«Tú, hombre redimido, considera quién, cuál y cuán grande es este que está pendiente de la cruz por ti. Su muerte resucita a los muertos, su tránsito lo lloran los cielos y la tierra, y las mismas piedras, como movidas de compasión natural, se quebrantan. ¡Oh corazón humano, ni el temor te espanta, ni la compasión te mueve, ni la compunción te aflige, ni la piedad te ablanda!
Para que, del costado de Cristo dormido en la cruz, se formase la Iglesia y se cumpliese la Escritura que dice “Mirarán al que atravesaron”, uno de los soldados lo hirió con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina providencia, a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de nuestra salud, el cual, manado de la fuente arcana del corazón, diese a los sacramentos de la Iglesia la virtud de conferir la vida de la gracia, y fuese para los que viven en Cristo como una copa llenada en la fuente viva, que salta hasta la vida eterna.
Levántate, pues, alma amiga de Cristo, y sé la paloma que anida en la pared de una cueva; sé el gorrión que ha encontrado una casa y no deja de guardarla; sé la tórtola que esconde los polluelos de su casto amor en aquella abertura sacratísima. Aplica a ella los labios para que bebas el agua de las fuentes del Salvador Porque ésta es la fuete que mana en medio del paraíso y, dividida en cuatro ríos que se derraman en los corazones amantes, riega y fecunda toda la tierra
Corre, con vivo deseo, a esta fuente de vida y de luz, quien quiera que seas, ¡oh alma amante de Dios!, y con toda la fuerza del corazón exclama: “Oh hermosura inefable del Dios altísimo, esplendor purísimo de la eterna luz! ¡Vida que vivificas toda vida, luz que iluminas toda luz y conservas en perpetuo resplandor millares de luces que, desde la primera aurora, fulguran en el trono de tu divinidad!
¡Oh eterno e inaccesible, claro y dulce manantial de la fuente oculta de los ojos mortales, cuya profundidad no tiene fondo, altura sin término, anchura ilimitada y pureza imperturbable!
De ti procede el río que alegra la ciudad de Dios, para que, con voz de regocijo y gratitud, te cantemos himnos de alabanza, probando por experiencia que en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz»
(De las Obras de San Buenaventura, doctor de la Iglesia)
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