El texto que se inserta a continuación no puede ser leído "livianamente". Si a partir del título ya no le interesa, más vale que no lo lea. Pero si dicho título toca algo en su interior, sambúllase en el texto. Léalo dándole sentido y medítelo. Verá que se abre el corazón en deseos de salir a gritar: ES HORA DE PROFUNDIZAR SOBRE EL VERDADERO ESPÍRITU DE LA LITURGIA.
Debo añadir que el artículo es del Cardenal Cañizares, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos, y publicado en el "Osservatore Romano".
La fuente, como en muchos casos, es "La Buhardilla de Jerónimo".
Disfrútelo, piense, y si el tema le toca de cerca, coméntelo.
***
Se
ha cumplido un año del encargo que recibí como prefecto de la
Congregación para el culto divino. No es la hora de hacer ningún
balance. Este tiempo -todo lo que en él ha acaecido- me ha confirmado
en la necesidad apremiante que hay de que la santa liturgia sea en
nuestros días el centro y el corazón de la vida de la Iglesia; que sea,
como corresponde a su misma naturaleza, en expresión del Vaticano II,
«fuente y culmen de la vida cristiana».
Reavivar
el espíritu y el verdadero sentido de la liturgia en la vida de la
Iglesia, de todos los fieles, es un desafío y cometido principal
siempre, pero aún más en estos momentos. Es urgente, en efecto, que se
reavive el genuino y verdadero sentido de la liturgia, porque es algo
que está en la misma entraña del ser y de la vida de la Iglesia: la
liturgia es culto a Dios, instrumento de santificación, celebración de
la fe de la Iglesia y medio de su transmisión. En ella se abren las
puertas del cielo y los fieles entran en comunión con la santa e
indivisible Trinidad, experimentando su participación en la naturaleza
divina como don de la gracia. La liturgia es también anticipación de la
bienaventuranza final y de la gloria celeste a la que estamos llamados,
objeto y meta de la esperanza más grande.
Siempre,
pero más todavía, si cabe, en estos momentos de la historia en los que
padecemos una tan profunda crisis de Dios en el mundo y una
secularización interna de la Iglesia tan fuerte, al menos en Occidente,
el reavivar y fortalecer el sentido y el espíritu genuino de la sagrada
liturgia en la conciencia y vida de la Iglesia es algo prioritario que
apremia como ninguna otra cosa.
La
Iglesia, las comunidades y los fieles cristianos tendrán vigor y
vitalidad, vivirán una vida santa, serán testigos vivos, valientes,
fieles e incansables anunciadores del Evangelio, si viven la liturgia y
si viven de ella, si beben de esta fuente y se alimentan de ella,
porque así vivirán de Dios mismo, y de su gracia, que es en Quien
radica la santificación, la fuerza, la vida, la capacidad y valentía
evangelizadora, toda la aportación de la Iglesia a los hombres y al
futuro de la humanidad. El futuro del hombre está en Dios: el cambio
decisivo del mundo está en Dios -nada más que en Dios- y en su
adoración verdadera. Y ahí está la liturgia.
La
liturgia nos remite a Dios; el sujeto de la liturgia es Dios, el Padre;
es Cristo, el Hijo de Dios vivo; es el Espíritu Santo, que nos
introduce en el misterio de Dios y nos santifica, nos hace ser hombres
nuevos, hijos suyos, conforme a su voluntad creadora y redentora. El
sujeto de la liturgia, como de toda la obra de la salvación, no somos
nosotros.
Liturgia
significa, ante todo, hablar de Dios, presencia y acción de Dios:
reconocer a Dios en el centro de todo, de quien nos viene todo bien; es
glorificar a Dios, dejar que Dios actúe y obre su salvación, nos
renueve y santifique. La constitución sobre la sagrada liturgia del
concilio Vaticano II enseña que el fin de la celebración litúrgica es
la gloria de Dios y así la salvación y santificación de los hombres. En
la liturgia, «Dios es perfectamente glorificado y los hombres
santificados» (Sacrosanctum Concilium, 7); y no olvidemos, por
lo demás, que son los santos, santificados por Él, los verdaderos
adoradores de Dios, los más y profundos reformadores del mundo,
testigos del mundo futuro que no perece.
Como recordaba el entonces cardenal Joseph Ratzinger, el hecho, mirado retrospectivamente, de que la constitución Sacrosanctum Concilium
se colocase al comienzo del Vaticano II tiene el sentido preciso de que
en el principio «está la adoración. Y, por lo tanto, Dios. Este
principio corresponde a las palabras de la Regla benedictina: Operi Dei nihil praeponatur».
La Iglesia, por naturaleza, deriva de su misión de glorificar a Dios y,
por ella, está irrevocablemente ligada a la liturgia, cuya sustancia es
la reverencia y la adoración a Dios, el Dios que está presente y actúa
en la Iglesia y por ella.
Una
cierta crisis que ha podido afectar de manera importante a la liturgia
y a la misma Iglesia desde los años posteriores al Concilio hasta hoy
se debe al hecho de que frecuentemente en el centro no está Dios y la
adoración de Él, sino los hombres y su capacidad «hacedora». «En la
historia del posconcilio ciertamente la constitución sobre la liturgia
no fue entendida a partir de este primado fundamental de Dios y de la
adoración, sino como un libro de recetas sobre lo que podemos hacer con
la liturgia. Sin embargo, cuanto más la hacemos nosotros y para
nosotros mismos, tanto menos atrayente es, ya que todos advierten
claramente que lo esencial se ha perdido» (J. Ratzinger). Cuando esto
sucede, es decir, cuando se pretende que la liturgia la hacemos
nosotros, en el fondo sólo nosotros, y esto se impone, entonces los
fieles y las comunidades se secan, se debilitan y hasta languidecen.
En
definitiva, si queremos una Iglesia presente en el mundo, renovándolo y
transformándolo conforme al querer de Dios, tal y como señala
emblemáticamente la Gaudium et spes y el magisterio social de
la Iglesia, es preciso que, primero y por encima de todo, sea una
Iglesia que viva de Dios y de cuanto de Él viene, es decir, de cuanto
entraña y acontece en la liturgia de la Iglesia. Es lo que nos enseña y
recuerda la Sacrosanctum Concilium.
Por
ello, de lo que se trata en los momentos que vivimos, lo más urgente
sin duda, es promover y reavivar un nuevo impulso litúrgico que haga
revivir la verdadera herencia del concilio Vaticano II y de aquel gran
movimiento litúrgico del siglo XIX y primera mitad del XX, en la mente
de todos, que desembocó y fecundó la Iglesia en el Vaticano II.
Tenemos
necesidad -sin duda una grandísima necesidad- de este nuevo. impulso.
Así lo ve con una lucidez y claridad meridiana un hombre tan
providencial de nuestros días, testigo de la esperanza «grande» y
comprometido como pocos en hacer posible que surja con fuerza una
humanidad nueva hecha de hombres nuevos, así como una nueva cultura y
un mundo nuevo, dignos del hombre: el Papa Benedicto XVI. Él está
haciendo de la liturgia uno de los distintivos más ricos y
esperanzadores de su pontificado. En plena conformidad con nuestro Papa
sentimos y tenemos la necesidad y el deber de conducir la liturgia
hacia una renovación profunda y verdaderamente conciliar.
El Papa, a través de sus escritos, sobre todo de la exhortación apostólica Sacramentum caritatis y
de sus gestos, aprecia y valora profundamente el camino genuino de la
reforma conciliar, y trata de conducir a toda la Iglesia hacia un
profundo redescubrimiento de la liturgia en fidelidad a las fuentes
conciliares, en continuidad con la gran Tradición de la Iglesia e
intenta enriquecerla con los tesoros y rica herencia de esa Tradición.
Incluso liberarla de introducirse, por una u otra causa, bajo el
influjo de una mentalidad que no ha interpretado bien el Concilio
dentro de la «hermenéutica de la continuidad», y así lo ha empobrecido u oscurecido.
El
Papa Benedicto XVI, antes de serlo, ha hablado de todo un proceso
educativo que debiera conducir, en toda la Iglesia, al «culto
razonable» a Dios (cf. Rm 12, 1). «Es urgente una vuelta al espíritu de
la renovación litúrgica; no necesitamos nuevas formas para derivar cada
vez más hacia lo externo, sino formación y reflexión, esa
profundización mental sin la cual cualquier celebración degenera en
exterioridad rápidamente» (J. Ratzinger).
La
obra del Papa actual ha seguido, está siguiendo, ese mismo proceso
educativo que él pide, de ir al «espíritu» de la liturgia para superar
de este modo un pensamiento extrinsecista acerca de ella, que parece
predominar en algunos ámbitos, y que ya denunciaba en su tiempo Pío
XII, en su gran encíclica «litúrgica» Mediator Dei, al
señalar que «no tienen noción exacta de la sagrada liturgia los que la
consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un
ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como
un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía
eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos».
Es
indudable que una profundización y una renovación de la liturgia era
necesaria; y así lo vio la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, en
el Vaticano II. Pero, con frecuencia no ha sido una operación
perfectamente lograda con toda la hondura y alcance que el Concilio
reclamaba. Una buena parte, de hecho, de la constituciónSacrosanctum Concilium
parece que todavía no ha entrado plenamente en el corazón del pueblo
cristiano, sobre todo el llamado «espíritu» de la liturgia. Ha habido
un cambio en las formas, pero tal vez no se ha dado suficientemente una
honda y verdadera, o al menos suficiente, renovación, como pedían los padres conciliares, animados por el Espíritu de la verdad que alienta a la Iglesia.
A
veces se ha cambiado por el simple gusto de cambiar respecto de un
pasado percibido como totalmente negativo y superado, concibiendo la
forma como una ruptura y no como un desarrollo orgánico de la
Tradición. No se puede abandonar la herencia histórica de la Iglesia,
su gran Tradición, y establecer todo ex novo; tal
comportamiento sería como quitar la tierra debajo de los pies. El
propio Vaticano II se ha leído por muchos en una clave diferente a una
genuina hermenéutica del mismo que, como ha señalado el Papa Benedicto
XVI, no puede ser otra que una hermenéutica de la continuidad. Desde
ésta se pueden, además, abrir los tesoros de la liturgia a todos los
fieles, posibilitándole descubrimiento de los tesoros del patrimonio
litúrgico de la Iglesia a quienes lo desconocen todavía.
Para
impulsar una renovación profunda de la liturgia y una revitalización
vigorosa de la misma en la vida de la Iglesia, tal y como el Vaticano
II, asistido por el Espíritu Santo, indica y reclama, es preciso
recurrir hoy a las enseñanzas lúcidas del Papa, obviamente en cuanto
Papa, pero también, y no menos, debemos recurrir a sus enseñanzas
anteriores como profesor, pastor, arzobispo y prefecto, que ha tratado
tantas veces y con tan diferentes motivos de la liturgia. (La
publicación de sus obras completas, de las que el primer volumen
aparecido en alemán ha querido él mismo -todo un signo- que sea el que
recoja sus escritos litúrgicos, ayudará, sin duda mucho, a recuperar
hoy con fuerza el sentido y espíritu de la santa liturgia).
El
punto de vista teológico es el que prima en el punto de mira y en la
enseñanza del Papa; y aquí radica también su máximo interés, porque sin
una fundamentación teológica, sin una base de una buena teología
litúrgica, cristológica y eclesiológica inseparablemente unidas, no se
llevará adelante la tan necesaria y urgente revitalización de la
liturgia en la vida del pueblo de Dios. El Papa va al fondo y a lo
esencial de la cuestión litúrgica; así, dice y pone por escrito aquello
que considera la esencia de la sagrada liturgia, es decir, aquello que
no se puede perder, aquello a lo que no se puede en modo alguno
renunciar. Él, como sabemos, se preocupa muy mucho de exponer una y
otra vez cuál es la verdadera esencia de la liturgia como lugar y
acontecimiento absolutamente central en la Iglesia y como enteramente
irrenunciable para el hombre.
El
Papa, además, es muy consciente de que es en el ámbito litúrgico donde
se puede observar y conservar con más nitidez la continuidad de la gran
Tradición -también donde puede darse su ruptura más grave y profunda-.
Esto, además, es fundamental en nuestros días, en los que la urgencia
máxima de la Iglesia es la transmisión -traditio- de la fe,
para que el mundo crea, se salve y tenga futuro y camine en esperanza.
Su reflexión, como todo su quehacer teológico y magisterial, por otra
parte, no se realiza en abstracto, sino que tiene muy presente la
historia así como situaciones reales del desarrollo concreto de la
liturgia y de cómo se actúa, en muchas ocasiones, desfigurando la
verdad de la liturgia.
Pero
además, como él mismo lo reconoce y confiesa en su propia
autobiografía: «Así como había aprendido a comprender el Nuevo
Testamento como alma de toda la teología, del mismo modo entendí la
liturgia como el fundamento de la vida, sin la cual ésta acabaría por
secarse. Por eso, consideré, al comienzo del Concilio, el esbozo
preparatorio de la constitución sobre la liturgia que acogía todas las
conquistas esenciales del movimiento litúrgico como un grandioso punto
de partida para aquella asamblea eclesial. No era capaz de prever que
los aspectos negativos del movimiento litúrgico volverían con mayor
fuerza, con serio riesgo de llevar directamente a la autodestrucción de
la liturgia»
(J. Ratzinger). Tan en su entraña lleva el Papa la liturgia que, en su
misma autobiografía, llega a decir algo que nos da la clave de cómo la
liturgia, desde niño, ha estado en su experiencia humana más rica y
profunda hasta hoy: «La
inagotable realidad, dice, de la liturgia católica, me ha acompañado a
lo largo de todas las etapas de mi vida; por este motivo, no puedo
dejar de hablar continuamente de ella» (J. Ratzinger).
Necesitamos,
pues, imbuirnos del pensamiento y directrices del Papa en el campo de
la liturgia y de su teología litúrgica para un nuevo impulso en el
movimiento litúrgico, por tantos motivos apremiantes. El conocer y dar
a conocer, estudiar y aplicar sus enseñanzas, su pensamiento, sus
orientaciones es, a mi entender, una de las tareas y posibilidades que
la providencia de Dios nos ofrece y abre en estos momentos tan
necesitados, sobre todo, de Dios, para que el hombre no perezca. La
Congregación para el culto divino está empeñada en propiciar y promover
el estudio y la divulgación del pensamiento y la obra litúrgica de
Benedicto XVI, entre sacerdotes y fieles, como aportación
insustituible, en estos momentos, si queremos en verdad reavivar el
genuino espíritu y significado de la liturgia.
Este estudio y difusión de las enseñanzas del Papa, leídas en el horizonte y óptica de la hermenéutica de la continuidad, junto con una nueva profundización y amplia divulgación de las claves y la doctrina de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium
-de la que, en el año 2013, celebraremos con acción de gracias, los
cincuenta primeros años de su aprobación y promulgación-, habrán de
encaminarse a suscitar un gran movimiento, nuevo y empeñado, de
formación litúrgica -objetivo prioritario de la Congregación- tanto de
los sacerdotes como de las personas consagradas, y de los fieles, a
través de diversos medios y cauces.
Estoy
convencido de que la promoción y la revitalización del sentido genuino
de la liturgia no puede ser fruto de un cierto voluntarismo o de sólo
una serie de medidas administrativas, disciplinares y pastorales, que
por lo demás también habrán de tenerse en cuenta, sin duda; no se
trata, sin más, de nuevos cambios o de introducción o supresión de
signos, de formas o de usos, sino que, ante todo y sobre todo, se trata
de impulsar una gran obra educativa interior, una «iniciación»
cristiana, que lleve a descubrir y vivir la verdad de la liturgia, del
culto divino católico auténtico de la Iglesia.
Esto
implica y requiere, sin duda, muchas cosas, entre otras: el propiciar
entrar «dentro» de la liturgia; y gozar y experimentar desde ese
«dentro», desde su interior más propio, no desde fuera o desde la
superficie externa, lo que es su naturaleza, su estructura más íntima,
su singular belleza, y su lugar y significación en la vida de la
Iglesia y de los fieles. Lo mismo que para contemplar, saborear y gozar
de la belleza y de la riqueza tan grande, por ejemplo, de la catedral
de Toledo hay que entrar dentro de ella y «descansar» en ella; también para saborear y gozar de cuanto acontece en la liturgia hay que entrar y estar «dentro»
de la liturgia, vivirla, sumergirse en ella, sumergirse en el Misterio
inefable que en ella acontece y se hace presente como don y gracia
desbordantes. Y esto requiere una inmensa tarea de formación y una
labor tendente a poder ofrecer a todos, en el acontecer mismo de la
celebración, vivir la verdad y la belleza, el Misterio infinito de amor
que en ella se hace presente. Es en lo que está trabajando, como en una
especie de «silencio de Nazaret», la Congregación para el Culto: éste
es, creo, su servicio a la Iglesia, el que debe empeñar y llenar todas
sus energías.
Es
preciso reconocer que todavía queda mucho por asimilar del Vaticano II
en lo que se refiere a la liturgia, y no menos lo que se necesita
asumir de la tradición litúrgica eclesial en su conjunto. La verdadera renovación,
más que recurrir a actuaciones arbitrarias, consiste en desarrollar
cada vez mejor la conciencia del sentido del Misterio, de modo que la
liturgia sea momento de comunión con el misterio grande y santo de la
Trinidad. Celebrando los actos sagrados como relación con Dios y
acogida de sus dones, como expresión de auténtica vida espiritual, como
adoración, la Iglesia podrá alimentar verdaderamente su esperanza y
ofrecerla a quien la ha perdido.
En
las celebraciones hay que poner como centro a Jesucristo, presente y
actuante en ellas, para dejarnos iluminar y guiar por Él. La liturgia
de la Iglesia no tiene como objeto calmar lo deseos y los temores del
hombre, sino escuchar y acoger a Jesús, que vive, honra y alaba al
Padre, para alabarlo y honrarlo con Él. Las celebraciones eclesiales
proclaman que nuestra esperanza nos viene de Dios por medio de Jesús
nuestro Señor.
Para
todo ello se requiere ese gran esfuerzo de formación que ha de ser
impulsada y moderada de manera muy particular y principal por los
obispos. Esta formación se orienta a favorecer la comprensión del
verdadero sentido de las celebraciones de la Iglesia y requiere,
además, una adecuada instrucción sobre los ritos, una auténtica
espiritualidad y una educación para vivirla en plenitud. Por tanto, se
ha de promover una auténtica «mistagogia litúrgica».
Subrayo
que, en esta formación, se trata de dos aspectos inseparables: un
aspecto es la instrucción –fundamentalmente teológica y doctrinal-
sobre la liturgia y sus ritos, la iniciación cristiana en cuanto de
ellos se significa y en aquello que reclama de quienes participan en la
liturgia; y el otro aspecto es la participación misma en la liturgia,
verdaderamente viva conforme al sentir y pensar de la Iglesia. Esta
formación litúrgica no sólo ha de ser una formación doctrinal,
teológica, sobre la naturaleza y la verdad de la liturgia y de las
acciones litúrgicas sino que, de manera muy principal, ha de comportar
un cuidado exquisito de la vida litúrgica de las comunidades, de la
celebración en sí misma, de modo que esta constituya el alma y el
corazón de toda la vida de las mismas comunidades.
Para esta formación, además de la constitución Sacrosanctum Concilium,
y del Catecismo de la Iglesia Católica –imprescindible instrumento para
toda la formación cristiana en general, y en lo particular que se
refiere a la liturgia-, así como de otras enseñanzas y directrices del
Magisterio de la Iglesia sobre la divina liturgia, tan rico a raíz del
Concilio hasta hoy, habrá que facilitar instrumentos y orientaciones
para dicha formación para diferentes destinatarios y con distintos
cauces; habrá también que enriquecer los Praenotanda con las
enseñanzas de los últimos Papas, de los Sínodos y la experiencia de lo
acaecido durante las últimas décadas en la Iglesia y en el campo
específico de la liturgia como signo de lo que el Espíritu dice a la
Iglesia; habremos de estar muy atentos a la liturgia del Papa, a los
signos y gestos que en ella se ponen de relieve, y que son indicativos
de su magisterio, de por dónde hay que caminar; deberemos, asimismo,
atender al canto, tan principal y de tanta incidencia educativa
positiva y a veces negativa; habrá que cuidar mucho expresiones, signos
y gestos en la liturgia, e incluso recuperar algunos de ellos perdidos
u olvidados; no deberemos olvidar jamás el arte de la liturgia, la
dignidad y belleza de los espacios celebrativos, que inviten a entrar
en el Misterio que acontece en la liturgia y que ayuden a «ver y
palpar» la «grandeza sobrecogedora» de lo que es y significa el
«universo» o ámbito propio de la liturgia. Habrá que «mejorar» las
celebraciones y llevar a cabo un grande y generalizado esfuerzo de
catequización, de iniciación o de reiniciación cristiana, integral, de
todo el pueblo de Dios, fuertemente arraigada y apoyada en el Catecismo
de la Iglesia Católica.
En
suma, nos sentimos urgidos a impulsar un nuevo, vigoroso, intenso y
universal movimiento litúrgico, conforme al « derecho» de Dios y a lo
que Él merece, y a las enseñanzas que la Iglesia ofrece. Que Dios nos
ayude, o mejor, que nos dejemos ayudar por Él para que podamos
ofrecerle «por Cristo, con Él y en Él, en la Unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria».
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