El texto que sigue a continuación corresponde a una de las catequesis del Papa emérito Benedicto XVI. Su contenido expresa con claridad el significado y la importancia de la Liturgia en nuestra vida cristiana, y cómo a través de ella se va impregnando nuestra personalidad para ser verdaderos misioneros en los ambientes en que nos toca actuar.
¿Qué
es la liturgia? - Si abrimos el Catecismo
de la Iglesia Católica—subsidio siempre valioso, diría e indispensable—
leemos que originariamente la palabra «liturgia» significa «servicio de parte
de y en favor del pueblo» (n. 1069). Si la teología cristiana tomó este vocablo
del mundo griego, lo hizo obviamente pensando en el nuevo pueblo de Dios nacido
de Cristo que abrió sus brazos en la Cruz para unir a los hombres en la paz del
único Dios. «Servicio en favor del pueblo», un pueblo que no existe por sí
mismo, sino que se formó gracias al misterio pascual de Jesucristo. De hecho,
el pueblo de Dios no existe por vínculos de sangre, de territorio, de nación,
sino que nace siempre de la obra del Hijo de Dios y de la comunión con el Padre
que él nos obtiene.
El
Catecismo indica además que «en la tradición cristiana (la palabra “liturgia”)
quiere significar que el pueblo de Dios toma parte en la obra de Dios» (n.
1069), porque el pueblo de Dios como tal existe sólo por obra de Dios.
Esto
nos lo ha recordado el desarrollo mismo del concilio Vaticano II, que inició
sus trabajos, hace cincuenta años, con la discusión del esquema sobre la
sagrada liturgia, aprobado luego solemnemente el 4 de diciembre de 1963, el primer
texto aprobado por el concilio. El hecho de que el documento sobre la liturgia
fuera el primer resultado de la asamblea conciliar, tal vez fue considerado por
algunos una casualidad. Entre tantos proyectos, el texto sobre la sagrada
liturgia pareció ser el menos controvertido, y, precisamente por esto, capaz de
constituir como una especie de ejercicio para comprender la metodología del
trabajo conciliar. Pero sin ninguna duda, lo que a primera vista puede parecer
una casualidad, se demostró la elección más justa, incluso a partir de la
jerarquía de los temas y de las tareas más importantes de la Iglesia. En
efecto, comenzando con el tema de la «liturgia», el Concilio destacó muy
claramente el primado de Dios, su prioridad absoluta. Dios primero de todo:
precisamente esto nos dice la elección conciliar de partir de la liturgia.
Donde la mirada sobre Dios no es determinante, todo lo demás pierde su
orientación. El criterio fundamental para la liturgia es su orientación a Dios,
para poder así participar en su misma obra.
Sin
embargo, podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la que estamos
llamados a participar? La respuesta que nos ofrece la constitución conciliar
sobre la sagrada liturgia es aparentemente doble. En el número 5 nos indica, en
efecto, que la obra de Dios son sus acciones históricas que nos traen la
salvación, culminante en la muerte y resurrección de Jesucristo; pero en el
número 7 la misma constitución define precisamente la celebración de la
liturgia como «obra de Cristo». En realidad estos dos significados están
inseparablemente relacionados. Si nos preguntamos quién salva al mundo y al
hombre, la única respuesta es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y
resucitado. Y, ¿dónde se hace actual para nosotros, para mí, hoy, el misterio
de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es:
en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, en especial en
el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del
Hijo de Dios, que nos redimió; en el sacramento de la Reconciliación, donde se
pasa de la muerte del pecado a la vida nueva; y en los demás actos
sacramentales que nos santifican (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Así, el misterio pascual de la muerte y
resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.
Demos
otro paso hacia adelante y preguntémonos: ¿de qué modo se hace posible esta
actualización del misterio pascual de Cristo? El beato Papa Juan Pablo II, a
los 25 años de la constitución Sacrosantum Concilium, escribió:
«Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su
Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La liturgia es, por
consiguiente, el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y
con quien él envió, Jesucristo (cf. Jn 17, 3)» (Vicesimus quintus
annus n.
7). En la misma línea leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica «Toda
celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en
Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a
través de acciones y de palabras» (n. 1153). Por tanto, la primera exigencia
para una buena celebración litúrgica es que sea oración, coloquio con Dios,
ante todo escucha y, por tanto, respuesta. San Benito, en su «Regla», hablando
de la oración de los Salmos, indica a los monjes: mens concordet voci,
«que la mente concuerde con la voz». El santo enseña que en la oración de los
Salmos las palabras deben preceder a nuestra mente. Habitualmente no sucede
así, antes debemos pensar, y, luego, aquello que hemos pensado se convierte en
palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es al revés, la palabra precede. Dios
nos dio la palabra, y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; nosotros
debemos entrar dentro de las palabras, en su significado, acogerlas en
nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; así nos convertimos en hijos
de Dios, semejantes a Dios. Como recuerda la Sacrosantum Concilium, para
asegurar la plena eficacia de la celebración «es necesario que los fieles
accedan a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma de
acuerdo con su voz y cooperen con la gracia divina para no recibirla en vano»
(n. 11). Elemento fundamental, primario, del diálogo con Dios en la liturgia,
es la concordancia entre lo que decimos con los labios y lo que llevamos en el
corazón. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración, nosotros
mismos somos conformados al espíritu de estas palabras y llegamos a ser capaces
de hablar con Dios.
En
esta línea, quiero sólo hacer referencia a uno de los momentos que, durante la
liturgia misma, nos llama y nos ayuda a encontrar esa concordancia, ese
conformarnos a lo que escuchamos, decimos y hacemos en la celebración de la
liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la
plegaria eucarística: «Sursum corda», elevemos nuestro corazón fuera del
enredo de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias,
de nuestra distracción. Nuestro corazón, el interior de nosotros mismos, debe
abrirse dócilmente a la Palabra de Dios y recogerse en la oración de la
Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las palabras mismas que
escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse al Señor, que está en
medio de nosotros: es una disposición fundamental.
Cuando
vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón está como
apartado de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y se eleva
interiormente hacia lo alto, hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Come
recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: «La misión de Cristo y del
Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia,
actualiza y comunica el misterio de la salvación, se continúa en el corazón que
ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar» (n. 2655): altare
Dei est cor nostrum.
Queridos
amigos, sólo celebramos y vivimos bien la liturgia si permanecemos en actitud
orante, no si queremos «hacer algo», hacernos ver o actuar, sino si orientamos
nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al misterio
de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a rezar,
afirma san Pablo (cf. Rm 8, 26). Él mismo nos ha dado las
palabras adecuadas para dirigirnos a él, palabras que encontramos en el
Salterio, en las grandes oraciones de las sagrada liturgia y en la misma
celebración eucarística. Pidamos al Señor ser cada día más conscientes del
hecho de que la liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que brota del
Espíritu Santo y de nosotros, totalmente dirigida al Padre, en unión con el
Hijo de Dios hecho hombre (cf.Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2564).
Gracias.
(Fuente: conoceréis deverdad.org)
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