluvia, o bien en los ritos típicos de la neurosis obsesiva, que sirven para gratificar y calmar al sujeto empujado a realizarlos. En este sentido, Cazeneuve precisa ulteriormente: "El rito es un acto cuya eficacia real o presunta no se agota en el encadenamiento de causa y efectos. Si es útil, no lo es por conductos exclusivamente naturales, y en ello reside su diferencia respecto de la práctica técnica". El reenvío a una dimensión no fenoménica, extraempírica, de algún modo sobrenatural, plantea a su vez la distinción entre rito religioso y rito-no-religioso.

c) Religioso/no-religioso. Es necesario advertir sobre todo cómo en esta distinción parecen concordar los pareceres de una gran parte de los investigadores del rito en las diversas culturas. Desde Durkheim y la escuela sociológica a Malinowski y la corriente funcionalista hasta Turner, uno de los más importantes investigadores representativos de la antropología social, el rito es definido, además de por su repetitividad, por su referencia a creencias, a órdenes extraempíricos o a poderes místicos. Es más, dentro de las mismas escuelas o corrientes, como por ejemplo en la funcionalista de la obra de R. Firth, se llega a establecer ulteriormente la división entre ceremonias y rito, subrayando la diferencia propia e insistiendo en la eficacia de orden místico del segundo más que en la normalidad convencional de las primeras. Sin insistir demasiado en esta última diferencia, por cuanto la interferencia entre las dos formas es frecuente, me importa subrayar que la oposición absoluta entre ritos religiosos y no religiosos no es del todo pertinente ni operativa.

Es preciso distinguir entre lo que sucede en la sociedad y en las culturas y en la conceptualización propia de las conciencias particulares. En lo tocante a estas últimas, es normal constatar que "ningún creyente estaría dispuesto a admitir que el ritual de la misa es un fenómeno de la misma naturaleza que el de quitarse el sombrero en casa. Los dos fenómenos son conceptualizados de modo diverso por un sujeto social". Por consiguiente, en este plano es fácil distinguir lo que es rito religioso de lo que no es aceptado como tal. La valoración es notablemente diferente cuando se toman en consideración las sociedades donde lo religioso no es constatable ni resalta como una realidad aparte, diferente del resto. En este contexto, tanto para el individuo como para la sociedad, el fenómeno ritual es omnicomprensivo, marca rítmicamente lo cotidiano y señala las estaciones, pero no establece relaciones entre lo sagrado y lo profano, pues no existe ninguna frontera que lo divida. En el caso de que después se quiera investigar el fenómeno partiendo de esta división, se debe tener presente la oportuna indicación metodológica de considerar "el comportamiento ritual lógicamente anterior a toda representación de dioses o divinidades particulares, de modo que el culto o el servicio divino sería más fácilmente interpretable como una aplicación a los dioses, divinidades, espíritus y fuerzas más o menos localizados y antropomorfizados, de las reglas y costumbres en uso en los rituales de interacción humana, descartando quizá el sacrificio".

Estas precisiones me parece que confirman ampliamente el uso analógico de la noción de rito, reenviando a los diversos contextos las puntualizaciones necesarias y el empleo del término.



2. GÉNESIS FUNDAMENTAL DEL RITO.

a) El modelo ontogenético de E. Erikson. La amplia fluctuación analógica, si por una parte comporta el peligro de una pulverización del fenómeno ritual y, llevada al extremo, una evanescencia interpretativa, por otra invita a buscar los elementos de la ritualidad humana en su génesis fundamental o en aquellas raíces que permiten comprender cómo es posible encontrar la experiencia ritual en una amplia gama de hechos. En esto nos puede ayudar el modelo de E. Erikson, que desde una perspectiva psicológico-social descubre el fenómeno ritual, o mejor su ontogénesis, en el proceso de crecimiento y de socialización del hombre/ mujer. Erikson, para delimitar la ritualidad humana, plantea como postulado que dicha ritualización debe comportar como mínimo un intercambio entre dos personas, las cuales repiten determinados actos a intervalos significativos en contextos que se repiten. La formalización de este intercambio debe favorecer la adaptación emotiva de los dos participantes. En la relación madre-niño, en el estadio preverbal de este último, en particular en la relación que se establece al despertar cada mañana, encontramos este intercambio entre dos personas que, repitiendo determinados actos a intervalos significativos y en un contexto dado, permite la adaptación recíproca. Erikson comenta: "Muchas cosas contribuyen a pensar que el hombre nace con una necesidad de seguridad y de reafirmación regular y recíproca: en cualquier caso, sabemos que la ausencia de estas realidades puede causar trastornos gravísimos en un recién nacido, ausencia que disminuye o detiene la búsqueda activa de impresiones que confirman los datos de los sentidos del mismo recién nacido. Pero una vez despertada, esta necesidad se confirma en cada período de la vida bajo la forma de un anhelo de ritualización y de ritos renovados, más formalizados y más ampliamente compartidos cada vez, que da de nuevo el reconocimiento esperado. Estas ritualizaciones comprenden el intercambio de los saludos ordinarios que refuerza los vínculos emotivos, hasta la fusión del individuo con su objeto en el amor, la inspiración o el carisma del jefe. Yo sugeriría, por tanto, que esta primera y oscura seguridad, este sentimiento de una presencia santa, aporta un elemento que está presente en toda ritualización humana, y que nosotros llamamos lo numinoso". Para el autor es esencial observar la existencia de un mismo proceso de ritualización; éste se confunde con el crecimiento vital del hombre y, pese a sus diferentes formas y grados, recorre toda manifestación ritual, desde la inicial de la relación madre-niño a la más propiamente religiosa, en la que el elemento de lo numinoso es aspecto indispensable y referente obligatorio, que de algún modo se explicita. Sin embargo, por el hecho de que en la ritualización de los adultos se aluda emocional y simbólicamente a elementos infantiles, no se quiere afirmar en absoluto que el rito pertenezca al orden de lo infantil. Por el contrario, se pretende hacer resaltar una lectura cultural de la vida humana y explicar adecuadamente la persistencia del fenómeno ritual en su totalidad funcional. En este sentido pienso que el modelo eriksoniano puede facilitar la comprensión de las diversas crisis a las que el rito está de vez en cuando sujeto tanto históricamente como en la vida del individuo, al tiempo que se recuerda su importancia y su fundamentalidad para el hombre/mujer en relación.

b) Simbólico/ imaginario. Para iluminar ulteriormente el proceso analizado por Erikson, convendría considerar el rito como una acción compleja en la que confluyen, ya desde su nacimiento, además de gestos y movimientos, palabras y cosas, "un todo coherente que, dentro de un determinado sistema cultural, establece un campo simbólico que permite situarse o situarnos el uno frente al otro, establecer relaciones, reconocer valores". Recordar lo simbólico significa confirmar por una parte la fundamentalidad del ritualismo humano, y por otra señalar su esencial función maduradora para el hombre/ mujer". De hecho, lo que llamamos ordinariamente lo real no lo alcanzamos nunca directamente. Sólo podemos percibirlo mediatamente; lo real se hace presente a nosotros mismos a través de la compleja trama simbólica de la cultura, en particular mediante la actividad del lenguaje, globalmente comprendido. También el devenir del sujeto en cuanto tal, y en cuanto se reconoce como tal, subyace a esta ley. La alteridad, de la que se toma conciencia progresivamente con respecto a la madre, alas cosas, a la sociedad y a la historia, se hace presente, de hecho, a través del orden simbólico. "Sin la mediación del lenguaje y de la trama simbólica constituida por la: cultura que me ha formado, estaría sometido al imperio mortífero de la cosa, en una inmediatez cerrada en sí misma. Es preciso que el lenguaje realice la muerte de la cosa para que yo me pueda constituir como sujeto en un mundo significante: así se crea un espacio libre, en el que llega a ser posible la vida humana. Pero al mismo tiempo renuncio a creer que pueda alcanzar la desnuda y cruda realidad, ilusión que me conduciría a la muerte: el símbolo me arranca así del imperialismo de lo imaginario". Es, en cambio, propio de lo imaginario aislar lo real y situar las cosas fuera de la cultura y de la sociedad. El individuo, en lo imaginario, se aísla a su vez, impidiéndose a sí mismo reconocer al otro y la realidad como diferente de sí. Todas las cosas son vistas como parte de sí mismo y son percibidas como imágenes de sí. El proceso de maduración del hombre queda dramáticamente bloqueado y puede conducir inevitablemente a la muerte.

La ritualidad es por su naturaleza anti-imaginaria, y vive del orden de lo simbólico. Sus mediaciones asumen las características de la diferenciación entre los diversos ritos. De este modo el tiempo y el espacio que establece mediatiza la compleja relación naturaleza/cultura, pensamiento/acción, palabra/cuerpo y las infinitas aperturas del hombre/mujer hacia los otros, las cosas, la sociedad y la historia. De este modo le es concedido al sujeto situarse; el rito le recuerda, haciendo que lo viva según las circunstancias, quién es, de dónde viene, a dónde va; la permite reencontrarse y reencontrar, ofreciéndole o mejor facilitándole esas posibilidades de maduración que afectan tanto a sus conocimientos como a su vida práctica, es decir, su éthos: actitudes y valores.



3. MORFOLOGÍA DEL RITO.

Frente a la analogicidad de la noción de rito y, consecuentemente, a la fundamentalidad originante del rito, tanto ayer como hoy se ha intentado dominar la complejidad del tema a través de dos operaciones. La primera consiste en dividir tipológicamente los ritos clasificándolos en ritos arcaicos y primitivos, distintos de los que están más propiamente presentes tanto en las grandes religiones modernas como en la vida cotidiana. En la práctica, han sido considerados los primeros sobre todo desde el punto de vista etnográfico y antropológico; aunque no faltan estudios, más allá de las disciplinas específicas propias de un de terminado rito, que afrontan el problema ritual hasta el comienzo de la época contemporánea. La segunda operación consiste en interpretarlos según las funciones que realizan, tanto sociales como psicológicas.

No ha faltado un tercer intento que, para evitar la complejidad de las operaciones enunciadas, ha propuesto referirse al ritual como programa, y desde el programa se ha intentado leer las categorías propias del ritual.

Para permanecer en el ámbito de mi presentación, manifiestamente promocional en lo tocante al rito, creo que es más útil clasificar los ritos según tres grandes planos o grados sugeridos por las respectivas estructuraciones formales, y por tanto por una lectura que podríamos llamar gramatical del contexto ritual. De este modo será fácil clasificar también los rituales litúrgicos, prescindiendo de las complejas secuencias rituales que los componen y que hacen a los ritos particulares articuladamente elaborados.

a) Ritos obsesivos. En estos ritos más o menos supersticiosos se pueden clasificar actos como lanzar una pizca de sal a los cuatro puntos cardinales cuando la sal ha sido derramada; hacer la señal de la cruz al comienzo de una competición deportiva; escupir en las propias manos antes de comenzar un trabajo; tocar hierro..., que en su reiteratividad y complejidad parecen no tener objeto aparente. Son ritos que de algún modo ha de practicar la persona, so pena  de profundos trastornos y frustraciones.

Según la lectura psicológica iniciada por Freud, en estos ritos individuales es posible entrever características propias del rito en general, y del religioso en particular. Sin embargo, este tipo de lectura es discutible, sobre todo porque sitíra la explicación de la ritualidad social no a nivel ontogenético, sino dentro de la psicología individual, a nivel filogenético.

b) Ritos de interacción.. El segundo grado o nivel del ritual cubre toda la amplia área de los ritos interpersonales, fina y eficazmente descritos por E. Goffman. Conciernen a todo lo que el sujeto en presencia de otros; se ve obligado a hacer al objeto de volverse accesible y utilizable para comunicar: códigos de educación, precedencias, reglas para la torna de contacto, etc. A través de estos, ritos se instaura ante todo un respeto entre los individuos; respeto prestado y reconocido de forma que facilite el contacto y las respectivas fases sítuacionales. La lectura goffmaniana tiene el mérito; de subrayar que "el ritual no es una fórmula" muerta que esconde el funcionamiento. real de las instituciones sino el conjunto, de actos a través de los cuales el sujeto controla y hace visibles las implicaciones simbólicas de su comportamiento cuando se encuentra directamente expuesto a otro individuo". Además estamos más sensibilizados a aquellas secuencias rituales, que podríamos denominar globalmente de presencia y de contacto, observables en los rituales más complejos, y en particular en los de tercer grado.

c) Ritos instituidos. En el tercer grado del ritual se pueden clasificar aquellos ritos que denominamos instituidos, los cuales, teniendo una organización autónoma y formada por varias secuencias rituales, se sitúan en torno a un acto performativo; por ejemplo: los ritos de tránsito; los ritos de iniciación, los ritos de sacrificio», los ritos de adivinación... La tipología que puede abrazar este tercer nivel es muy amplia, y múltiples los problemas conexos, porque cada uno de los ritos puede estar sujeto a lecturas muy diferentes. No se puede dejar de recordar expresamente que es posible situar entre estos ritos también a los litúrgicos, entendidos en su acepción de cristianos. Sin embargo, la problemática propia de estos últimos repropone con vigor la cuestión de la relación entre el rito y la magia", y globalmente la eficacia simbólica tanto en la lectura tradicional como en la relectura contemporánea, dando lugar, discreta pero claramente, a una renovada comprensión de la eficacia sacramental.

 
II. RITO CRISTIANO

El sector de los ritos cristianos se presenta compuesto y a la vez complejo. Conviene tener presente una triple distinción indicativa y fluida, la cual, sin embargo, no goza del consenso de todos los estudiosos. En primer lugar: los ritos litúrgico-sacramentales, declarados como propios y oficiales por los responsables eclesiales que abarcan la mayor parte de los ritos de tránsito (para utilizar la terminología de A. van Gennep), la Eucaristía, la liturgia de las Horas. En segundo lugar: los ritos típicos de la piedad popular: rosario, novenas, procesiones devocionales..., que de hecho se inspiran directa o indirectamente en los ritos oficiales, sobre todo en cuanto a los contenidos. Por último: el vasto campo de los ritos de la religiosidad popular, en los que se pueden observar resonancias o . referencias cristianas tanto en las secuencias rituales como en los contenidos: peregrinaciones anuales tradicionales (como, por ejemplo, a la Virgen de Luján o a la tumba del apóstol Santiago en Compostela), llantos rituales, ritos cuaresmales y de la Semana Santa, tan diversos y abundantes... En esta amplia gama tipológica solamente tengo en cuenta la primera distinción, que, en su acepción sacramental, se refiere a los ritos que he denominado [supra, 1, 3, c], por su estructura, instituidos.



1. MITO FUNDADOR-RITO.

Como todo rito religioso, el rito cristiano se especifica principalmente por su referencia al mito fundador, para que lo hagan revivir de algún modo, a través de las modalidades de ser propiamente rituales, los celebrantes o actores rituales". "Sumergiendo simbólicamente al grupo en el tiempo primordial del que ha nacido, esta anámnesis ritual obra una verdadera regeneración. El retomar energías en el "in illo tempore" mítico de la génesis del grupo sirve de obstáculo a las fuerzas de la muerte que, inevitablemente y sin descanso, socavan su identidad y, por lo tanto, amenazan tanto su existencia como el agotamiento de su significancia del mundo. Tal es, en efecto, el poder de la anamnesis mítica: acto de reminiscencia, extirpa el pasado a lo que es realidad pasada, donde el simple recuerdo lo deja pudrirse y lo vuelve presente, para hacer del mismo una génesis viviente del hoy y del futuro; en la anámnesis el grupo recibe su pasado como presente en el doble sentido del término, como don de gracia". Está claro que el rito cristiano tiene como mito fundador, en sentido estricto, la muerte / resurrección de Jesucristo. Con la característica particular, sin embargo, de no concebir la inmersión en el in illo tempore como mito del eterno retorno; sino con la certeza de una libertad personal que confiesa la realidad primordial en una historia continua y no cíclica.

Dentro de la experiencia cristiana, O. Casel, con lucidez y perspicacia, aunque con finalidades teológicas, ha puesto en claro las estratificaciones y dependencias entre el mito fundador y el rito. "Partiendo del hecho de que la liturgia cristiana es llamada constantemente misterio, Casel descubre que los componentes esenciales de este término técnico cultual son: 1) la existencia de un acontecimiento primordial de salvación; 2) que este acontecimiento se hace presente en un rito; 3) que el hombre de todos los tiempos a través del rito realiza tanto su particular historia de salvación como la universal. Aplicando estos elementos resulta, pues, que el culto cristiano, realizándose en el nivel y forma cultural del misterio, no es tanto una acción del hombre que busca un contacto con Dios (concepto natural de religión) cuanto un momento de la acción salvífica de Dios sobre el hombre (concepto revelado de religión)". De esto se deriva también y sobre todo que el grupo iglesia se ve continuamente forzado a referirse a su fundador para expresar su total dependencia en cuanto a los contenidos y para confrontarse sobre cómo explicita ritualmente estos contenidos.

Sin embargo, se debe precisar que "como cualquier ritual religioso, los sacramentos no son ante todo de orden cognoscitivo, el de la loghia, sino de orden práctico, el de la urgia. Si transmiten informaciones doctrinales o éticas, es a partir de la acción que se realiza y según el mismo simbolismo de esa acción. Las celebraciones litúrgicas no se deben considerar como el lugar de un tratado teológico, aunque éste no está evidentemente ausente nunca. Sobre todo son un actuar, que busca una eficacia real y beneficiosa para los participantes. El obrar tiene prioridad sobre el decir; o, mejor, lo que se dice es lo que se hace, de modo que lo decisivo es menos lo que se dice que el modo de decirlo, o sea, el acto del decir" Para la experiencia cristiana, por tanto, el rito no pertenece al orden de lo accesorio, sino que es una modalidad de ser y de expresarse que media expresivamente, despertándolas, todas las realidades silenciosas de la fe: comprometiendo al hombre entero y al cosmos en las articulaciones de todo el lenguaje verbal y no verbal, reactualiza el mito-fundador, de modo que éste tiene efectivamente lugar por medio del gesto humano.



2. CONSTANTES Y VARIABLES DEL RITUALISMO CRISTIANO.

El rito cristiano no instituido se articula como un hacer-obrar, según determinadas circunstancias, tiempos y acontecimientos, o explicitando lo que el fundador mandó hacer al grupo-iglesia (por ejemplo, el banquete sacrificial...), o refiriéndose a una ritualidad más vasta, asumiéndola del patrimonio ritual religioso de distintas culturas (por ejemplo, la imposición de las manos), del mundo hebreo, de tradiciones griegas o romanas (por ejemplo, aspectos del rito matrimonial) o de expresiones particulares de las culturas en las que se practica hoy. En la ritualidad cristiana, sin embargo, los ritos no se pueden reducir a meras creaciones culturales organizadas en torno a elementos focalizadores o a circunstancias ocasionales externas. Además de ser confrontados con el mito fundador, como decía más arriba, encuentran en la lógica del mismo, globalmente entendido, un paradigma de autoridad referencial: el logos se hace carne, transfigurándola para la vida sin fin. El logos (en este caso las palabras fundamentales de la experiencia cristiana) aporta a la ritualidad una instancia denotativa que circunscribe y precisa la polisemia inscrita en todo lenguaje ritual. De este modo se pueden usar también los lenguajes verbales y no verbales de la ritualidad humana y religiosa más vasta, pero para encontrar dentro del rito cristiano, en el texto o en el contexto, determinadas resonancias y posibilidades de lectura y comprensión. Conviene, empero, distinguir en la ritualidad cristiana lo que es constante o constitutivo, a menudo directamente ligado al fundador, y lo que depende de las variables históricas culturales en las que el rito se ha visto en la necesidad de ser expresado.

Entre las constantes se pueden señalar: a) las palabras y las cosas: la fórmula sacramental, que tiende a un máximo de performatividad tanto por su contenido lingüístico como por el gesto que la acompaña, tomada de las palabras del fundador o en referencia verbal al nombre de Dios, de la Trinidad o al Espíritu, la cual siempre lo denota interpretando los elementos materiales (pan y vino, agua y aceite, darse la mano...). Sin embargo, palabras y cosas, no con referencia al sentido, sino para ser más significantes, han sido sujetas a lo largo de los siglos a precisiones (por ejemplo, la fórmula sacramental de la eucaristía, la calidad del aceite para las unciones...) realizadas por el grupo-iglesia; b) el ministro o presidente del grupo-iglesia. Se entiende que es un ministro ordenado, que revela al grupo el motivo y en nombre de quién se ha reunido ritualmente; c) la estructura celebrativa esencial y fundamental: la constante presencia, de algún modo, de la lectura de las Escrituras y la proclamación de la fe, fe en la realidad que se manifiesta en el mito fundador.

Entre las variables se pueden señalar: a) las acciones gestuales: el lenguaje no verbal; de las posiciones: de rodillas, en pie, sentados...; de los movimientos: procesiones, danza....; b) el dispositivo ecológico: distribución y reglamentación del tiempo y del espacio, poseer y habitar el espacio por parte de los actores rituales en función de las secuencias rituales; c) los objetos: vestidos, objetos funcionales, vasos sagrados...; d) los actos de lenguaje: el uso de diversos estilos al leer y al orar; el canto, el grito, la aclamación, la música...; e) los actores: algunos protagonistas particulares en el rito: el que acoge, los lectores, el director del canto...

Probablemente en la atenta dinámica entre las constantes y las variables, antropológicamente hablando, reside la fuerza y la vitalidad del rito cristiano. El fenómeno, digamos de entropía, al que los siglos y las culturas someten al rito religioso, encuentra en la responsabilidad del grupoiglesia y en las posibilidades inherentes a la ritualidad cristiana un filtro y un dique bastante sólidos. El rito cristiano, aunque identificándose en el mito-fundador, se puede abrir estructuralmente a la pluralidad de adaptaciones exigida por los tiempos y por las diversas culturas en las que vive y actúa cada uno de los grupos-iglesia. Aparecer siempre el mismo y nunca el mismo es una característica de indudable fuerza cultural, que beneficia al grupoiglesia en sus inculturaciones, aculturaciones y transculturaciones, por complejas que sean.

Fuente: mercabá.org