En el blog "La buhardilla de Jerónimo" fue publicado el siguiente texto perteneciente a un gran escritor católico argentino: Hugo Wast. Su lectura es recomendable por la excelente alegoría con que define el perfil de un novel sacerdote y aquel que ya ha recorrido un largo trecho en su vida apostólica. Si usted es sacerdote, léalo, quizás le dé tema para meditar. Si no lo es, acérquelo a algún cura conocido, ser lo agradecerá. Disfrútelo.
Todo sacerdote joven me parece un buque que parte por primera vez hacia alta mar.
Todo sacerdote viejo me parece un buque que va llegando al puerto.
Me he cruzado en el mar, en uno de los siete mares del mundo, con dos buques, uno viejo y otro nuevo.
No
sé por qué razones siempre que veo un buque viejo me pongo a imaginar
las aventuras, los peligros, las tormentas que ha pasado; y delante de
uno nuevo, todo lo que le aguarda.
Me he cruzado con dos, el uno viejo y el otro nuevo.
El
viejo iba llegando al puerto, con su casco despintado, sus velas en
jirones, sus masteleros en astillas, pero con su proa tajante y su timón
obediente y firme, de modo que se mantenía en la buena ruta.
El
otro recién botado al agua, navegaba hacia alta mar, relumbrante, con
su arboladura nueva, sus cuerdas blancas, sus velas sonoras y al viento,
que le daba en el costado. El agua hervía en espuma, bajo su quilla que
abría un profundo surco en las olas.
Todo
le sonreía, el sol, el cielo, la brisa, que cantaba en sus obenques,
las ligeras nubes que le daban sombra, los delfines que danzaban a su
alrededor y las gaviotas que se posaban en sus jarcias. Y él avanzaba
libre y ufano, hacia los misterios del primero de los siete mares,
seguro de sus lonas, de sus maderas y de sus forros de cobre y de su
timón nuevo.
Y yo
rogué por él, que antes de llegar al puerto tenía que humillar la
soberbia en el Atlántico, cerrar los ojos y oídos a los espejismos y a
los cantos de las sirenas en el Mediterráneo; dominar la ira en el Rojo;
sobreponerse a la gula en el Índico; desafiar los tifones de la envidia
en el Mar de la China; despreciar las mordeduras de la avaricia en el
Pacífico; luchar contra el frío del alma en el Ártico; y vencer la
pereza en el Mar de Sargazos, que más que un mar es la plaga de todos
los mares.
Cuando
veo un sacerdote viejo, deslucido en su traje y en su palabra, distraído
como quien tiene el corazón en otra parte, sordo a los rumores de la
tierra y atento a las voces que le hablan en sueños como a Samuel,
pienso que invita a cantar un Te Deum, porque es un navío que ha pasado
ya las tormentas de los siete mares.
Cuando
veo uno joven, que emprende su periplo, impaciente de surcar los
océanos, con demasiada confianza en la altura de sus mástiles y en lo
pulido de sus cascos y en la gallardía de sus lonas; que mira poco el
cielo para orientar su rumbo y mucho las máquinas que fabrican los
hombres, tengo miedo por él.
Y
más si es artista; y mucho más si es elocuente; y muchísimo más si es
ingenuo y ama el ruido, y cree que le falta tiempo y puede dejar hoy
esta rúbrica, mañana este rezo, después esta meditación, ser impuntual
en la hora de su Misa; ser distraído en su breviario.
¡Ay! ¡Cuántos mares y cuántos escollos delante de su proa y qué lejos el puerto!
Llegará, sin duda, si deja de mirar la brújula de los hombres y levanta el corazón hasta la Estrella de la Mañana.
Llamamos
así a la Virgen, pero es también una de las más preciosas advocaciones
de Jesús, que dice de Sí Mismo en el último capítulo del Apocalipsis:
“Yo Soy Jesús, la espléndida y luminosa Estrella de la Mañana”.
Tomado de "Navega hacia alta mar", de Hugo Wast.
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