viernes, 26 de septiembre de 2008

UNA HISTORIA PARA RECORDAR

En el año 383, un joven ambicioso de menos de treinta años, nacido en África y recién llegado a Roma, comprendió que Milán era la meta mejor para hacer carrera. Este joven se llamaba Agustín. Al saber que Milán solicitaba un profesor de retórica, tramó con el prefecto pagano de la Urbe, Quinto Aurelio Sínmaco, para obtener ese puesto. Y más sabiendo que los gastos del viaje corrían a cargo del Estado; en aquel momento de su vida Agustín era sensible al dinero.

Por Giuseppe Frangi Milán en el año 384 era un centro neurálgico y vital. Residía en la ciudad el emperador de Occidente, Valentiniano II, aún niño, con su madre Justina como regente. También estaba el obispo Ambrosio, el gobernador o consularis de la región Emilia que en el 374 había sabido mediar entre la facción filonicena y la antinicena y que, en virtud de esa intervención, había sido elegido obispo para satisfacción de todos: los antinicenos confiaban en su neutralidad, los filonicenos en la tradición indiscutible de su familia, el emperador en su lealtad de funcionario civil. Ambrosio, como escribe uno de los mayores historiadores de los primeros siglos de la cristiandad, Richard Krautheimer, «durante los 24 años siguientes convirtió la diócesis de Milán en la más importante de Occidente». En el año 383, un joven ambicioso de menos de treinta años, nacido en África y recién llegado a Roma, comprendió que Milán era la meta mejor para hacer carrera. Este joven se llamaba Agustín. Al saber que Milán solicitaba un profesor de retórica, tramó con el prefecto pagano de la Urbe, Quinto Aurelio Sínmaco, para obtener ese puesto. Y más sabiendo que los gastos del viaje corrían a cargo del Estado; en aquel momento de su vida Agustín era sensible al dinero. «Sínmaco miraba con buenos ojos que no fuera un cristiano quien ejerciera en la corte un cargo institucional», explica el historiador Luigi Crivelli, presidente de la Fundación San Ambrosio. En octubre del 384 Agustín está en Milán, acompañado por su concubina, cuyo nombre no dirá nunca, y con el hijo que ha tenido de ella, Adeodato, de 12 años. «El profesor cumple con el deber institucional de visitar al obispo Ambrosio», explica Crivelli. Al encuentro entre Ambrosio y Agustín Milán dedica hoy una exposición, solemnemente preparada y anunciada, en el Museo diocesano y en el Palacio Stelline. Un encuentro fatal, titularon curiosamente al unísono los periódicos Corriere della Sera y La Stampa al comentar el acontecimiento. Un encuentro que los historiadores han estudiado detalladamente. Y que ahora la exposición lo ofrece a un público más amplio. No eran meses tranquilos para Ambrosio. Y no lo eran a causa precisamente de ese Simmaco que había sido el patrocinador principal de Agustín. Con el asesinato del emperador Graciano, ocurrido el año anterior, Ambrosio había perdido un importante aliado. «Era aquel que había renunciado al título de pontifex maximus y que con sus decretos había favorecido a la parte católica», recuerda Crivelli. «Ambrosio sintió la gravedad del peligro que amenazaba toda su política». Agustín, debido a sus relaciones, tenía que estar al corriente de la situación en la que se encontraba Ambrosio, y en las Confesiones hace algunas breves pero significativas alusiones. Había visto cómo el obispo había afrontado la “lucha por las basílicas”. Justina, madre del emperador Valentiniano II, quinceañero, «había comenzado a perseguir a Tu siervo Ambrosio impulsada por la herejía en que la habían arrastrado los arrianos». En el 385 llega la primera petición de los arrianos para tener una basílica para los ritos pascuales. Ambrosio se opone y gana. El año siguiente la petición es aún más perentoria. Son semanas dramáticas. «Ante mis ojos estaba la muerte», escribe Ambrosio a su hermana Marcelina. El pueblo estaba con él, y de noche vigilaba la Basílica Portiana (quizá la actual San Vittore al Corpo), objeto de los intereses de los arrianos. «Estos hechos impresionaron mucho a Agustín», explica Crivelli. «En las Confesiones declara su asombro por la manera en que “Tu campeón Ambrosio” afrontó los hechos; por la muchedumbre “dispuesta a morir por su obispo”, por su madre Mónica “siempre en primera fila durante el servicio y en las vigilias”». Concluye Agustín: «Nosotros mismos aunque aún no encendidos por el fuego de tu Espíritu, participábamos de la turbación y de la inquietud de toda la ciudad». Y al final Justina, sigue diciendo Agustín, “fue por lo menos frenada en su furia persecutoria». En junio de este 386, en Puerta Vercellina, son hallados los cuerpos de los mártires Gervasio y Protasio. «No podemos ser mártires, pero encontramos a los mártires», escribe Ambrosio en el himno que les dedica. Inmediatamente mandó que los pusieran en una nueva basílica, la Basílica Martyrum, la actual San Ambrosio. También estos hechos llamaron la atención de Agustín llevándole paso a paso hacia el momento decisivo de su vida. Describe en las Confesiones, con palabras conmovidas, el traslado de los cuerpos de los dos mártires a la basílica, las curaciones que hubo gracias a ellos, entre estas la de un ciego que recuperó la vista. El verano del 386 es decisivo para la vida de Agustín. Ambrosio había ido en misión a Tréviris, donde estaba el general Máximo. Con realismo le había sugerido al inquieto intelectual que se pusiera en manos de Simpliciano, un anciano sacerdote de la Iglesia de Milán que era también el padre espiritual de Ambrosio. Fue Simpliciano quien le contó la conversión de Cayo Mario Victorino, también él africano de origen, conversión de la que había sido testigo en Roma unos años antes. «Apenas Tu siervo Simpliciano terminó de contarme estas cosas de Victorino me invadió el deseo ardiente de imitarle». «Comenzaba a abrirse camino en mí una nueva voluntad de servirte desinteresadamente y de gozar de ti, oh Dios», escribe siempre en el hermoso libro VIII de las Confesiones. Al final del verano decide dejar la enseñanza («bajar de la cátedra de la mentira») y aprovechar una vacación otoñal que le ofrece Verecundo, maestro de retórica en Milán, que le deja su casa de Casicíaco (la actual Casciago, sobre Varese, o Cassago Brianza). Agustín va allí con sus amigos, su madre Mónica y su hijo Adeodato. Pero antes de salir escribe a Ambrosio para comunicarle su deseo de recibir el bautismo. Y le pregunta al obispo «qué libro debe leer para prepararse mejor a recibir una gracia tan grande». Ambrosio le aconseja el libro de Isaías.«Catecúmeno en la tranquilidad del campo», como él mismo se define, Agustín pasa los días conversando y un estenógrafo, expresamente llamado, transcribe fielmente las conversaciones. Nacen una serie de libros como el Contra académicos, el De beata vita, los Soliloquia. «Ahora ya sólo a ti te amo, sólo a ti te busco, sólo a ti te sigo», escribe en el primer libro de los Soliloquia. En enero es hora de volver a Milán. Es costumbre de la Iglesia milanesa comunicar el día de la Epifanía la fecha de la Pascua y dar a conocer los nombres de los que recibirán, en esa noche, el bautismo. Agustín se inscribe entre los postulantes. Luego, la noche del Sábado Santo del 24 al 25 de abril del 387, en la pila octogonal adyacente al ábside de la basílica de Santa Tecla (los restos de la pila fueron hallados durante las excavaciones para el metro milanés), Ambrosio bautizó a Agustín: «Fuimos bautizados y de nosotros desapareció el ansia por la vida pasada». Y una tradición dice que le impuso la infula blanca, como un padrino de hoy, el paciente Simpliciano. En las dos tablillas del siglo XV presentes en la exposición se reconstruye la escena con precisión: se ve a Agustín en la pila, Adeodato y Alipio listos para ser bautizados después de él, y a su madre Mónica que lo había acompañado silenciosamente a ese paso. No existe el énfasis emocionado que en el siglo XVII pondrá El Cerano en su gran tela que domina el ábside de la Basílica milanesa de San Marcos, otra etapa obligatoria del paseo por el Milán agustiniano. El síntoma simple y concreto de este cambio son las lágrimas. Agustín, en un pasaje muy hermoso de las Confesiones, había hablado de sus lecturas de Platón, de la enseñanza que había recibido. La lectura de los libros platónicos fue para él una conversión de la inteligencia en el reconocimiento que la felicidad del hombre consiste en la unidad con el único Creador. «Et non flebam», concluye Agustín. «Y, sin embargo, no lloraba». En cambio, explica Crivelli, «después de aquel Sábado Santo comenzaron los días de infinita dulzura. La participación en la liturgia lo conmovía hasta las lágrimas. No lloraba porque se ahogase, sino porque por fin respiraba». El devoto y conmovido recuerdo de Ambrosio acompañará a Agustín durante toda su vida. También en su última obra contra la herejía pelagiana que no terminó, Contra Juliano, escribirá: «Mi maestro es Ambrosio, del que no sólo he leído los libros, sino que también he oído sus palabras y del que he recibido el baño que me ha regenerado»

miércoles, 17 de septiembre de 2008

LA MISA DE TODOS LOS TIEMPOS

La Celebración Litúrgica de la Eucaristía

Desde el siglo II, según el testimonio de S. Justino mártir, tenemos las grandes líneas del desarrollo de la celebración eucarística. Estas han permanecido invariables hasta nuestros días a través de la diversidad de tradiciones rituales litúrgicas. He aquí lo que el santo escribe, hacia el año 155, para explicar al emperador pagano Antonino Pío (138-161) lo que hacen los cristianos:

El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo. Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros...y por todos los demás donde quiera que estén a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna. Cuando termina esta oración nos damos el beso de la paz unos a otros. Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados. El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones. Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén. Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua "eucaristizados" y los llevan a los ausentes (S. Justino, apol. 1, 65; 67).

La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:

— La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;

la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.

Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas "un solo acto de culto" (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).

He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf Lc 24,13- 35).

El desarrollo de la celebración

Todos se reúnen: Los cristianos acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está Cristo mismo que es el actor principal de la Eucaristía. El es sumo sacerdote de la Nueva Alianza. El mismo es quien preside invisiblemente toda celebración eucarística. Como representante suyo, el obispo o el presbítero (actuando "in persona Christi capitis") preside la asamblea, toma la palabra después de las lecturas, recibe las ofrendas y dice la plegaria eucarística. Todos tienen parte activa en la celebración, cada uno a su manera: los lectores, los que presentan las ofrendas, los que dan la comunión, y el pueblo entero cuyo "Amén" manifiesta su participación.

La liturgia de la Palabra: comprende "los escritos de los profetas", es decir, el Antiguo Testamento, y "las memorias de los apóstoles", es decir sus cartas y los Evangelios; después la homilía que exhorta a acoger esta palabra como lo que es verdaderamente, Palabra de Dios (cf 1 Ts 2,13), y a ponerla en práctica; vienen luego las intercesiones por todos los hombres, según la palabra del Apóstol: "Ante todo, recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad" (1 Tm 2,1-2).

La presentación de las ofrendas (el ofertorio): entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en la última Cena, "tomando pan y una copa". "Sólo la Iglesia presenta esta oblación, pura, al Creador, ofreciéndole con acción de gracias lo que proviene de su creación" (S. Ireneo, haer. 4, 18, 4; cf. Ml 1,11). La presentación de las ofrendas en el altar hace suyo el gesto de Melquisedec y pone los dones del Creador en las manos de Cristo. El es quien, en su sacrificio, lleva a la perfección todos los intentos humanos de ofrecer sacrificios.

Desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta (cf 1 Co 16,1), siempre actual, se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf 2 Co 8,9):

Los que son ricos y lo desean, cada uno según lo que se ha impuesto; lo que es recogido es entregado al que preside, y él atiende a los huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra causa priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una palabra, socorre a todos los que están en necesidad (S. Justino, apol. 1, 67,6).

La Anáfora: Con la plegaria eucarística, oración de acción de gracias y de consagración llegamos al corazón y a la cumbre de la celebración:

En el prefacio, la Iglesia da gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras , por la creación, la redención y la santificación. Toda la asamblea se une entonces a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y todos los santos, cantan al Dios tres veces santo;

En la epíclesis, la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición (cf MR, canon romano, 90) sobre el pan y el vino, para que se conviertan por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu (algunas tradiciones litúrgicas colocan la epíclesis después de la anámnesis);

en el relato de la institución, la fuerza de las palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre;

en la anámnesis que sigue, la Iglesia hace memoria de la pasión, de la resurrección y del retorno glorioso de Cristo Jesús; presenta al Padre la ofrenda de su Hijo que nos reconcilia con él;

en las intercesiones, la Iglesia expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con los pastores de la Iglesia, el Papa, el obispo de la diócesis, su presbiterio y sus diáconos y todos los obispos del mundo entero con sus iglesias.

En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben "el pan del cielo" y "el cáliz de la salvación", el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó "para la vida del mundo" (Jn 6,51):

Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua "eucaristizados", "llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él s i no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo" (S. Justino, apol. 1, 66,1-2).

domingo, 14 de septiembre de 2008

LA EUCARISTIA - MEMORIAL

La Eucaristía, memorial de las maravillas de Dios 1. Entre los múltiples aspectos de la Eucaristía destaca el de "memorial", que guarda relación con un tema bíblico de gran importancia. Por ejemplo, en el libro del Éxodo leemos: "Dios se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 2, 24). En cambio, en el Deuteronomio se dice: "Acuérdate del Señor, tu Dios" (Dt 8, 18). "Acuérdate bien de lo que el Señor, tu Dios, hizo..." (Dt 7, 18). En la Biblia el recuerdo de Dios y el recuerdo del hombre se entrecruzan y constituyen un componente fundamental de la vida del pueblo de Dios. Sin embargo, no se trata de la simple conmemoración de un pasado ya concluido, sino de un zikkarón, es decir, un "memorial". Esto "no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1363). El memorial hace referencia a un vínculo de alianza que nunca desaparece: "El Señor se acuerda de nosotros y nos bendice" (Sal 115, 12). Así pues, la fe bíblica implica el recuerdo eficaz de las obras maravillosas de salvación. Esas obras se profesan en el "Gran Hallel", el Salmo 136, que, después de proclamar la creación y la salvación ofrecida a Israel en el Éxodo, concluye: "En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterna su misericordia. (...) Nos libró (...), dio alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia" (Sal 136, 23-25). En el evangelio encontramos palabras semejantes en labios de María y de Zacarías: "Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia (...). Se acordó de su santa alianza" (Lc 1, 54. 72). 2. En el Antiguo Testamento el "memorial" por excelencia de las obras de Dios en la historia era la liturgia pascual del Éxodo: cada vez que el pueblo de Israel celebraba la Pascua, Dios le ofrecía de modo eficaz el don de la libertad y de la salvación. Así pues, en el rito pascual se entrecruzaban los dos recuerdos, el divino y el humano, es decir, la gracia salvífica y la fe agradecida: "Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor (...). Y esto te servirá como señal en tu mano, y como recordatorio ante tus ojos, para que la ley del Señor esté en tu boca; porque con mano fuerte te sacó el Señor de Egipto" (Ex 12, 14; 13, 9). En virtud de este acontecimiento, como afirmaba un filósofo judío, Israel será siempre "una comunidad basada en el recuerdo" (M. Buber). 3. El entrelazamiento del recuerdo de Dios con el del hombre también está en el centro de la Eucaristía, que es el "memorial" por excelencia de la Pascua cristiana. En efecto, la "anámnesis", o sea, el acto de recordar es el corazón de la celebración: el sacrificio de Cristo, acontecimiento único, realizado ...fÆpaj, es decir, "de una vez para siempre" (Hb 7, 27; 9, 12. 26; 10, 12), difunde su presencia salvífica en el tiempo y en el espacio de la historia humana. Eso se expresa en el imperativo final que san Lucas y san Pablo refieren en la narración de la última Cena: "Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío (...). Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío" (1 Co 11, 24-25, cf. Lc 22, 19). El pasado del "cuerpo entregado por nosotros" en la cruz se presenta vivo en el hoy y, como declara san Pablo, se abre al futuro de la redención final: "Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Co 11, 26). Por consiguiente, la Eucaristía es memorial de la muerte de Cristo, pero también es presencia de su sacrificio y anticipación de su venida gloriosa. Es el sacramento de la continua cercanía salvadora del Señor resucitado en la historia. Así se comprende la exhortación de san Pablo a Timoteo: "Acuérdate de Jesucristo, descendiente de David, resucitado de entre los muertos" (2 Tm 2, 8). Este recuerdo vive y actúa de modo especial en la Eucaristía. 4. El evangelista san Juan nos explica el sentido profundo del "recuerdo" de las palabras y de los acontecimientos de Cristo. Frente al gesto de Jesús que expulsa del templo a los mercaderes y anuncia que será destruido y reconstruido en tres días, anota: "Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús" (Jn 2, 22). Esta memoria que engendra y alimenta la fe es obra del Espíritu Santo, "que el Padre mandará en nombre" de Cristo: "él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26). Por consiguiente, hay un recuerdo eficaz: el interior, que lleva a la comprensión de la palabra de Dios, y el sacramental, que se realiza en la Eucaristía. Son las dos realidades de salvación que san Lucas unió en el espléndido relato de los discípulos de Emaús, marcado por la explicación de las Escrituras y por el "partir del pan" (cf. Lc 24, 13-35). 5. "Recordar" es, por tanto, "volver a llevar al corazón" en la memoria y en el afecto, pero es también celebrar una presencia. "Sólo la Eucaristía, verdadero memorial del misterio pascual de Cristo, es capaz de mantener vivo en nosotros el recuerdo de su amor. De ahí que la Iglesia vigile su celebración; ya que si la divina eficacia de esta vigilancia continua y dulcísima no la fomentara; si no sintiera la fuerza penetrante de la mirada del Esposo fija sobre ella, fácilmente la misma Iglesia se haría olvidadiza, insensible, infiel" (carta apostólica Patres Ecclesiae, III: Enchiridion Vaticanum 7, 33; L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 15). Esta exhortación a la vigilancia hace que nuestras liturgias eucarísticas estén abiertas a la venida plena del Señor, a la aparición de la Jerusalén celestial. En la Eucaristía el cristiano alimenta la esperanza del encuentro definitivo con su Señor.

lunes, 1 de septiembre de 2008

INTENCIONES DEL SANTO PADRE PARA EL MES DE SETIEMBRE

INTENCIÓN GENERAL: Para que quienes a causa de las guerras o de los regímenes totalitarios se ven obligados a abandonar la propia casa y la propia patria, sean apoyados por los cristianos en la defensa y tutela de sus derechos. INTENCIÓN MISIONAL: Para que todas las familias cristianas, fieles al sacramento del matrimonio cultiven los valores del amor y de la comunidad, de modo que sean una pequeña comunidad evangelizadora, abierta y sensible a las necesidades espirituales y materiales de los hermanos.