viernes, 14 de noviembre de 2008

El don del celibato

No es costumbre en este blog incursionar en temas que no sean específicos sobre liturgia o espiritualidad. Sin embargo, en esta oportunidad lo haré, a efectos de presentar los argumentos concretos en que el autor se basa para defender el celibato sacerdotal. De esta manera, también muchos amigos podrán tener respuestas concretas al momento de contestar preguntas o afirmaciones carentes de fundamento en las que incurren no pocos laicos. (o seglares, como se decía antes). Les doy una recomendación, lean sin apuro porque el tema es denso y los argumentos están bien fundados en el magisterio y la tradición de la Iglesia. Por estas razones, lo dividiré en dos publicaciones.

UN DON DE DIOS

Un sacerdote casado, el Padre Ray Ryland, examina el celibato sacerdotal.

“¿Es usted un sacerdote casado? Yo no sabía que hubieran sacerdotes casados. Creo que la Iglesia debería permitir el casamiento para todos los sacerdotes.” He escuchado frases por el estilo con frecuencia desde mi ordenación como sacerdote en 1983, dispensado como estoy, de la disciplina del celibato. Les aseguro, a todos los que proponen la eliminación del celibato, que tanto yo como mi esposa, apoyamos firmemente el celibato sacerdotal. Si bien estoy profundamente agradecido a la Iglesia por haber hecho una excepción en el caso de un ex-sacerdote anglicano como yo, dicha excepción es, a las claras, una tregua. El sacerdocio y el matrimonio son vocaciones que requieren ambas una dedicación total. Está claro que nadie puede servir simultáneamente como esposo y sacerdote sin faltar en algo a alguna de las dos vocaciones.

La objeción que sigue presentándose comúnmente es: “Seguro que un hombre casado está mejor cualificado para aconsejar a la gente sobre el matrimonio que un sacerdote célibe.” Y nuevamente debo estar cortésmente en desacuerdo. El propósito de los cursillos de preparación para el matrimonio, por ejemplo, no es el enseñar a las parejas la experiencia particular del sacerdote. Las parejas católicas tienen derecho a ser instruidas en la verdad revelada a la Iglesia en lo que toca al significado de la sexualidad humana y el santo matrimonio. Si el sacerdote (casado o célibe) es una persona razonablemente madura y enseña en armonía con la Iglesia, el casado no tiene ninguna ventaja especial sobre el otro para aconsejar sobre el tema matrimonial.

El argumento normalmente concluye con: “Sí, eso es posible, pero si los sacerdotes pudieran casarse, no habría tanta escasez de sacerdotes.” Siempre respondo que eso es una suposición que no tiene evidencia alguna que la avale. Si el problema de la falta de clérigos lo causa el celibato sacerdotal, ¿cómo se explica la abundancia de sacerdotes en ciertas diócesis? Como dijo el Papa Paulo VI hace ya cuarenta a años, el descenso en el número de vocaciones parte de la falta de fe entre el pueblo de la Iglesia. El disenso rampante de las últimas décadas ha creado abundante confusión en el entendimiento de las doctrinas de la Iglesia y especialmente en lo que toca al sacerdocio.

Una antigua disciplina

No hay duda que cierta simpatía por la eliminación del celibato obligatorio surge con frecuencia en estos días, aun entre los católicos fieles. Sin embargo hay dos errores fundamentales que subyacen a esta opinión. Uno es histórico y el otro, teológico.

Veamos primero el error histórico. Algunos creen que la Iglesia hizo obligatorio el celibato sacerdotal en el cuarto siglo, en el siglo doce o en algún un punto intermedio. En realidad, el celibato es una disciplina apostólica. [1]

La conexión entre celibato y sacerdocio se revela primeramente en Cristo. En Cristo vemos su más perfecta realización ya que el sacerdocio requiere el permanecer libre de los lazos de matrimonio y paternidad. Es esa libertad la que permitió que el Hijo de Dios estuviera completamente disponible para hacer perfectamente la voluntad de Dios Padre en El (Juan 4, 34).

Al llamar a sus sucesores, los Apóstoles “ellos lo dejaron todo y le siguieron” (Lucas 5, 11). Más tarde, Pedro le recuerda a Jesús, “lo hemos dejado todo para seguirte.” Luego agrega, con la candidez que lo caracteriza, “¿Qué otra cosa ya nos queda?” (Mateo 19, 27). Jesús le responde: “No hay nadie que haya dejado casa, esposa, hermanos, padres o hijos por causa del Reino de los Cielos, que no reciba a cambio mucho más en esta era y en el mundo por venir” (Lucas 19, 29). Recordemos que Jesús enseñó la indisolubilidad del matrimonio y también recomendó especialmente el celibato (Mateo 19, 12). San Pablo recomendó con especial énfasis el celibato como una manera de hacer más efectivo el ministerio del Señor.

Los cánones disciplinarios del Concilio de Elvira en 305 d.C. son el registro más temprano de la disciplina del celibato sacerdotal. Este concilio tuvo que explicar el motivo de sus directivas que eran ya antiguas y presumiblemente bien conocidas. El Canon XXXIII prohíbe las relaciones maritales y la procreación a todos los obispos casados, sacerdotes y diáconos. Igualmente recuerda a los clérigos casados que están unidos por un voto de abstinencia perpetua so pena de ser privados del ministerio para los que violaran tal voto. En sus comentarios sobre este Concilio, el Papa Pío XI indica que dichos cánones son las “primeras huellas escritas” de la “Ley del Celibato Eclasiástico,” “que permiten suponer que la práctica existía antes de ser puesta por escrito.” [2]

EL Concilio de Arles, nueve años más tarde, afirmó la obligación de la abstinencia para los clérigos casados y las penalidades consecuentes en caso de incumplimiento. El Concilio de Nicea en 325 d.C. presupone la existencia de del celibato eclesiástico para clérigos solteros y casados. El Canon III establece, “este gran sínodo prohíbe absolutamente a los obispos, sacerdotes, diáconos y cualquier otro clérigo el mantener la compañía de una mujer tomada para vivir con él, con la excepción natural de su madre, hermana, tía u otra persona sobre quien no caiga sospecha alguna.” [3] Tomando en cuenta la evidencia de los siglos IV y V, el Rev. P. Christian Cochini, S. J. sostiene que la frase “otra persona sobre quien no caiga sospecha alguna” incluye a las esposas de los clérigos que han tomado votos conjuntos de abstinencia antes de la ordenación de sus esposos. [4]

Hacia el final del siglo IV, un obispo español escribió al Papa, pidiendo ayuda para disciplinar a ciertos clérigos casados que estaban teniendo relaciones conyugales con sus esposas y en consecuencia procreando hijos. En 385 d.C. el Papa Siricius recordó a todos los clérigos casados que los votos de abstinencia pertpetua eran “indisolubles.” [5] Al año siguiente, el Papa emitió un decreto repitiendo la misma regla. En él insiste que no estaba creando nuevas reglas sino recordándoles reglas establecidas por la Iglesia ya por largo tiempo.

Algunos de los clérigos casados trataron de defender la continuidad de la vida conyugal, pero la falta de una tradición establecida de celibato opcional le impidió apelar. En cambio apuntaron a 2 Timoteo 3, 2; Tito 1, 6 y 1 Timoteo 3, 12; los cuales especifican que los obispos, presbíteros y diáconos deben ser esposos “de una sola mujer” (unis uxoris vir.) En respuesta, el Papa Siricio declaró que “esposo de una sola mujer” no significaba que el clérigo pudiera mantener relaciones conyugales después de haber sido ordenado. El verdadero sentido es éste: de un hombre fiel a una esposa se puede esperar que sea lo suficientemente maduro como para vivir en la abstinencia perpetua que se requiere de ambos una vez efectuada la ordenación.

Este es la exégesis original del Magisterio para estos pasajes. La enseñanza del Papa Siricius se refleja claramente en los escritos de los Padres de esos tiempos: Ambrosio, Epifanio de Salamina y Ambrosiastro. [6]

Otro pasaje usado para reforzar el argumento del celibato opcional es 1 Corintios 9, 5. Refiriéndose a sus prerrogativas como apóstol, San Pablo pregunta (en forma aparentemente retórica) “¿Acaso no tenemos el derecho de tener en nuestra compañía una esposa creyente, como todos los otros apóstoles y hermanos del Señor y Cefas?” El significado griego de “una esposa creyente” es el de “una hermana esposa” o “una hermana como esposa.” Las palabras, puestas juntas, no significan “esposa” en el sentido ordinario del término. En los primeros siglos, la palabra “hermana” (sor como en 1 Corintios 9,5) era usado para designar a la esposa de un clérigo que hubiera hecho votos de abstinencia perpetua antes de la ordenación. Su relación era la misma que la de un hombre y su hermana.

Saliendo un poco de nuestra cronología, miremos por un momento al Directorio del Ministerio y Vida Sacerdotal publicado en 1994 por la Congregación del Clero. En la Sección 59 encontramos la exégesis del Papa Siricius en lo que respecta a los pasajes ya enunciados de las cartas a Timoteo y Tito. Contiene citas adicionales de varios concilios anteriores que requirieron la abstinencia para los clérigos casados y solteros. A continuación encontramos las siguientes palabras: “La Iglesia desde tiempos apostólicos ha deseado conservar el don de la perpetua abstinencia para el clero y elige los candidatos para las Santas Ordenes entre los fieles célibes.” Es claro que los “fieles célibes” en los primeros siglos incluían a hombres casados que hacían votos de castidad perpetua junto con sus esposas antes de ser ordenados.

Volviendo al cuarto siglo: el Concilio de Cartago en 390 d.C. que cuenta con la anuencia de toda la jerarquía africana, reafirmó la regla de la castidad perpetua para todos los miembros casados del clero. Esta reafirmación confirma una tradición continua de la Iglesia. AL explicar el decreto, el Obispo Presidente, Genethlius insta a sus conciliares: “Perseveremos en guardar lo que los apóstoles enseñaron y lo que los antiguos mismos observaron.” [7]

El decreto Dominus Inter fue emitido a principios del siglo V por un Sínodo Romano muy probablemente bajo la conducción del Papa Inocencio I. Respondiendo a ciertas preguntas formuladas por los obispos de Galia, el Canon XVI repite la regla de castidad perpetua para los clérigos casados [8] Encontramos la misma enseñanza en los registros de los pontífices que sucedieron a Inocencio I—León el Grande y Gregorio el Grande, por ejemplo; además de San Jerónimo, San Agustín y San Ambrosio. También lo hizo el Concilio de Tours (461 d.C.), el Conclio de Gerona (517 d.C.) y el Concilio de Auvergne (535 d.C.) Además encontramos el mismo requerimiento en los anales penintenciales de las iglesias célticas. fuente www.conocereisdeverdad.org

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