Un saludo cordial a todos los seguidores y a quienes se acercan a esta página. Reiniciamos hoy los contactos frecuentes después de algunos días de receso. En esta oportunidad, y dado que mañana celebraremos la fiesta del Bautismo del Señor, les traigo el texto de la homilia pronunciada por Benedicto XVI el pasado año en ocasión de esta festividad. Les deseo a todos un año de paz y encuentro con el Señor.
Queridos hermanos y hermanas,
Las palabras que el
Evangelista Marcos recoge al principio de su Evangelio: “Tú eres mi
Hijo amado, en ti me complazco” (1, 11) nos introducen en el corazón de
la actual fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el tiempo
de Navidad. El ciclo de las solemnidades navideñas nos hace meditar
sobre el nacimiento de Jesus anunciado por los ángeles circundados por
el esplendor luminoso de Dios: el tiempo de Navidad nos habla de la
estrella que guía a los Magos de Oriente hasta la casa de Belén, y nos
invita a mirar al cielo que se abre sobre el Jordán mientras resuena la
voz de Dios. Son todos signos a través de los cuales el Señor no se
cansa de repetirnos: “Sí, estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino
que viene de mí a vosotros. Y hay un camino que desde vosotros sube
hasta mí”. El Creador ha asumido en Jesús las dimensiones de un niño, de
un ser humano como nosotros, para poderse hacer ver y tocas. Al mismo
tiempo, abajándose hasta la impotencia inerme del amor, Él nos muestra
qué es la verdadera grandeza, es más, qué quiere decir ser Dios.
El
significado de la Navidad, y más en general el sentido del año
litúrgico, es precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para
reconocerlos impresos en los acontecimientos de cada día, para que
nuestro corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía
sirven sobre todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y
el corazón al misterio de un Dios que viene a estar con nosotros, la
fiesta del bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la
cotidianeidad de una relación personal con Él. De hecho, mediante la
inmersión en las aguas del Jordán, Jesús se ha unido a nosotros. El
Bautismo es por así decirlo el puente que Él ha construido entre sí y
nosotros, el camino por el que se nos hace accesible; es el arco iris
divino sobre nuestra vida, la promesa del gran sí a Dios, la puerta de
la esperanza y, al mismo tiempo, el signo que nos indica el camino a
recorrer de forma activa y alegre para encontrarlo y sentirnos amados
por él.
Queridos amigos, estoy verdaderamente contento de que
también este año, en este día de fiesta, se me dé la oportunidad de
bautizar niños. Sobre ellos se posa hoy el “complacimiento” de Dios.
Desde cuando el Hijo unigénito del Padre se hizo bautizar, el cielo se
ha abierto realmente y sigue abriéndose, y podemos confiar cada nueva
vida que nace en las manos de Aquel que es más poderoso que los poderes
oscuros del mal. Esto en efecto comporta el Bautismo: restituimos a Dios
lo que ha venido de Él. El niño no es propiedad de los padres, sino que
ha sido confiado por el Creador a su responsabilidad, libremente y de
una forma siempre nueva, para que éstos le ayuden a ser un libre hijo de
Dios. Sólo si los padres maduran esta conciencia conseguirán encontrar
el justo equilibrio entre la pretensión de poder disponer de los propios
hijos como si fueran una propiedad privada, plasmándolos en base a las
propias ideas y deseos, y la postura libertaria que se expresa en
dejarlos crecer en autonomía plena, satisfaciendo cada uno de sus deseos
y aspiraciones, considerando la forma adecuada de cultivar su
personalidad. Si, con este sacramento, el bautizando se convierte en
hijo adoptivo de Dios, objeto de su amor infinito que lo tutela y
defiende de las fuerzas oscuras del maligno, es necesario enseñarle a
reconocer a Dios como su Padre y a saberse relacionar con Dios con
actitud de hijo. Y por tanto, cuando según la tradición cristiana como
hoy hacemos, se bautiza a los niños introduciéndolos en la luz de Dios y
de sus enseñanzas, no se les hace violencia, sino que se les da la
riqueza de la vida divina en la que se enraiza la verdadera libertad que
es propia de los hijos de Dios; una libertad que deberá ser educada y
formada con el madurar de los años, para que los haga capaces de
elecciones personales responsables.
Queridos padres, queridos
padrinos y madrinas, os saludo a todos con afecto y me uno a vuestra
alegría por estos pequeños que hoy renacen a la vida eterna. Sed
conscientes del don recibido y no ceséis de dar gracias al Señor que,
con el sacramento de hoy, introduce a vuestros niños en una nueva
familia, más grande y estable, más abierta y numerosa que la vuestra: me
refiero a la familia de los creyentes, a la Iglesia, una familia que
tiene a Dios por Padre y en la que todos se reconocen hermanos en
Jesucristo. Vosotros por tanto confiáis a vuestros hijos a la bondad de
Dios, que es potencia de luz y de amor; y ellos, aún en las dificultades
de la vida, no se sentirán nunca abandonados, si permanecen unidos a
Él. Preocupaos por tanto de educarlos en la fe, de enseñarles a rezar y a
crecer como hacía Jesús y con su ayuda, “en sabiduría, edad y gracia
ante Dios y ante los hombres” (cfr Lc 2,52).
Volviendo
ahora al pasaje evangélico, intentemos comprender aún más lo que hoy
sucede aquí. Narra san Marcos que, mientras Juan el Bautista predicaba
en las orillas del río Jordán, proclamando la urgencia de la conversión
ante la venida ya próxima del Mesías, he aquí que Jesús, confundido
entre la gente, se presenta para ser bautizado. El de Juan era
ciertamente un bautismo de penitencia, muy distinto del sacramento que
instituirá Jesús. En ese momento, sin embargo, se entrevé ya la misión
del Redentor ya que, cuando sale del agua, resuena una voz del cielo y
sobre él desciende el Espíritu Santo (cfr Mc 1,10): el Padre
celeste lo proclama su hijo predilecto y certifica públicamente su
misión salvadora universal, que se cumplirá plenamente con su muerte en
cruz y su resurrección. Sólo entonces, con el sacrificio pascual, se
hará universal y total la remisión de los pecados. Con el Bautismo, no
nos sumergimos entonces sencillamente en las aguas del Jordán para
proclamar nuestro empeño de conversión, sino que se infunde en nosotros
la sangre redentora de cristo que nos purifica y nos salva. Es el Hijo
amado del Padre, en el que Él se ha complacido, el que nos devuelve la
dignidad y la alegría de llamarnos y ser realmente “hijos” de Dios.
Dentro
de poco reviviremos este misterio evocado por la solemnidad de hoy; los
signos y los símbolos del sacramento del Bautismo nos ayudarán a
comprender lo que el Señor opera en el corazón de estos pequeños
nuestros, haciéndolos “suyos” para siempre, morada elegida de su
Espíritu y “piedras vivas” para la construcción del edificio espiritual
que es la Iglesia. La Virgen María, Madre de Je´sus, el Hijo amado de
Dios, vele sobre ellos y sobre sus familias, les acompañe siempre, para
que puedan realizar hasta el final el proyecto de salvación que con el
bautismo se realiza en sus vidas. Y nosotros, queridos hermanos y
hermanas, acompañémosles con nuestra oración; recemos por sus padres,
los padrinos y las madrinas y sus familiares, para que les ayuden a
crecer en la fe; recemos por todos nosotros aquí presentes para que
participando devotamente en esta celebración, renovemos las promesas de
nuestras Bautismo y demos gracias a Dios por su constante asistencia.
Amén.
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