Aquí está lo prometido, el excelente prólogo escrito por Vittorio Messori, al libro de Nicola Bux: "La Reforma de Benedicto XVI". Léalo con atención; léalo poniéndose en el lugar de su autor; y léalo sobre todo recordando aquel dicho: "Dios escribe derecho sobre renglones torcidos"
La crisis litúrgica que ha seguido al Concilio Vaticano II ha causado un cisma, con excomuniones latae sententiae, ha provocado incomodidades, polémicas, sospechas, acusaciones recíprocas. Y, tal vez, ha sido uno de los factores – uno, digo, no el único – que ha determinado la hemorragia de practicantes, incluso los de Misa festiva únicamente. Y bien, podrá parecer singular pero, en lo que a mí respecta, una tempestad así no ha disminuido sino más bien aumentado mi confianza en la Iglesia.
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Trato de explicarme usando la primera persona singular, refiriéndome, por lo tanto, a una experiencia personal: una falta de modestia, según algunos; según otros, en cambio, el modo más simple para ser claros y directos. Ocurre, de hecho, que a pesar de la edad, no tengo más que un brevísimo recuerdo del culto “antiguo” de la Iglesia. Habiendo crecido en una familia agnóstica, educado en escuelas laicistas, descubrí el Evangelio – y, furtivamente, comencé a entrar en las iglesias como creyente y ya no sólo como turista – precisamente muy poco tiempo antes de la entrada en vigor de la reforma litúrgica que, en lo que a mí respecta, significaba solamente la “Misa en italiano”.
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En definitiva, prendí la historia por el final. Sólo algunos meses después hube encontrado los altares dados vuelta, con el nuevo kitsch de pacotilla en compensación, aluminio, plástico, para sustituir el “triunfalismo” de los altares antiguos, a menudo realizados por maestros, con oro y mármoles preciosos. Pero ya desde hacía algún tiempo veía – sorprendido en mi inocencia de neófito – las guitarras en el lugar de los órganos, los jeans del vicario asomándose por debajo de los ornamentos que se querían “pobres”, las prédicas “sociales” con debate, la abolición de lo que llamaban “incrustaciones devocionalísticas” como la señal de la cruz con agua bendita, los reclinatorios, las velas, el incienso. Además constataba la desaparición de las estatuas de los santos populares,incluso de los confesionarios que, descubrí luego, se habían puesto de moda -en las casas “lujosas”- transformados en barras de bar.
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Todo esto era realizado por clérigos que sólo hablaban de “democracia en la Iglesia” afirmando que ésta era reclamada por un “pueblo de Dios” al cual, sin embargo, no se preocupaban de consultar. El pueblo, se sabe, es “soberano”, debe ser respetado, más aún venerado, pero sólo si acepta los esquemas de la Nomenklatura, sea política, social o también religiosa. Si no está de acuerdo con quien tiene el poder de bajar línea debe ser reeducado según el esquema de la ideología triunfante en aquel momento. Para mí, que había apenas llamado a las puertas de la Iglesia muy contento de aceptar la stabilitas – tan atrayente y consoladora para quien no había conocido más que la precariedad del mundo –, esa devastación de un patrimonio milenario me tomaba de sorpresa y me parecía, más que moderna, anacrónica. Me parecía, sobre todo, vislumbrar un abuso de los sacerdotes contra la propia gente. La cual, por cuanto yo sabía, nada había pedido, no se había organizado en comités para la reforma, no había firmado cartas o cortado calles y caminos para terminar con el latín (“lengua clasista”, pero sólo según los intelectuales demagogos), o para tener de frente la cara del sacerdote durante toda la Misa, o para hacer lecciones políticas durante la liturgia, o para condenar como alienantes las prácticas de piedad que, por el contrario, les eran queridas como vínculo con los propios ancestros. La revuelta, en cambio, fue de algunos grupos de fieles - enseguida silenciados y tratados por los medios católicos como incorregibles nostálgicos, quizás un poco fascistas – reunidos bajo el lema, venido de Francia, “on nous change la réligion”, nos cambian la religión. En resumen, a pesar de ser querida por los paladines de la “democracia”, la reforma litúrgica (dejando de lado los contenidos, hablo ahora del método) fue la menos “democrática”, no consultó a los fieles del presente y rechazó lejos a los del pasado. ¿No es, tal vez, la Tradición, como ha sido dicho, la “democracia de los muertos”? ¿No es el “dar la palabra” a los hermanos que nos han precedido?
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Antes aún, lo repito, del juicio de valor, se trató de una operación clerical de vértice, que fue bajada desde lo alto sobre el “pueblo de Dios”, habiendo sido pensada, realizada, impuesta a quien no la había pedido o, incluso, la aceptó con resistencia. Entre los fieles desorientados estuvo quien, no pudiendo hacer de otra manera, “votó con los pies”, en el sentido de emplearlos, los domingos, para alcanzar otras metas y no para ir a un culto que no sentía más suyo.
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Pero, para aquel novicio que yo era respecto a las cosas católicas, había otro motivo de estupor. No habiendo tenido, antes, particulares intereses religiosos y siendo extraño a la vida de la Iglesia, sabía que estaba en curso el Vaticano II por algunos títulos de periódico, sin introducirme en la lectura de los artículos. Nada sabía, por lo tanto, de los trabajos y de los largos debates, con desencuentros entre escuelas contrapuestas, que habían conducido a la Sacrosanctum Concilium, la Constitución sobre la liturgia que fue el primer documento producido por aquella Asamblea conciliar. Junto a las otras actas conciliares, el texto lo leí “después”, cuando la fe irrumpió de improviso en mi vida. Leí, y como decía, quedé sorprendido: la revolución que veía en la práctica eclesial no parecía tener mucho que ver con el prudente reformismo recomendado por los Padres. Leía cosas como: “Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular”; no encontraba ninguna recomendación de modificar la orientación del altar; no había nada que justificase la iconoclastia de cierto clero que provocaba la alegría de los anticuarios malvendiendo todo cuanto no hiciese la Iglesia desnuda y desadornada como un garaje. Lugar de asamblea participada, decían, de confrontación y de debate, no de culto alienante ni - ¡horror supremo! – insulto a la miseria del proletariado con el fulgor de los oros y la exhibición del arte.
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En fin, no comprendía: los ultras de la democracia eclesial la desmentían, imponiendo los propios esquemas teóricos al “pueblo de Dios” sin ocuparse de lo que pensarían y aislando, ridiculizando a los disidentes. Y los ultras de la “fidelidad al Concilio” – y eran casi siempre las mismas personas – hacían lo que el Concilio no había dicho que se hiciera o incluso lo que recomendaba no hacer.
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Desde entonces, han pasado décadas y ocurrió lo que bien sabe quien sigue la vida religiosa. Pues bien: lo que ha turbado a muchos, con frecuencia me ha afligido pero no ha afectado, lo decía al inicio, mi confianza en la Iglesia. No la ha afectado porque los abusos, las equivocaciones, las exageraciones, los errores pastorales han venido de hijos de la Iglesia y no de la Iglesia misma. Ésta, si se observa el Magisterio auténtico, aún en los sombríos “años de plomo”, no ha estado alejada de su et-et de siempre: renovación y tradición, innovación y continuidad, atención a la historia y conciencia del Eterno, comprensión del rito y misterio de lo sagrado, sentido comunitario y atención a cada uno, inculturación y catolicidad. Y, en lo que respecta al culmen, la Eucaristía: banquete fraterno, ciertamente; pero, al mismo tiempo, renovación real del Sacrificio de Cristo.
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El documento conciliar sobre la liturgia – me refiero al verdadero, no al del mito – es una exhortación a la reforma (Ecclesia semper reformanda) pero no tiene ningún acento revolucionario. De hecho, encuentra buena parte de su inspiración en la meditada, y al mismo tiempo abierta, enseñanza de aquel gran papa que fue Pío XII. El cual, obviamente después de la Escritura, es la fuente más citada (más de doscientas referencias) por aquel Vaticano II que, según la leyenda negra, habría querido contraponerse precisamente a la Iglesia que él representaba. En muchos documentos oficiales que han seguido al Concilio hay, a veces, un poco de imprudencia pastoral, sobre todo en el exceso de confianza hacia un clero que se ha aprovechado, pero no hay relajación en los principios: los abusos han sido a menudo tolerados en la práctica pero condenados – y esto es lo que finalmente cuenta – a nivel magisterial. Lo peor que se ha hecho no se debe a variaciones de doctrina sino a “indultos” que han sido instrumentalizados. Por eso, ni yo ni muchos otros nos hemos desmoralizado incluso en los momentos y en los años más turbulentos: ha prevalecido la confianza de que las imprudencias pastorales serían corregidas, de que los anticuerpos eclesiales habrían de reaccionar como siempre, de que el “principio petrino” prevalecería finalmente.
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La confianza, en fin, de que llegarían tiempos como los que describe en este libro don Nicola Bux, también él con el debido realismo y, a pesar de todo, con gran esperanza: el pasado reciente ha sido el que ha sido, los daños han sido muy grandes, alguna retaguardia de viejos ideólogos del progresismo aún se obstina con sus slogans, pero nada se ha perdido porque los principios están bien claros, no han sido afectados. El problema no es, ciertamente, el Concilio sino, más bien, su deformación: la salida de la crisis está en el retornar a la letra, y al espíritu, de sus documentos. Es necesario trabajar, nos recuerda también el autor de estas páginas, para descontaminar muchas mentalidades que – quizá sin siquiera darse cuenta – han sido desviadas, ayudándoles a recuperar lo que los alemanes llaman die katholische Weltanschauung, la perspectiva católica. Y uso el alemán no por casualidad, sabiendo todos de donde nos llega aquel Pastor que no ha esperado la elevación al papado para tejer sus pacientes tramas, como “humilde trabajador en la viña del Señor”. Si he puesto de relieve, con la cursiva, la referencia a la paciencia es porque es una de las claves interpretativas del magisterio de Benedicto XVI, como bien subraya también este libro.
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Éstas son páginas que don Nicola Bux estaba bien preparado para escribir y por las cuales debemos estarle agradecidos: docente de teología y de liturgia en cátedras importantes, tiene una especial preparación en el culto divino del Oriente cristiano. Y precisamente esto, entre otras cosas, le permite advertir una enésima contradicción de los innovadores extremistas: “Los estudios comparativos demuestran que la Liturgia romana era mucho más cercana a la oriental en la forma preconciliar que en la actual”. Ciertos apóstoles del ecumenismo a ultranza han, en realidad, agravado los problemas del encuentro y del diálogo, alejándose de aquellas antiguas y gloriosas iglesias griegas, eslavas, armenias, coptas y así sucesivamente, para buscar complacer a los profesores de la tradición protestante oficial. La cual, a cinco siglos de la Reforma, parece ya agotada y está a menudo representada sólo por algún teólogo, casi sin séquito de pueblo, transportado a las playas del agnosticismo y del ateísmo o a aquellas de pentecostales y carismáticos de infinitos grupos y sectas donde cada uno se inventa sus ritos según el gusto del momento, en un caos que sería del todo impropio definir litúrgico.
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El proyecto del autor de estas páginas ha partido del deseo de explicar – refutando equívocos y errores – las motivaciones y los contenidos del motu proprio Summorum Pontificum con el que el Papa Ratzinger, conservando un solo rito para la celebración de la Misa, ha permitido dos formas: la ordinaria, surgida de la reforma litúrgica, y la extraordinaria, según el misal de 1962 del beato Juan XXIII. Para dar cuerpo a su proyecto, don Bux podía basarse no sólo en su preparación de estudioso sino también en su experiencia de trabajo en comisiones y oficinas de la Curia Romana. Un “experto”, entonces, no sólo un especialista y un docente. Se ha dado cuenta, sin embargo, que no era posible afrontar la cuestión controvertida del “retorno de la Misa en latín” (nos expresamos así para simplificar) sin referirse antes a la perspectiva teológica, y por lo tanto también litúrgica, de Joseph Ratzinger y, luego, a la cuestión del culto cristiano y católico en general. Ha nacido así este libro – pequeño y denso – que une historia y actualidad, teología y crónica, y que puede servir a quien “ya sabe” de estas cosas para profundizar y reflexionar, y al laico que “no sabe” para darse cuenta de la importancia, del desarrollo, de la belleza de aquel objeto misterioso que es para él la liturgia que, aún no siendo practicante, se cruza en momentos fundamentales para él o para aquellos que están cerca.
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Como declara él mismo, con solidaridad respetuosa y afectuosa, la perspectiva teológica y pastoral de don Nicola Bux es la misma de Joseph Ratzinger, a quien mira como maestro no sólo desde ahora. Maestro, también, en la práctica de dos virtudes indispensables: la paciencia, como decía, y la prudencia. Una prudencia donde hay lugar para la renovación pero sin olvidar nunca la Tradición, y para la cual el cambio no interrumpe la continuidad. Ecclesia non facit saltus: el Vaticano II es aquí escuchado y aplicado como merece, pero en su verdadera intención, la de la actualización y profundización, sin discontinuidad con la entera historia de la doctrina católica. Estas páginas nos ayudan también a reencontrar aquel sentido de lo Sagrado que el culto expresa: en la acción litúrgica no basta entender, en el sentido iluminista, por lo tanto no bastan las traducciones en “lengua vulgar”, sino que es necesario redescubrir que ella es principalmente el lugar de encuentro con el Dios vivo.
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Hay que rehacer una mentalidad, nos recuerda este especialista que bien conoce el “mundo”. Pero las condiciones, según parece, están: hoy son frecuentemente los jóvenes quienes redescubren, con una admiración que se convierte en pasión, los tesoros de los que se enriquece el cofre de la Iglesia. Son aquellos jóvenes que se amontonaban en torno al papa polaco, el gran carismático, y que ahora se amontonan en torno a este papa bávaro del que – bajo los modos amables y sencillos – intuyen el sabio proyecto de “restauración”. Palabra que suena inquietante para algunos pero que, desde siempre, Joseph Ratzinger entiende en su sentido noble y necesario: la restauración de la Domus Dei después de una de las tantas tempestades de su historia. Un proyecto largamente meditado y que ahora Benedicto XVI está realizando con valor y, al mismo tiempo, con prudencia porque en él, como dice don Bux, obra “la paciencia del amor”. Amor por Dios y por Su Iglesia, ciertamente; pero también por el hombre post-moderno, para ayudarlo a redescubrir en el culto litúrgico el encuentro con Aquel que se ha definido “Camino, Verdad y Vida”.
Vittorio Messori.
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Fuente: “La riforma di Benedetto XVI”; Nicola Bux.
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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