Día 15: XXIV Domingo del Tiempo
Ordinario
|
Meditación del Evangelio de San Lucas: 15,1-32
Es muy
oportuno meditar esta página de san Lucas en todo tiempo. Jesús muestra, no
sólo a los escribas y fariseos que murmuraban de Él entonces, sino a la
humanidad de ahora y de siempre, qué significan los Mandamientos y cómo es el
corazón de Dios. De la mano del Santo Padre, Juan Pablo II, meditemos brevemente
esta parábola. Asistidos por el Espíritu Santo, concluiremos con el Papa, que
Dios es un Padre amantísimo de sus hijos los hombres y que nuestro único
verdadero mal es apartarnos de Él.
"El
hombre, todo hombre –afirma Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Reconciliación
y Penitencia–, es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de
separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído
en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado;
solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para
sí; atormentado –incluso–, desde el fondo de la propia miseria, por el deseo
de volver a la casa del Padre. Como el padre de la parábola, Dios anhela el
regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el banquete
del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación".
Sin
embargo, parece que necesitamos reconvencernos una y otra vez de que nuestro
Creador y Señor es verdaderamente bueno y digno de toda confianza. Será
preciso comprender que si no lo vemos lleno de bondad es posiblemente porque
vivimos apegados a nuestras apetencias, fijos los ojos en esos otros bienes
que tenemos o que deseamos, pero que ni son Dios ni a Dios conducen. Por el
contrario, "hechizados" –según dice gráficamente el Santo Padre–
por unos deleites pasajeros, nos desviamos del camino que ha dispuesto
nuestro Padre Dios para llegar a Él. Por eso, es muy conveniente que nos
sintamos protagonistas de la parábola evangélica encarnando la figura del
hijo menor. Es preciso sentirnos aludidos, reconocer que más de una vez nos
importó poco el ambiente acogedor de la vida cristiana –que por momentos se
nos hacía odioso– y las costumbres de la Iglesia: el hogar en la tierra de nuestro
Padre del Cielo.
A
veces, en efecto, nos sucede como al hijo menor de la parábola: soñamos con
ideales de vida que son ajenos al querer de Quien nos pensó, y nos dio la
existencia y todos nuestros talentos. Nos consta su bondad al vernos en el
lugar de privilegio que, según su voluntad, ocupamos en este mundo frente al
resto de la creación. Estamos convencidos también, como aquel hijo menor, de
que nunca nos faltará lo necesario para ser felices si somos fieles, porque
vivimos con un Padre muy bueno. Sin embargo, de cuando en cuando nos ciegan
las pasiones y se apodera de nosotros el orgullo: desconfiamos de Dios para
hacer nuestro antojo –comodidad, independencia, autonomía, prestigio, fama,
riquezas, sensualidad, honores, poder, orgullo, etc.–, que en ese momento
preferimos a su voluntad.
Al
poco tiempo –muchos años es también poco tiempo en la historia del mundo–
vamos a experimentar necesariamente el hastío. Sucede siempre –sólo nos puede
saciar Dios–, que cualquier otro ideal logrado, distinto de Él mismo, nos
acaba pareciendo pequeño. Y no es raro que la injusticia propia de las obras
sin Dios, se vuelva contra el injusto y acabemos pagando en propia carne las
consecuencias de nuestros desvaríos. Así sucede a los egoístas, que son tristes;
a los que mienten, que pierden credibilidad; a los orgullosos, que se quedan
solos... Como a aquel hijo menor, las consecuencias de los propios pecados
nos harán sufrir.
Que
la experiencia de la poquedad la personal, con la tristeza que le acompaña,
nos hagan recapacitar, como recapacitó aquel hijo, y que volvamos
arrepentidos cada vez que sea preciso al sacramento de la Penitencia. Nuestro
Padre Dios nos espera siempre y nuestra Madre se alegra lo indecible con
nuestro regreso.
(Fuente: Fluvium.org)
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario
TUS COMENTARIOS SERVIRÁN PARA DISCERNIR LO ÚTIL DE LO INÚTIL DE CADA ENTRADA: