¡ALELUYA!
La expresión Aleluya –compuesta por las palabras Hallel y Yahvé (alabad a Dios)– constituye la aclamación litúrgica por excelencia. Ya el pueblo de Israel concluía la celebración pascual cantando los salmos del Hallel. Más adelante, la Iglesia primitiva reservó el Aleluya para el día de la Pascua. El diácono decía a toda la asamblea antes de la proclamación del Evangelio: «Os anuncio una gran alegría: el Aleluya». Cuenta san Víctor de Vita que, durante las persecuciones de los vándalos, un lector que estaba en ese momento cantando el Aleluya recibió un flecha en la garganta, de modo que el canto que había iniciado en tierra lo terminó en el cielo. Es en el cielo donde el Apocalipsis sitúa el último canto de la Iglesia, el canto triunfal, que entona varias veces el Aleluya; el motivo es la victoria definitiva de Cristo y la celebración de las Bodas del Cordero con su Esposa –el mismo Cristo compara varias veces el reino de los cielos con un banquete de bodas–. El canto y la alegría del espíritu son, así, dos primicias del cielo que podemos gustar aquí en la tierra, tal como afirma san Agustín: «En el cielo nos bastarán dos palabras: Amén, para aceptar a Dios plenamente; y Aleluya, para cantar su gloria y su poder».
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