martes, 6 de enero de 2009

Es verano y época de vacaciones. Buen momento para leer un cuento... ¿cuento?. Lo que viene a continuación lo leí en un blog que sigo. El relato tiene lugar en Lima-Perú, pero... bien podría ser en Buenos Aires, u otro lugar. ¡A disfrutarlo!, Ah, y díganme que les pareció.

Viejo cuento rescatado del disco duro. Escrito en 1992 con ocasión del quinto centenario de la Evangelización...
- Nací en esta mansión, como toda la familia, de rancio abolengo. Siempre hemos vivido en los lugares mas altos de la ciudad. Hoy que se ha determinado la muerte de este noble edificio, hoy que la familia se halla prácticamente destruida y nuestras voces han sido acalladas por el sonido de televisores, motores y radios, hoy que ya no queda lugar para nosotros en esta ciudad que se pudre, hoy que se cumplen quinientos años de la construcción de nuestro hogar ahora en ruinas, debo contar la historia que recibí de mis antepasados. Después de esto volveré en paz al seno de mi tierra. El abuelo de mi tatarabuelo vio entrar aquí al segundo obispo: Toribio. Esto se llenaba de gente. Unos venían a mostrar sus galas y se envidiaban, fingían piedad pero todo el mundo sabía que sus inmensas riquezas y los apellidos que difícilmente ocultaban su origen plebeyo eran el fruto sacrílego de la más vil explotación de los indios. Otros, eran militares que pedían protección a Dios para la guerra. También venían indios que se arrodillaban ante todas las imágenes. Algunos no entendían nada, otros andaban desconfiados, unos cuantos se acercaban con corazón limpio. A nosotros nos miraban con curiosidad o con asco y con miedo y otros nos tiraban piedras. Mi tatarabuelo vio frailes de todo tipo. Unos avaros e hipócritas, unos con ansias de poder, otros tan parecidos a las señoronas limeñas que cuando hablaban con ellas era difícil distinguirlos. Unos pocos eran hombres de oración. Ustedes entienden bien nuestra forma de vivir. Casi nadie nos presta atención porque no miran hacia arriba. Raros son los hombres que levantan su mirada a las alturas. Los hombres de oración se nos quedan mirando y saludan con una venia mientras meditan sobre la brevedad de la vida y el sentido de todo. Estaban también los cabildantes y los oidores, llenos de palabras hasta las orejas, se desangraban en palabras que ni ellos mismos entendían. Sólo un hombre era distinto: Toribio. No callaba mucho ni se arrobaba como los monjes. Tampoco hablaba mucho ni se llenaba de palabras. Cuando hablaba todo temblaba. Escuchaba a todo el mundo y sufriendo mucho la incomprensión de la gente, sus habladurías, sus desconfian­zas y traiciones, nunca se apartaba de ella y se desvivía por servirla. Mi tatarabuelo cuenta en sus crónicas que su abuelo vio a Santa Rosa, a San Martín de Porres, a San Francisco Solano, a Fray Juan Masías y que escuchó hablar de Sor Ana de los Angeles Monteagudo, la beata de Arequipa. Cuenta que vio al padre Urraca, al padre Castillo, a Nicolás Ayllón y a tantos otros que la ingratitud de la memoria deja de lado hoy. Todos ellos lo saludaban con una sonrisa. El se avergonzaba por esa fealdad hereditaria de nuestra familia pero ellos no temían acercarse a él y solían quedarse hablándole de Dios y de la Virgen. Mi Tatarabuelo ya no conoció a los santos pero Lima no fue muy distinta en su época. Vio a virreyes, gobernadores, corregidores y encomenderos, pacificadores y rebeldes, indios en guerras justas e injustas, españoles defendiendo los derechos de los indios y españoles pisoteándolos. Vio florecer unas instituciones y marchitarse otras. En fin, siempre hubo de todo. Pero ya no vio santos. Debo apresurarme. Mi bisabuelo... no, a ver, déjenme hacer memoria... ¿Era mi bisabuelo o mi tatarabuelo o el abuelo de mi tatarabuelo o el tatarabuelo de mi abuelo... o quizás... - Abuelo, no es tan importante, sigue contando... - vió a... bueno, ese antepasado nuestro conoció la independencia, vio al general San Martín y a Bolívar, conoció sus escándalos, sus buenas y malas intenciones, sus sueños de libertad y el derrumbe de muchas ilusiones. Vio el poder pasar de mano en mano como una mujer desvergonzada que impone sus caprichos a sus embrutecidos amantes. Vio la lucha encarnizada de hombres tan ambiciosos de poder como pequeños en sus miras. Hasta donde han podido mirar mis cansados ojos América siempre ha parido caudillos y caciques de juguete. Vio la lucha heroica y la traición más vil, vio la venganza y la misericordia, la vanidad y la humildad una al lado de la otra. Vio irse a los españoles. Vio hombres buenos pero ya no vio santos. Los hombres que levantaban las miradas a lo alto lo hacían para hacerse retratar y envidiar. Mi padre ...o mi ¿abuelo? o... - ¡Abuelo! - le gritaron a coro los oyentes ‑ no tenemos tiempo... - vio la revolución indus. Bueno, quien sea conoció este siglo en sus inicios, vió la revolución industrial y nuestra parcial desaparición. Vio tantas veces a la república gritar su nacimiento y la dictadura callarla que la historia se convirtió en una especie de discusión conyugal interminable. Vio hombres malos y hombres bue­nos, mujeres frívolas y piadosas, pero ya no vio santos. Queridos hijos o ¿nietos?... o ¿biznietos? o ¿sobrinos? Los oyentes se miraron entre sí conteniendo un suspiro de impaciencia... - nuestra familia sabe de la muerte. Siempre hemos estado emparentados con el fin. Y en todos los siglos que esta mansión ha visto, ha sido la muerte y nuestra presencia la que ha proclamado silenciosamente la verdad definitiva de cada ser humano. Próximos al derrumbe de este glorioso edificio que dejará lugar a algo nuevo sólo hay una conclusión: el mundo gira, la cruz es estable. Lo único que cambia a los hombres es la fe en Jesucristo. Así lo predicaron los santos y así es hoy. Los españoles no fueron mejores que los indios y los mestizos tampoco son mejores que los españoles, ni los ne­gros, ni los chinos. Eso aprendí de mi ­fami­lia. Esta historia es blanquinegra pero lo innegable es que todos conocieron a Jesús, para amarlo o para odiarlo como dicen que pasó en Jerusalén y en todos los años en que estas tierras no vieron la Cruz. El golpe de la pala mecánica remeció el campanario. Orador y oyentes se estremecieron pero ninguno se movió. El viejo miraba al horizonte con ojos llorosos. - Mi memoria ya es muy torpe y la historia larga así que quedan muchas cosas por decir pero ya no hay tiempo. Heraldos de la muerte, graben bien esto en su memoria: Cristo es también para nosotros esa vida plena que la mismísima muerte reclama. Sólo los santos comprenden todo, veo renacer la esperanza en los corazones sufrientes de este pobre pueblo ¡Los santos volverán! ¡Os lo aseguro! Esta vez el golpe tocó la base. El campanario, lo único que quedaba de la Catedral, se desplomaba lentamente en medio de una nube de polvo. El orador sacudió su calva cabeza y los oyentes lo ayuda­ron a salir. Era viejo y se cansaba rápido. Lo acomodaron en el alféizar, sacudieron las plumas y salieron volando de su escondite. Los obreros vieron a los cinco gallinazos irse graznando en dirección al mar... Y sin saber bien porqué hicieron la señal de la Cruz besándose el dedo gordo.

1 comentario:

  1. Una pregunta ¿Quién es el autor? Me parece muy bueno y quisiera saber si tiene más

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