A medida que vamos
transitando el camino de la
Cuaresma , la
Iglesia nos vuelve a presentar este tiempo litúrgico como un
momento propicio para la conversión. Consigna que, quizá por lo repetitiva,
haya perdido su fuerza, interés o sentido en nuestra vida personal y
comunitaria. Bajo esta premisa, podremos interrogarnos si algo similar nos está
ocurriendo, y preguntarnos a qué y por qué necesitamos convertirnos. A su vez,
definir qué clase de actitudes deberíamos ejercitar, durante este tiempo
cuaresmal, para lograr una verdadera conversión. Por eso, les propongo leer y
meditar el siguiente texto, que nos servirá como punto de partida para el
trabajo personal o grupal:
Para leer:
A lo
largo de todo el tiempo de cuaresma, se nos va a insistir sobre la necesidad de
cambiar el corazón. La Iglesia
pide al Padre insistentemente que cambie nuestro corazón de piedra por un
corazón de carne, que nos dé un corazón nuevo, grande, sensible, generoso. Este
cambio de corazón es lo que llamamos conversión.
En
Aparecida (http://www.celam.org/aparecida.php), el
tema de la conversión se presenta como una necesidad y una urgencia en orden a
expresar la dimensión misionera de los cristianos y de la Iglesia. Esta
dimensión no es algo individual, sino eclesial. Por ello, se habla de
“conversión pastoral” para acentuar el sentido personal, pero también eclesial
de la conversión. Esto se plantea como el gran desafío que debemos asumir.
La
conversión propia del tiempo de cuaresma es crecimiento espiritual en el
cristiano y en toda la
Iglesia. Para el discípulo, la conversión hace referencia a
Jesucristo y al proyecto de vida que su misma Persona nos regala.
La
conversión es la respuesta “de quien ha escuchado al Señor con admiración, cree
en él por la acción del Espíritu Santo, se decide a ser su amigo e ir tras de
él, cambiando su forma de pensar y de vivir” (DA 278). Se trata de un cambio
totalizante: toda nuestra vida está llamada a ser transformada por Jesucristo.
La
conversión implica reorientar nuestro corazón hacia él y desde él organizar
nuestra vida, porque en él hemos descubierto que somos parte única y personal
del proyecto de Dios.
Es
precisamente en este camino de conversión que, antes de mirarnos a nosotros,
debemos mirar a Jesucristo para conocernos y saber en qué debemos cambiar. En
Jesucristo están el contenido y la posibilidad de nuestra conversión porque su
meta es: “que lleguemos al estado de hombre perfecto y a la madurez que
corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).
Solo a
la luz del misterio de Cristo se explica el misterio del hombre (cf. GS). Por
eso, la conversión cristiana es un camino de encuentro con Jesucristo, que
reclama aprenderlo todo de él y asumir su estilo de vida, hacer un continuo
proceso de configuración con él. La oración, la penitencia y la solidaridad
propias de la cuaresma son un camino que nos ayudarán a asumir su propio estilo
de entrega y de comunión con el Padre para el servicio a los hermanos. Asumimos
sus sentimientos, sus actitudes y nos asemejamos en todo a él de tal forma que
nos convertimos cada día en sus imágenes vivas. Jesús quiere que nosotros
seamos signos permanentes de su presencia y de su amor.
El
encuentro con Cristo es camino para la misión universal. Produce una profunda
transformación y provoca la misión. La misión, a su vez, ofrece la posibilidad
del encuentro con Jesús para otros. El encuentro con Jesús es un momento de gracia
que permite amar con el mismo amor de Dios.
La
conversión como encuentro con Jesús es un momento de gracia en el que, por la
acción de su Espíritu, podemos amar con el mismo amor de Dios a todos, y esto
tiene una marcada dimensión eclesial y salvífica. Por eso, el encuentro con
Jesús conduce a la conversión, y esta a la misión. Favorece una vida nueva en
la que no hay separación entre fe y obras. La conversión no es completa si
falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y, sobre todo, de la
misión que esta implica.
La
búsqueda de santificación propia de este tiempo y de toda nuestra vida de
discípulos se va a realizar en el seguimiento del Señor que fue misionero del
Padre. En Jesucristo todo es unidad, y nosotros lo seguimos a Jesús
prosiguiendo su práctica evangelizadora "de obras y palabras"
anunciando el plan universal de salvación del Padre y liberando a todos los
oprimidos por el mal, siendo él Buena Noticia para los atribulados y agobiados
(cf. Mt 11, 28), perdonando a los pecadores, sanando, curando y enviando a
otros a continuar su misión.
La
presencia de un espíritu misionero es un signo elocuente de que la Iglesia vive su verdad,
desde su fidelidad al mandato del Señor.
Cuaresma,
entonces, se nos presenta como un tiempo fuerte de intimidad con Cristo que nos
mueve al compromiso y a la misión. Misión que debemos realizar como Jesús, que
buscaba, con sacrificio, oración y entrega, a la oveja perdida, a los que están
afuera. Los misioneros de hoy, al igual que Jesucristo, no podemos “estar a la
espera”, sino que debemos salir a los cruces de los caminos, a los nuevos foros
de la vida pública, para encontrarnos allí con el hombre y las realidades
cotidianas que necesitan ser vivificadas con el fermento evangélico.
Que
nuestra búsqueda de santidad esté unida a los sentimientos y actitudes de
Jesucristo.
Que en
nuestra oración centrada en Jesucristo estén siempre presentes nuestros
hermanos, especialmente los más pobres, frágiles y alejados.
Que
nuestra limosna sea expresión del amor de Cristo que vive en nosotros.
Que
nuestro ayuno nos haga sensibles a las necesidades más hondas de nuestros
hermanos para servirlos desde la misión.
(Fuente: autor Jorge Blanco - Dpto. Audiovisuales San Pablo)
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