Celebramos en este jueves (en nuestro país se celebra el domingo siguiente) la solemnidad de Corpus Christi, es decir, del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Corpus Christi es la fiesta de la Eucaristía. Solemnidad que nos convoca ante el misterio cotidiano del cuerpo entregado y de la sangre derramada por nosotros. Un misterio que en el Jueves Santo tiene la fiesta de su Institución y en el Corpus tiene una gozosa fiesta de la respuesta de fe. La edad media, de la que heredamos esta fiesta sintió el deber de darle un realce especial, para hacer un homenaje agradecido, público, multitudinario de la presencia real de Cristo; incluso para sacar en procesión el Santísimo Sacramento por las calles y las plazas, para afirmar el misterio del Dios con nosotros en la Eucaristía, su compañía, que por eso Santa Teresa lo llamaba a Cristo " compañero nuestro en el Santísimo Sacramento". Estos valores fundamentales de la fe católica que acentúa la presencia real y personal de Cristo en la Eucaristía siguen teniendo vigencia dogmática y pastoral. También hoy tenemos necesidad de renovar nuestra fe en la presencia verdadera de Cristo en la Eucaristía, de manifestarla de forma pública, de sentirnos en la procesión de Corpus pueblo de Dios en camino, presididos y precedidos por Cristo, Pastor y guía, presencia y viático de nuestro caminar, misteriosa compañía de Dios.
La Eucaristía sigue siendo la opción fundamental de nuestra fe. Ante el misterio del pan de vida el sacerdote tiene que renovar su adoración, el cristiano confesar que es un misterio que trasciende su inteligencia. La Eucaristía nos pone de rodillas, confunde nuestro orgullo y nos abre a la humildad y al gozo de la fe en la palabra y en el poder de Cristo. Solo así se convierte para nosotros en misterio de luz y de vida. La Eucaristía es, como recuerda el Vaticano II, el bien supremo de la Iglesia, Cristo Pan verdadero que con su carne vivificada y vivificante, por medio del Espíritu Santo, da la vida a los hombres. O como afirma el Decreto del ecumenismo hablando de la Iglesia oriental: por medio de la Eucaristía tenemos acceso a Dios Padre por medio de Cristo, Verbo Encarnado que ha muerto y ha sido glorificado; en la efusión del Espíritu Santo, entramos en comunión con la Santísima Trinidad, hechos partícipes de la naturaleza divina. También con la Gaudium et Spes recordamos que en la Eucaristía tenemos una especie de anticipación de la Pascua del Universo, con elementos naturales que son transformados en el cuerpo y en la sangre gloriosa de Cristo y que son una anticipación del banquete de la fraternidad universal en la gloria. Estos textos del Vaticano II nos recuerdan con cuanto fervor la Iglesia de la segunda mitad del siglo XX ha confirmado su fe en la Eucaristía, en un momento en que tendencias racionalistas quería atenuar el realismo de la presencia, con un sutil recurso al simbolismo vacío de contenidos, no dándose cuenta que además de ir contra el realismo de la Escritura y de la fe del primer milenio cristiano rebajaban a puro simbolismo no solo la presencia sino en definitiva la realidad misma del sacrificio, de la comunión, de los efectos salvadores de la Eucaristía con la cual Cristo nos promete una verdadera comunión de vida, la santificación de nuestro cuerpo, incluso la resurrección futura. Si no hay una presencia real, no hay acciones reales, no hay efectos objetivos. Nos quedamos en nuestra miseria, sin la compañía de Cristo, sin el don del Espíritu, sin la comunión eclesial en un solo Cuerpo, sin el sacrificio real de la nueva y eterna alianza. Ya san Ignacio de Antioquía veía en la negación del realismo eucarístico una negación del realismo de la Encarnación, de la pasión salvadora, de la verdadera Resurrección de Cristo. Todo sería apariencia. No habría realismo salvador.
En las palabras pronunciadas en la última cena “Tomen y coman, esto es mi cuerpo. Tomen y beban todos de él, porque éste es el cáliz de mi Sangre”, Jesús ofrece a los discípulos algo para comer, no una idea para comprender. Y ese algo es su cuerpo, su persona misma, la que va a ser entregada; y entran en comunión con la misma persona de Cristo. Esta es mi sangre, sangre de la Alianza, derramada por todos. Y mientras los discípulos se pasan el cáliz, la copa de la pascua, y beben, saborean el misterio del vino - sangre de la uva - que les permite empaparse de la sangre redentora y purificadora, la que va a ser derramada. Es sangre del pacto, de la alianza. No hay pacto más serio que el de la sangre, el de la vida. Y Dios en su amor hacia los hombres ha sellado su alianza con nosotros con la sangre de su Hijo. Y como esta es la alianza nueva y eterna, cada día se hace presente el único sacrificio de la única alianza nueva. Cristo que en virtud de un Espíritu eterno, como zarza ardiente, se ofreció al Padre una vez para siempre es en el cielo la víctima sagrada, el sacrificio sin mancha, y se hace presente en la tierra, en cada altar. Es el mismo sacerdote, la misma víctima. Es el mismo sacrificio de Cristo en el sacrificio de la Iglesia. Iglesia unida a Cristo en alianza esponsal, en comunión de vida. Ofrecida con Cristo, porque es el Cuerpo del Señor que se ofrece en lo que ofrece, pues al levantar al cielo el cuerpo y la sangre de Cristo, toda la Iglesia se eleva en el mismo gesto de ofrenda. Por eso el Corpus es fiesta de la Alianza Nueva en la Eucaristía, el arco iris de la paz y de la reconciliación que Dios ofrece cada día. Una alianza que pide un sí de amor, el culto del Dios vivo, una vida que prolonga la de Jesús, hecha amor y servicio.
(Fuente: Church Forum)
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