El Corazón de Jesús y los primeros viernes ( I de III)
Una humilde religiosa, Santa Margarita Alacoque, del monasterio de Paray –le- Monail (Francia), fue confidente de una serie de revelaciones y promesas por parte de Nuestro Señor Jesucristo, vinculadas a la devoción a su Sagrado Corazón, tan ultrajado por los hombres. Entre las promesas la más conocida es la llamada también Gran Promesa que se refiere a la práctica de los primeros viernes. Jesús le reveló esta promesa a la Santa en el año 1688. He aquí su texto tal como lo reprodujo el Papa Benedicto XV en la Bula de Canonización de Santa Margarita (1920)
El Señor Jesús se dignó dirigir estas palabras a su fiel esposa:
« Te prometo, en una efusión misericordiosa de mi Corazón, que el omnipotente amor de mi Corazón concederá el beneficio de la penitencia final a los que por nueve meses seguidos, se acerquen a la Sagrada Mesa los primeros viernes de cada mes: No morirán en mi desgracia ni sin recibir los Santos Sacramentos; y, en aquellos últimos momentos, mi Corazón les será asilo seguro».
He aquí algunas consideraciones en torno a esta Gran Promesa:
1-) La perseverancia final es una gracia que sólo se puede impetrar con la oración. Para alcanzar la salvación es absolutamente necesario que el hombre, en el momento de la muerte, se encuentre en gracias, es decir en estado de amistad con Dios, que participe de la vida divina. Esta gracia se llama don de la perseverancia final.
La realización de esta feliz circunstancia –de que la muerte venga cuando estemos en gracia de Dios- depende sólo de la libre voluntad y misericordia de Dios, por lo cual es un «gran don», como lo llama el Concilio Tridentino (1546).
Nadie puede estrictamente merecer este don supremo, pero todos podemos pedirlo incansablemente con la oración confiada, humilde y perseverante. Por lo cual la Iglesia pide sin cesar en sus oraciones litúrgicas esta gracia para todos su hijos y exhorta a los fieles a que la imploren en sus oraciones.
2-) ¿ Qué asegura la Gran Promesa?
La Gran Promesa nos asegura nada menos que esta gracia, la máxima que se le puede conceder a un hombre en esta vida: es decir la muerte en estado de amistad con Dios y con ello la eterna salvación.
Cuatro cosas expresan la magnitud de la Gran Promesa:
- «Concederé la gracia de la perseverancia final», o sea el no morir en pecado mortal, sino en estado de gracia de Dios.
- « No morirán en mi desgracia», los que cumplieren las condiciones de la Gran Promesa.
- «Ni sin recibir los sacramentos», si les fueren necesarios para salvarse. El recibir los santos sacramentos en la hora de la muerte propiamente no es una promesa absoluta, sino condicional: depende del estado de gracia o de pecado en que se encuentre el moribundo y de lo que Dios determine en sus inescrutables designios.
Pues el pecador puede recobrar la gracia santificante también con un acto de contrición o caridad perfecta, en cuyo caso no le es absolutamente necesario el sacramento de la Confesión. Pero si el pecador necesita este sacramento o el de la Unción para salvarse, la Gran Promesa le garantiza su válida y fructuosa recepción.
- « Mi Corazón les será asilo seguro en aquella última hora». Es otro modo en que Jesús da la seguridad a sus devotos de obtener una buena muerte.
En la Gran Promesa no se promete que hecha una o más veces la práctica devota de los primeros viernes, ya no se volverá a pecar gravemente y así perder la amistad de Dios. Lo que nos asegura es la gracia de no morir en pecado grave, si hemos tenido la desgracia de vivir algún tiempo en él. Se nos promete pues el estado de gracia para el momento decisivo de nuestro traspaso del tiempo a la eternidad.
(Gentileza: El evangelio del día)
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