"Destilad, cielos, el rocío de lo alto y que las nubes lluevan al Justo, ábrase la tierra y brote al Salvador. Los cielos cantan la gloria de Dios y el firmamento pregona cuán grandes son las obras de sus manos".
sábado, 27 de septiembre de 2008
viernes, 26 de septiembre de 2008
UNA HISTORIA PARA RECORDAR
En el año 383, un joven ambicioso de menos de treinta años, nacido en África y recién llegado a Roma, comprendió que Milán era la meta mejor para hacer carrera. Este joven se llamaba Agustín. Al saber que Milán solicitaba un profesor de retórica, tramó con el prefecto pagano de la Urbe, Quinto Aurelio Sínmaco, para obtener ese puesto. Y más sabiendo que los gastos del viaje corrían a cargo del Estado; en aquel momento de su vida Agustín era sensible al dinero.
Por Giuseppe Frangi
Milán en el año 384 era un centro neurálgico y vital. Residía en la ciudad el emperador de Occidente, Valentiniano II, aún niño, con su madre Justina como regente. También estaba el obispo Ambrosio, el gobernador o consularis de la región Emilia que en el 374 había sabido mediar entre la facción filonicena y la antinicena y que, en virtud de esa intervención, había sido elegido obispo para satisfacción de todos: los antinicenos confiaban en su neutralidad, los filonicenos en la tradición indiscutible de su familia, el emperador en su lealtad de funcionario civil. Ambrosio, como escribe uno de los mayores historiadores de los primeros siglos de la cristiandad, Richard Krautheimer, «durante los 24 años siguientes convirtió la diócesis de Milán en la más importante de Occidente».
En el año 383, un joven ambicioso de menos de treinta años, nacido en África y recién llegado a Roma, comprendió que Milán era la meta mejor para hacer carrera. Este joven se llamaba Agustín. Al saber que Milán solicitaba un profesor de retórica, tramó con el prefecto pagano de la Urbe, Quinto Aurelio Sínmaco, para obtener ese puesto. Y más sabiendo que los gastos del viaje corrían a cargo del Estado; en aquel momento de su vida Agustín era sensible al dinero.
«Sínmaco miraba con buenos ojos que no fuera un cristiano quien ejerciera en la corte un cargo institucional», explica el historiador Luigi Crivelli, presidente de la Fundación San Ambrosio. En octubre del 384 Agustín está en Milán, acompañado por su concubina, cuyo nombre no dirá nunca, y con el hijo que ha tenido de ella, Adeodato, de 12 años. «El profesor cumple con el deber institucional de visitar al obispo Ambrosio», explica Crivelli. Al encuentro entre Ambrosio y Agustín Milán dedica hoy una exposición, solemnemente preparada y anunciada, en el Museo diocesano y en el Palacio Stelline. Un encuentro fatal, titularon curiosamente al unísono los periódicos Corriere della Sera y La Stampa al comentar el acontecimiento.
Un encuentro que los historiadores han estudiado detalladamente. Y que ahora la exposición lo ofrece a un público más amplio.
No eran meses tranquilos para Ambrosio. Y no lo eran a causa precisamente de ese Simmaco que había sido el patrocinador principal de Agustín. Con el asesinato del emperador Graciano, ocurrido el año anterior, Ambrosio había perdido un importante aliado. «Era aquel que había renunciado al título de pontifex maximus y que con sus decretos había favorecido a la parte católica», recuerda Crivelli. «Ambrosio sintió la gravedad del peligro que amenazaba toda su política». Agustín, debido a sus relaciones, tenía que estar al corriente de la situación en la que se encontraba Ambrosio, y en las Confesiones hace algunas breves pero significativas alusiones. Había visto cómo el obispo había afrontado la “lucha por las basílicas”. Justina, madre del emperador Valentiniano II, quinceañero, «había comenzado a perseguir a Tu siervo Ambrosio impulsada por la herejía en que la habían arrastrado los arrianos». En el 385 llega la primera petición de los arrianos para tener una basílica para los ritos pascuales.
Ambrosio se opone y gana. El año siguiente la petición es aún más perentoria. Son semanas dramáticas. «Ante mis ojos estaba la muerte», escribe Ambrosio a su hermana Marcelina. El pueblo estaba con él, y de noche vigilaba la Basílica Portiana (quizá la actual San Vittore al Corpo), objeto de los intereses de los arrianos. «Estos hechos impresionaron mucho a Agustín», explica Crivelli. «En las Confesiones declara su asombro por la manera en que “Tu campeón Ambrosio” afrontó los hechos; por la muchedumbre “dispuesta a morir por su obispo”, por su madre Mónica “siempre en primera fila durante el servicio y en las vigilias”». Concluye Agustín: «Nosotros mismos aunque aún no encendidos por el fuego de tu Espíritu, participábamos de la turbación y de la inquietud de toda la ciudad». Y al final Justina, sigue diciendo Agustín, “fue por lo menos frenada en su furia persecutoria».
En junio de este 386, en Puerta Vercellina, son hallados los cuerpos de los mártires Gervasio y Protasio. «No podemos ser mártires, pero encontramos a los mártires», escribe Ambrosio en el himno que les dedica. Inmediatamente mandó que los pusieran en una nueva basílica, la Basílica Martyrum, la actual San Ambrosio. También estos hechos llamaron la atención de Agustín llevándole paso a paso hacia el momento decisivo de su vida. Describe en las Confesiones, con palabras conmovidas, el traslado de los cuerpos de los dos mártires a la basílica, las curaciones que hubo gracias a ellos, entre estas la de un ciego que recuperó la vista.
El verano del 386 es decisivo para la vida de Agustín. Ambrosio había ido en misión a Tréviris, donde estaba el general Máximo. Con realismo le había sugerido al inquieto intelectual que se pusiera en manos de Simpliciano, un anciano sacerdote de la Iglesia de Milán que era también el padre espiritual de Ambrosio. Fue Simpliciano quien le contó la conversión de Cayo Mario Victorino, también él africano de origen, conversión de la que había sido testigo en Roma unos años antes. «Apenas Tu siervo Simpliciano terminó de contarme estas cosas de Victorino me invadió el deseo ardiente de imitarle». «Comenzaba a abrirse camino en mí una nueva voluntad de servirte desinteresadamente y de gozar de ti, oh Dios», escribe siempre en el hermoso libro VIII de las Confesiones.
Al final del verano decide dejar la enseñanza («bajar de la cátedra de la mentira») y aprovechar una vacación otoñal que le ofrece Verecundo, maestro de retórica en Milán, que le deja su casa de Casicíaco (la actual Casciago, sobre Varese, o Cassago Brianza). Agustín va allí con sus amigos, su madre Mónica y su hijo Adeodato. Pero antes de salir escribe a Ambrosio para comunicarle su deseo de recibir el bautismo. Y le pregunta al obispo «qué libro debe leer para prepararse mejor a recibir una gracia tan grande». Ambrosio le aconseja el libro de Isaías.«Catecúmeno en la tranquilidad del campo», como él mismo se define, Agustín pasa los días conversando y un estenógrafo, expresamente llamado, transcribe fielmente las conversaciones. Nacen una serie de libros como el Contra académicos, el De beata vita, los Soliloquia. «Ahora ya sólo a ti te amo, sólo a ti te busco, sólo a ti te sigo», escribe en el primer libro de los Soliloquia.
En enero es hora de volver a Milán. Es costumbre de la Iglesia milanesa comunicar el día de la Epifanía la fecha de la Pascua y dar a conocer los nombres de los que recibirán, en esa noche, el bautismo. Agustín se inscribe entre los postulantes. Luego, la noche del Sábado Santo del 24 al 25 de abril del 387, en la pila octogonal adyacente al ábside de la basílica de Santa Tecla (los restos de la pila fueron hallados durante las excavaciones para el metro milanés), Ambrosio bautizó a Agustín: «Fuimos bautizados y de nosotros desapareció el ansia por la vida pasada». Y una tradición dice que le impuso la infula blanca, como un padrino de hoy, el paciente Simpliciano. En las dos tablillas del siglo XV presentes en la exposición se reconstruye la escena con precisión: se ve a Agustín en la pila, Adeodato y Alipio listos para ser bautizados después de él, y a su madre Mónica que lo había acompañado silenciosamente a ese paso. No existe el énfasis emocionado que en el siglo XVII pondrá El Cerano en su gran tela que domina el ábside de la Basílica milanesa de San Marcos, otra etapa obligatoria del paseo por el Milán agustiniano.
El síntoma simple y concreto de este cambio son las lágrimas. Agustín, en un pasaje muy hermoso de las Confesiones, había hablado de sus lecturas de Platón, de la enseñanza que había recibido. La lectura de los libros platónicos fue para él una conversión de la inteligencia en el reconocimiento que la felicidad del hombre consiste en la unidad con el único Creador. «Et non flebam», concluye Agustín. «Y, sin embargo, no lloraba». En cambio, explica Crivelli, «después de aquel Sábado Santo comenzaron los días de infinita dulzura. La participación en la liturgia lo conmovía hasta las lágrimas. No lloraba porque se ahogase, sino porque por fin respiraba».
El devoto y conmovido recuerdo de Ambrosio acompañará a Agustín durante toda su vida. También en su última obra contra la herejía pelagiana que no terminó, Contra Juliano, escribirá: «Mi maestro es Ambrosio, del que no sólo he leído los libros, sino que también he oído sus palabras y del que he recibido el baño que me ha regenerado»
miércoles, 17 de septiembre de 2008
LA MISA DE TODOS LOS TIEMPOS
Desde el siglo II, según el testimonio de S. Justino mártir, tenemos las grandes líneas del desarrollo de la celebración eucarística. Estas han permanecido invariables hasta nuestros días a través de la diversidad de tradiciones rituales litúrgicas. He aquí lo que el santo escribe, hacia el año 155, para explicar al emperador pagano Antonino Pío (138-161) lo que hacen los cristianos:
El día que se llama día del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible.
Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas.
Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros...y por todos los demás donde quiera que estén a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna.
Cuando termina esta oración nos damos el beso de la paz unos a otros.
Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados.
El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones.
Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.
Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua "eucaristizados" y los llevan a los ausentes (S. Justino, apol. 1, 65; 67).
La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:
— La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;
— la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.
Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas "un solo acto de culto" (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y
He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf Lc 24,13- 35).
El desarrollo de la celebración
Todos se reúnen: Los cristianos acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está Cristo mismo que es el actor principal de
La liturgia de la Palabra: comprende "los escritos de los profetas", es decir, el Antiguo Testamento, y "las memorias de los apóstoles", es decir sus cartas y los Evangelios; después la homilía que exhorta a acoger esta palabra como lo que es verdaderamente, Palabra de Dios (cf 1 Ts 2,13), y a ponerla en práctica; vienen luego las intercesiones por todos los hombres, según la palabra del Apóstol: "Ante todo, recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los constituidos en autoridad" (1 Tm 2,1-2).
La presentación de las ofrendas (el ofertorio): entonces se lleva al altar, a veces en procesión, el pan y el vino que serán ofrecidos por el sacerdote en nombre de Cristo en el sacrificio eucarístico en el que se convertirán en su Cuerpo y en su Sangre. Es la acción misma de Cristo en
Desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta (cf 1 Co 16,1), siempre actual, se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf 2 Co 8,9):
Los que son ricos y lo desean, cada uno según lo que se ha impuesto; lo que es recogido es entregado al que preside, y él atiende a los huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra causa priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una palabra, socorre a todos los que están en necesidad (S. Justino, apol. 1, 67,6).
La Anáfora: Con la plegaria eucarística, oración de acción de gracias y de consagración llegamos al corazón y a la cumbre de la celebración:
En el prefacio, la Iglesia da gracias al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, por todas sus obras , por la creación, la redención y
En la epíclesis, la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición (cf MR, canon romano, 90) sobre el pan y el vino, para que se conviertan por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu (algunas tradiciones litúrgicas colocan la epíclesis después de la anámnesis);
en el relato de la institución, la fuerza de las palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre;
en la anámnesis que sigue, la Iglesia hace memoria de la pasión, de la resurrección y del retorno glorioso de Cristo Jesús; presenta al Padre la ofrenda de su Hijo que nos reconcilia con él;
en las intercesiones, la Iglesia expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con los pastores de la Iglesia, el Papa, el obispo de la diócesis, su presbiterio y sus diáconos y todos los obispos del mundo entero con sus iglesias.
En la comunión, precedida por la oración del Señor y de la fracción del pan, los fieles reciben "el pan del cielo" y "el cáliz de la salvación", el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se entregó "para la vida del mundo" (Jn 6,51):
Porque este pan y este vino han sido, según la expresión antigua "eucaristizados", "llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él s i no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros, si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento, y si no vive según los preceptos de Cristo" (S. Justino, apol. 1, 66,1-2).