lunes, 23 de junio de 2008

La Eucaristia: culmen y fuente

A continuación y en tres entregas consecutivas, presento un trabajo extraído de la página www.conocereisdeverdad.org, relacionado con el tema del título, y orientado a insistir en una toma de conciencia sobre la centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana.

Introducción

Centralidad de la eucaristía: fuente y cumbre

La Iglesia siempre ha comprendido que su centro vivificante está en la eucaristía, que hace presente a Cristo, continuamente, en el sacrificio pascual de la redención. En la santa misa, el mismo Autor de la gracia se manifiesta y se da a los fieles, santificándoles y comunicándoles su Espíritu. El Vaticano II afirma por eso con verdadera insistencia que la eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11a; +CD 30f; PO 5bc, 6e; UR 6e). Ella es, secretamente, como decía Pablo VI, «el corazón» de la vida de la Iglesia (Mysterium fidei). Como la sangre fluye a todo el cuerpo desde el corazón, así del Corazón de Cristo en la eucaristía fluye la gracia a todos los miembros de su cuerpo.

«La celebración de la misa -afirma la Ordenación general del Misal Romano-, como acción de Cristo y del Pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia universal y local y para todos los fieles individualmente, ya que en ella se culmina la acción con que Dios santifica en Cristo al mundo y el culto que los hombres tributan al Padre, adorándole por medio de Cristo, Hijo de Dios. En ella, además, se recuerdan a lo largo del año los misterios de la redención de tal manera, que en cierto modo éstos se nos hacen presentes. Así pues, todas las demás acciones sagradas y cualesquiera obras de la vida cristiana se relacionan con ella, proceden de ella y a ella se ordenan» (OGMR 1).

Ignorancia de la misa

Hay que reconocer, sin embargo, que, a pesar de esa centralidad indudable, son pocos los cristianos que tienen acerca de la eucaristía un conocimiento de fe suficiente. Y esa ignorancia litúrgica viene de lejos. La Iglesia de nuestros padres y antepasados -que en tantas cosas, si somos humildes, se nos muestra ahora admirable-, padecía, sin embargo, notables ignorancias en materia de liturgia. Todavía hoy, los cristianos de mayor edad saben que, cuando eran niños o muchachos, era normal que durante la misa se rezara el rosario, o se hicieran desde el púlpito novenas y predicaciones morales, que sólo cesaban durante el tiempo de la consagración, para seguir después. Recuerdan también las misas de comunión general o aquellas especialmente solemnes, que se celebraban ante la Custodia expuesta. En alguna ocasión habrían visto cómo en una misma iglesia, en distintos altares laterales, varios sacerdotes solos celebraban diversas misas. O es posible que recuerden cómo su párroco, a primera hora del día, rezaba completo el Oficio Divino, para quedar ya libre de él durante toda la jornada...

¿Cómo pudo la Iglesia, incluso en excelentes cristianos, ir derivando en su vida litúrgica a situaciones tan anómalas? Son muchas y graves las causas, pero aquí solamente señalaremos una. La capacidad de los fieles para comprender y participar activamente en los sagrados misterios va disminuyendo, más o menos desde el Renacimiento, a medida que va creciendo en la espiritualidad del Occidente cristiano un voluntarismo de corte semipelagiano. La clave de la santificación, entonces, no está tanto en la gratuidad de la liturgia sino en el esfuerzo de la ascética. Y en ésta es, durante los últimos siglos, donde centran su atención los autores espirituales.

Renovación litúrgica

En este sentido, la renovación litúrgica impulsada por el Vaticano II es un don inmenso del Espíritu Santo a la Iglesia actual. Es una gracia de cuya magnitud quizá no nos hemos dado cuenta todavía. Esta renovación, iniciada un siglo antes, no solamente ha verificado los ritos litúrgicos en muchos aspectos, devolviéndoles su sencillez y su genuino sentido, sino que, sobre todo, ha impulsado la renovación espiritual litúrgica del mismo pueblo cristiano. En efecto, el concilio Vaticano II exhorta con insistencia a una renovada catequesis litúrgica -que, por otra parte, es imposible sin una simultánea catequesis bíblica (SC 41-46)-, especialmente en lo referente a la eucaristía.

Todos debemos ser muy conscientes de que la mejor formación espiritual cristiana está en aprender a participar plenamente de la eucaristía. En efecto,

«la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí» (SC 48).

Es honrado comprobar, sin embargo, que esta renovación de los fieles en temas litúrgicos no se ha producido sino muy escasamente. Todavía la mayor parte de los cristianos de hoy apenas entiende nada de lo que en la liturgia, concretamente en la eucaristía, se está celebrando. Los mayores -que ya venían, si vale la expresión, malformados-, porque apenas han recibido en estos decenios el complemento necesario de catequesis litúrgica que hubieran necesitado; y los más jóvenes, porque han tenido que sufrir catequesis escasamente religiosas, excesivamente éticas, muy poco capaces de revelar el mundo formidable de la gracia en la liturgia. Y así, unos y otros, aunque sean practicantes -para qué decir de los que no lo son-, entran con gran dificultad en las acciones sagradas de la misa; las siguen de lejos, con no pocas distracciones, tan devotamente como pueden, pero sin facilidad alguna para participar en ellas activa y conscientemente. Y no pocos sufren la mala conciencia de aburrirse durante la celebración de algo que saben tan santo...

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