domingo, 9 de enero de 2011

La importancia de "tocar


No, no los dejamos de lado, seguimos con estos temas que hacen a una mejor comprensión de la liturgia, ya que de ello depende que la participación de la asamblea sea "plena, consciente, activa y fructuosa". Aprovéchalo.
En la celebración utilizamos los cinco sentidos. Oímos la Palabra,
vemos la acción, gustamos el pan y el vino, olemos el perfume del
incienso: y también entra en funcionamiento—y muy
abundantemente—nuestro tacto. 
La corporeidad adquiere en la liturgia toda su importancia. El hombre
no sólo es espíritu, sino también cuerpo. Y el cuerpo expresa, comunica,
realiza sus sentimientos más humanos y profundos. Por el tacto, en
concreto, experimentamos la realidad, nos acercamos a las personas y
las cosas, nos relacionamos con ellas. La apertura a la vida, por parte de
los niños pequeños—y luego volverá a serlo para los ancianos y los
enfermos—es fundamentalmente a través del tacto.

"Tocar", lenguaje de los sacramentos
Es realmente sorprendente repasar bajo esta clave del tacto nuestras
celebraciones: el lenguaje del "tocar" está presente en todas ellas.
En el Bautismo hacemos la signación sobre la frente de los niños, les
ungimos en el pecho o les imponemos la mano sobre la cabeza, les
sumergimos en agua o les bañamos con ella, volvemos a ungirlos sobre
la cabeza, les tocamos con los dedos los oídos y la boca—si se hace el
signo del "effeta"—; y en la oración de bendición del agua el sacerdote
"toca el agua con la mano derecha"... 
En la Confirmación, además de la imposición de manos, se les unge a
los confirmandos sobre la frente con el crisma: el que les presenta al
obispo "coloca su mano derecha sobre el hombro" de cada uno, y al final
el obispo suele darles, como gesto de paz, no sólo un saludo de palabra,
sino un abrazo o un beso. 
En la Eucaristía el ministro besa el altar, toca con su mano y luego besa
el libro del Evangelio; los fieles son invitados a comer y beber el Cuerpo y
Sangre del Señor; el que quiere puede recibir el Pan muy dignamente en
su mano; y antes de ir a comulgar nos damos la mano o el abrazo de
paz... 
En el sacramento de la Penitencia se ha restituido como gesto
simbólico de reconciliación el que el ministro coloque sus manos (o al
menos la derecha) sobre la cabeza del penitente.
En la Unción el sacerdote unge con los óleos la frente y las manos del
enfermo. 
En las Ordenaciones, además de la entrega de los signos propios
(tocar el Leccionario, o la patena con el pan y el cáliz con el vino), y de la
unción de manos, los candidatos sienten sobre su cabeza la mano del
obispo en el momento de invocar sobre ellos la fuerza del Espíritu. 
En el Matrimonio los nuevos esposos se dan el mutuo "sí" mientras se
cogen de las manos, como signo de entrega y fidelidad, y se ponen
mutuamente el anillo en el dedo, y asimismo se dan el abrazo o el beso
de paz. 
Son innumerables, pues, los momentos en que la celebración
sacramental usa este lenguaje del contacto físico, para manifestar la
comunicación de la gracia: imposición de manos, contacto con el agua,
unciones, besos, abrazo de paz, imposición de la ceniza, el comer y el
beber, los golpes de pecho, el lavatorio de los pies, la entrega de
símbolos o insignias (por ejemplo, para los religiosos, el hábito, las reglas, el anillo)...

Los gestos de Jesús
La salvación que nos ofreció Jesús era la salvación espiritual, la
reconciliación con Dios, la paz interior, el perdón de los pecados, la
comunicación de su gracia y su vida. 
Pero era también salvación total, humana, espiritual y corporal a la vez.
Jesús manifestaba continuamente los bienes del Reino con gestos
visibles, que afectaban también la corporeidad del hombre. No sólo nos
dijo que Dios nos amaba, sino que curó a los enfermos. No sólo nos
encargó que nos amáramos los unos a los otros, sino que nos enseñó a
lavarnos los pies como gesto de esta fraternidad. 
Es interesante ver cómo aparece en los evangelios que Jesús tocaba a
los que quería comunicar su fuerza salvadora. 
Se le acercó un leproso, y él, "extendiendo la mano, le tocó y le dijo:
quiero, sé limpio" (Mt 8,3). Le seguían dos ciegos: "entonces tocó sus
ojos, diciendo: hágase en vosotros según vuestra fe" (Mt 9,29). Y "le
presentaban a los niños para que los tocase... y abrazándolos, los
bendijo imponiéndoles las manos" (Mc 10,13). A la suegra de Pedro "le
tocó la mano y la fiebre la dejó" (Mt 8,15). Al sordomudo "le metió los
dedos en los oídos y le tocó la lengua, diciendo: effeta, ábrete" (Mc 7,33). 
Al criado herido por Pedro, Jesús, "tocándole la oreja, le curó" (Lc 22,51).

A la niña del jefe de la sinagoga "le tomó de la mano y ésta se levantó" 

(Mt 9,25). Al ciego de nacimiento "hizo un poco de lodo y le untó sus ojos" (Jn 9,6)... 
Tiene un significado profundo ese "tocar" de Jesús: es la mano de Dios,
visibilizada en la de Cristo, que sana, bendice, protege, comunica vida,
perdona, da seguridad... 
Ahora la Iglesia, con sus sacramentos, continúa esa acción de Cristo
con el mismo lenguaje de cercanía corporal.

¿Una liturgia incorpórea?
 
En nuestras celebraciones hemos cuidado mucho—sobre todo estos
últimos años—la audición de la Palabra o de los textos de oración. Pero
hemos descuidado un poco la importancia que tiene el lenguaje de otros
signos: el movimiento, el simbolismo, la abundancia... En concreto damos
poco relieve al contacto físico. 
Las celebraciones pueden resultar así muy decorosas, muy racionales
y ordenadas, pero faltas de expresividad. 
Sería interesante reflexionar sobre los motivos que nos han llevado a
descuidar esta abundancia "sensorial" de nuestra liturgia. ¿Por el
escrúpulo del contacto físico?; ¿para evitar una excesiva materialización y
concretización?; ¿por cierto tono de espiritualidad anti-corporal? Tal vez
hemos espiritualizado demasiado el concepto de "salvación" (la clásica
"salvación del alma", en vez de "la salvación de todo el hombre") y
reducido nuestra celebración a uno o dos sentidos: la audición, y en todo
caso la visión, sin apenas movimiento y cercanía de contacto. A los fieles
no se les permitía "tocar" con su mano el pan consagrado, o el cáliz, o
acercarse al altar o al ambón... Se ha estilizado el pan eucarístico de tal
modo que ya no parece pan. Se ha desfigurado el sentido de la unción de
modo que ya no se toca apenas el cuerpo y no tiene ningún parentesco
con los diversos "masajes" que nos damos continuamente en la vida
humana.
Los cristianos, tal vez por herencia de los judíos, hemos dado prioridad
a la palabra "dicha y oída", y no tanto a la "acción" de la liturgia, más
encarnada y concretizada en el lenguaje de los otros sentidos, que se ha
venido a minimizar hasta los límites del "validismo".
Con respecto al "tocar" parece que hayamos desarrollado mucho más
el precepto negativo: "no tocar". Hemos seguido más el "no te acerques"
de la visión de Moisés (Ex 3,5) que el estilo de Jesús. Es mas bien el
"tabú" (no tocar), con todo su sentido de lejanía o de miedo, que el "dejad
que los niños vengan a mí" de Jesús.

La salvación de Dios nos alcanza y nos toca
Y sin embargo, el lenguaje del contacto es todo un símbolo de
cercanía, de personalización, de toma de posesión, de eficacia.
Es el símbolo de que Dios nos alcanza con su gracia, en el espacio y
en el tiempo, a cada uno de nosotros, y que nosotros acogemos su don
con todo nuestro ser. 
Al igual que el amor de Dios—inefable, invisible—se nos manifestó en
la Humanidad concreta y corporal de Cristo Jesús, también en los
sacramentos de la Iglesia se encarna su gracia—invisible, inefable—en el
lenguaje de unos signos concretos que nos alcanzan también
corporalmente: tocar, bañar, ungir, comer, beber... 
Las palabras son un medio de comunicación estupendo y necesario
Pero muchas veces un gesto o un contacto son el mejor discurso. El beso
que el Viernes Santo damos a la Cruz no necesita muchos discursos para
expresar su intención. Cuando el penitente o el confirmado o el ordenado
sienten sobre su cabeza la mano del ministro, experimentan, aún sin
demasiadas palabras, la transmisión del don de Dios. 
El gesto de tocar sacramentalmente expresa muy bien la acción de un
Dios que salva, la respuesta de nuestra fe, la relación con una persona.
El tocar individualiza, acerca, comunica, estimula, manifiesta y "realiza" las ideas y los sentimientos. En el fondo el tocar es signo de amor, de
solidaridad y cercanía. Y esto lo fue en el modo de actuar de Cristo, y lo
es en la actividad sacramental de la Iglesia, y también en nuestra vida de
relaciones humanas. 
Está bien que nuestra liturgia sea una liturgia de palabras (la palabra
es también, en cierto sentido, contacto a distancia). Pero debe ser más
todavía liturgia de "presencia" y de actuación. Y para esto tienen que
entrar en funcionamiento todos los sentidos. Es, precisamente, el
lenguaje específico de la liturgia, que no quiere primordialmente transmitir
doctrinas ni manejar ideas, sino celebrar la acción de Cristo y de la
comunidad cristiana por medio de los signos sacramentales. 
Ni absolutizar ni empobrecer
Es verdad que existe el peligro del exceso: se puede caer en la
tentación de absolutizar el gesto del contacto, lo cual sería caer en la
superstición. Uno de los motivos por los que la Iglesia progresivamente
suprimió la comunión con el Vino en la Eucaristía fue tal vez lo que ya
contaba Cirilo de Jerusalén a fines del siglo cuarto: algunos fieles se
tocaban con la Sangre del Señor los ojos, la frente, las manos... 
Es fácil observar a este respecto un doble movimiento en la historia.
Por una parte la instintiva tendencia a "ritualizar" simbólicamente, con
gestos corporales, todo lo relativo a lo Santo y a la fe. Pero por otra,
precisamente por miedo a que esta concretización corporal se erija en
algo absoluto y buscado por sí mismo, la consigna de relativizar y hasta
de evitar esta ritualización. 
Jesús nos enseñó la síntesis: nos enseñó y nos encomendó el lenguaje
de los gestos y a la vez nos llamó la atención sobre la prioridad de lo
interior y de las actitudes de fe. 
No tenemos que caer en el extremo del ritualismo, como
supervaloración del gesto—en este caso, del contacto físico—, pero
tampoco en el opuesto, la angelización y desencarnación de la fe. 
La liturgia—como por otra parte la vida misma del hombre—habla con
símbolos, elementos visibles, movimiento, abundancia de gestos,
cercanía, imágenes, música. Y en concreto con el lenguaje del contacto
físico en sus varias formas. Así manifiesta la actuación de Dios y la
mediación de la Iglesia, así como la respuesta interior de fe, que afecta a
la totalidad del ser humano. No es de extrañar que determinados
grupos—en particular juveniles—tiendan hoy a dar mayor relieve a este
elemento del contacto: para ellos el gesto de la paz debería ser mas
expresivo, y el Padrenuestro no es raro que lo quieran recitar o cantar
cogidos unos y otros de la mano, para resaltar el compromiso de
fraternidad que la oración del Señor supone. 
Claro que el encuentro con Dios—y con las demás personas—debe
suceder a un nivel interior y profundo. Pero los signos sacramentales
están para eso: para expresar y facilitar ese encuentro siempre misterioso
e inefable. 
JOSÉ ALDAZABAL
Fuente: mercaba.org

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