La tradición sapiencial bíblica aclama a Dios como “el autor mismo de la belleza” (Sabiduría 13, 3), glorificándolo por la grandeza y la belleza de las obras de la creación. El pensamiento cristiano, basándose principalmente en la sagrada Escritura pero también en la filosofía clásica, ha desarrollado la concepción de la belleza como categoría ontológica, más aún, teológica. San Buenaventura ha sido el primer teólogo franciscano en incluir la belleza entre los trascendentales, junto al ser, la verdad y la bondad. Los teólogos dominicos san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino, aunque no incluyeron la belleza entre los trascendentales, realizaron un discurso similar en sus comentarios al tratado De divinibus nominibus del Pseudo-Dionisio, donde emerge la universalidad de la belleza, cuya causa primera es Dios mismo.
En la condición de la modernidad, lo que se discute es precisamente la dimensión trascendente de la belleza, intercambiable con la verdad y la bondad. La belleza ha sido privada de su valor ontológico y ha sido reducida a una experiencia estética, hasta un mero “sentimiento”. Las consecuencias de este giro subjetivista se sienten no sólo en el mundo del arte. Más bien, junto con la pérdida de la belleza como trascendental, se ha perdido también la evidencia de la bondad y de la verdad. El bien está privado de su fuerza de atracción, como el teólogo suizo Hans Urs von Baltashar ha advertido con claridad ejemplar en su opus magnum sobre la estética teológica Herrlichkeit (La gloria del Señor).
Ciertamente, la tradición cristiana conoce también un falso tipo de belleza que no eleva hacia Dios y su Reino sino que, en cambio, arrastra lejos de la verdad y la bondad y suscita deseos desordenados. El libro del Génesis deja claro que ha sido una falsa belleza la que ha llevado al pecado original. Visto que el fruto del árbol que estaba en medio del jardín era un verdadero placer para los ojos (Gn. 3, 6), la tentación de la serpiente provoca a Adán y Eva a la rebelión contra Dios. El drama de la caída de los antepasados sirve de fondo a un pasaje, en Los Hermanos Karamazov (1880) del escritor ruso Fëdor Dostoëvskij (1821-1881), donde Mitia Karamazov, uno de los protagonistas de la novela, dice: “Lo que da miedo es que la belleza no sólo es terrible sino también un misterio. Es aquí que Satanás lucha contra Dios y su campo de batalla es el corazón de los hombres”.
El mismo Dostoëvskij, en su novela El idiota (1869), pone en boca de su héroe, el príncipe Mishkin, las famosas palabras: “El mundo será salvado por la belleza”. Dostoëvskij no se refiere a cualquier belleza sino a la belleza redentora de Cristo. En su mensaje magistral para el Meeting de Rimini en el 2002, el entonces cardenal Joseph Ratzinger reflexionaba sobre este famoso dicho de Dostoëvskij, tratando el argumento desde la perspectiva bíblico-patrística.
Como punto de partida, él se sirve del salmo 44, leído en la tradición eclesial “como representación poético-profética de la relación esponsal de Cristo con la Iglesia”. En Cristo, “el más bello entre los hombres”, aparece la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo.
En la exégesis de este salmo, los Padres de la Iglesia, como san Agustín y san Gregorio de Nisa, acogían también los elementos más nobles de la filosofía griega de lo bello, mediante la lectura de los platónicos, pero no hacían una simple repetición ya que con la revelación cristina ha entrado una novedad: es Cristo mismo, “el más bello entre los hombres”, al cual la Iglesia, recordándolo como sufriente, atribuye también la profecía de Isaías (53, 2) “sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor”. En la pasión de Cristo se encuentra una belleza que va más allá de la exterior y se aprende que “la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo”, como afirmaba el entonces cardenal Ratzinger.
Por eso, ha hablado de una “belleza paradójica”, advirtiendo que la paradoja “es una contraposición, pero no una contradicción”; por consiguiente, la belleza de Cristo se revela en la totalidad, cuando contemplamos la imagen del Salvador crucificado que muestra su “amor hasta el extremo” (Jn. 13, 1).
La belleza redentora de Cristo se refleja sobre todo en los santos de cada época, pero también en las obras de arte que la fe ha generado: éstas tienen la capacidad de purificar y de elevar nuestros corazones y, de este modo, llevarnos más allá de nosotros mismos hacia Dios, que es la Belleza misma. El teólogo Joseph Ratzinger está convencido de que este encuentro con la belleza “que hiere el alma y, al mismo tiempo, le abre los ojos” es “la verdadera apología de la fe cristiana”. Como Papa, ha reiterado estos pensamientos suyos en el encuentro con el clero de Bolzano-Bressanone del 8 de agosto de 2008 y en su mensaje con ocasión de la reciente sesión pública de las Pontificias Academias del 24 de noviembre de 2008: “Esto – dijo el Santo Padre en la primera circunstancia – es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianismo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan”.
Es necesario agregar que, para Benedicto XVI, la belleza de la verdad se manifiesta principalmente en la sagrada liturgia. De hecho, ha retomado su reflexión sobre la belleza redentora de Cristo en su exhortación apostólica post-sinodal Sacramentum Caritatis (22 de febrero de 2007), donde reflexiona sobre la gloria de Dios que se expresa en la celebración del misterio pascual. La liturgia “constituye, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra”. La belleza es un “elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza” (n. 35).
La belleza de la liturgia se manifiesta también a través de las cosas materiales de las que el hombre, compuesto de alma y cuerpo, tiene necesidad para alcanzar las realidades espirituales: el edificio del culto, los utensilios, las imágenes, la música, la dignidad de las mismas ceremonias. La liturgia exige lo mejor de nuestras posibilidades para glorificar a Dios Creador y Redentor. En la audiencia general del 6 de mayo de 2009, dedicada a san Juan Damasceno, conocido como defensor del culto de las imágenes en el mundo bizantino, Benedicto XVI explicó la “la grandísima dignidad que la materia recibió en la Encarnación, pues por la fe pudo convertirse en signo y sacramento eficaz del encuentro del hombre con Dios”.
Debe ser releído, en relación a esto, también el capítulo sobre el “Decoro de la celebración litúrgica” de la última encíclica Ecclesia de Eucharistia del siervo de Dios Juan Pablo II (17 de abril de 2003), donde enseña que la Iglesia, como la mujer de la unción de Betania que el evangelista Juan identifica con María, hermana de Lázaro (Juan 12; cfr. Mateo 26 – Marcos 14), “no ha tenido miedo de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía” (47-48).
La cuestión litúrgica es también esencial para la valorización del gran patrimonio cristiano, no sólo en Europa sino también en América Latina y en otras partes del mundo donde el Evangelio ha sido proclamado por siglos.
En 1904, el escritor Marcel Proust (1871-1922) publicó un célebre artículo en “Le Figaro” titulado La mort des cathédrales, contra el proyecto de legislación laicista que habría llevado a una supresión de los subsidios estatales para la Iglesia y que ponía en riesgo el uso religioso de las catedrales francesas. Proust sostiene que la impresión estética de estos grandes monumentos es inseparable de los sagrados ritos para los que fueron construidos. Si la liturgia no se celebrara más en ellos, se transformarían en fríos museos y se volverían precisamente algo muerto.
Una observación similar se encuentra en los escritos de Joseph Ratzinger: “la gran tradición cultural de la fe posee una fuerza extraordinaria que vale precisamente para el presente: lo que en los museos puede ser sólo testimonio del pasado, admirado con nostalgia, en la liturgia continúa haciéndose presente vivo” (Introducción al espíritu de la liturgia). Durante su reciente viaje a Francia, el Papa se refirió a esta idea en su homilía para las Vísperas celebradas el 12 de septiembre de 2008, en la espléndida catedral Notre Dame de París, elogiándola como un “himno viviente de piedra y de luz” para alabanza del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en la Santísima Virgen María. Era precisamente allí, donde el poeta Paul Claudel (1868-1955) había tenido una singular experiencia de la belleza de Dios, durante el canto del Magnificat en las vísperas de Navidad de 1886, experiencia que lo llevó a la conversión. Es esta via pulchritudinis que puede convertirse en camino para el anuncio de Dios también al hombre actual.
(Fuente La Buhardilla de Jerónimo.com)
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