Estamos transitando el tiempo de Cuaresma, y es oportuno, ¿por qué no?, revisar cuál es la calidad de las homilias en las iglesias. Aquí va un comentario al número 46 de la Exhortación Apostólica Post-Sinodal "Sacramentum Caritatis" del Papa Benedicto XVI, sobre la homilía:
“La necesidad de
mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la
Palabra de Dios.” Tal vez detrás de esta
afirmación del Santo Padre está la pregunta ¿dónde radica la importancia de la
homilía? ¿porqué deberíamos prestarle tanta atención? No es que –sabemos muy
bien– la homilía sea un elemento indispensable para la celebración de la Santa
Misa, ni mucho menos esencial a su naturaleza sacramental.
Pero no se debe de ninguna
manera minusvalorar su importancia, ya que ella deriva de la centralidad –esta
sí que es esencial– de la Palabra de Dios, la “otra” presencia real de Jesús en
su sacramento, y ella debe ser anunciada no sólo a través de la proclamación de
los textos inspirados, sino también a través de su presentación y explicación,
tarea que compete principalmente a los Obispos y, en unión a ellos, a los
presbíteros y a los diáconos.
“En efecto, ésta
es parte de la acción litúrgica; tiene como finalidad favorecer una mejor
comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles.” La homilía no es un “añadido” a la acción
litúrgica, sino parte de ella; de allí que no se deba prescindir de la misma
sin una causa justa o grave, según las circunstancias. Para favorecer su
comprensión, se debe procurar adaptarla a los diferentes “tipos” de fieles, a
su nivel de profundidad y de conocimiento de los textos sagrados y de la
teología. Ello conlleva mucha práctica y entrenamiento por parte de los
ministros. Hacer una buena “explicación” de la Sagrada Escritura no siempre es
fácil. Requiere de preparación, tanto en el contenido como en la “forma” que se
debe dar a su presentación. Por otra parte, se debe apuntar a la “eficacia” de
la Palabra en la vida concreta de los fieles. Justamente para que ella sea
eficaz y tenga “eco” en las situaciones reales de la vida de personas
concretas, debe haber sido antes “apropiada” por el sacerdote, leída, rezada y
vivida. Antes de explicarles a los fieles qué dice a ellos la Palabra de Dios,
el sacerdote debe preguntarse qué le dice a él, y debe llegar al momento de su
exposición, con esta respuesta claramente formulada, que no la agota,
ciertamente, pero sí la apropia y manifiesta su eficacia.
“Por eso los
ministros ordenados han de preparar la homilía con esmero, basándose en un
conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura.”Esto
casi no requiere de comentario alguno. Debemos recordar que esta es una de las
tareas principales de un sacerdote que celebra la Eucaristía. Si alguno no le
da en su vida suficiente tiempo a ello por dedicarle demasiado a otras obras
–por buenas que sean– debe preguntarse si ha establecido correctamente su orden
de prioridades.
“Han de evitarse
homilías genéricas o abstractas. En particular, pido a los ministros un
esfuerzo para que la homilía ponga la Palabra de Dios proclamada en estrecha
relación con la celebración sacramental y con la vida de la comunidad, de modo
que la Palabra de Dios sea realmente sustento y vigor de la Iglesia.” Para que “la Palabra de Dios sea realmente
sustento y vigor de la Iglesia”, hay dos cosas que debemos poner en práctica:
1. Homilías concretas y trasparentes, no genéricas o abstractas; evitar la
especulación teológica, las explicaciones demasiado centradas en lo filológico
o en lo contextual, los discursos sin una llegada concreta a la realidad
ordinaria; buscar más bien centrarse en una idea muy concreta y que tenga una
aplicación a la vida de la gente, considerando los elementos de la realidad
actual que la hagan “aplicable” a la propia existencia. 2. Homilías que estén
en relación o con las lecturas que se han proclamado –especialmente el
Evangelio–, con la celebración correspondiente, o con el tiempo litúrgico,
evitando caer en el típico vicio de querer abarcarlo todo, resultando en una
homilía confusa y desestructurada; es mejor elegir un punto concreto y
prescindir de los que no estén en relación directa con él.
“Se ha de tener
presente, por tanto, la finalidad catequética y exhortativa de la homilía. Es
conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen a los fieles
homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas
de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en los cuatro 'pilares'
del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión
de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración
cristiana.” Según esto, alguno podría concluir que la homilía
podría basarse en un tema que no tenga nada que ver ni con el Evangelio ni con
la celebración corriente. Sin embargo, pongamos atención a la frase “partiendo
del leccionario trienal”. Es decir que es a partir del leccionario que se está
proponiendo esto de las “homilías temáticas”. Recordemos además que los “cuatro
pilares” a los que se hace alusión, tienen la suficiente amplitud como para
poder encontrar, en muchos pasajes del Evangelio y en muchas lecturas del
Antiguo y Nuevo Testamento, puntos de partida diversos que nos conduzcan
exactamente al mismo fin. En otras palabras, si se desea acentuar, por ejemplo,
la importancia de vivir los sacramentos (2º parte del Catecismo), ello se puede
lograr de infinitas maneras, sin comprometer necesariamente el contenido del
Evangelio propuesto por la Liturgia o la celebración corriente.
Finalmente,
hacemos un especial hincapié en lo que se refiere al carácter “exhortativo” de
la homilía, según se afirma en el último párrafo. Una de las finalidades
esenciales de la homilía es “mover” a los fieles a la conversión, a vivir más
intensamente y en profundidad el misterio de Cristo y su pertenencia a la
Iglesia. Ello se puede lograr de muchas maneras, incluso no tan explícitas,
pero debe ser un objetivo siempre presente en la mente y en el corazón del
sacerdote que “prepara” sus homilías y “se prepara” para ellas.
(Fuente: Arte de Predicar)
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