Seguramente habrán escuchado los comentarios que siguieron a la publicación de un título tendensioso en un periódico, acerca de la "prohibición" del buey y el asno en el pesebre. Lo que sigue es el aval de la presencia de esas nobles criaturas en las representaciones de la gruta de Belén. Léalo tranquilo y disfrútelo.
Por Card. Joseph Ratzinger
Benedicto XVI, cuando aún no
era Papa, escribió varios textos dedicados a la Navidad que ha recogido Ediciones
Encuentro en el libro Imágenes de la
esperanza. Alfa y Omega ha reproducido
parte de estos textos,
En Navidad nos deseamos de corazón que este tiempo festivo, en medio
de todo el ajetreo actual, nos otorgue un poco de reflexión y alegría,
contacto con la bondad de nuestro Dios y, de ese modo, ánimos renovados para
seguir adelante. Al empezar esta pequeña reflexión sobre lo que esta fiesta
puede decirnos hoy, tal vez resulte útil una breve mirada al origen de la
celebración de la Navidad. El año litúrgico de la Iglesia se ha desarrollado,
ante todo, no desde la consideración del nacimiento de Cristo, sino desde la
fe en su resurrección. Por tanto, la fiesta originaria de la cristiandad no
es la Navidad, sino la Pascua. Pues, de hecho, sólo la Resurrección ha
fundamentado la fe cristiana y ha hecho existir a la Iglesia. Por eso, ya
Ignacio de Antioquia (muerto como muy tarde el año 117) llama a los
cristianos aquellos que «ya no guardan el sábado, sino que viven según el día
del Señor»: ser cristiano significa vivir pascualmente, desde la Resurrección,
que se conmemora en la semanal celebración pascual del domingo. Seguramente,
el primero en afirmar que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de
Roma, en su comentario a Daniel, escrito más o menos en el año 204. El
antiguo exegeta de Basilea Bo Reicke remitía, además, al calendario de
fiestas, según el cual, en el evangelio de Lucas los relatos del nacimiento
del Bautista y del nacimiento de Jesús están referidos uno al otro. De esto
se seguiría que ya Lucas, en su evangelio, presupone el 25 de diciembre como
día del nacimiento de Jesús. En este día se conmemoraba por aquel entonces la
fiesta de la dedicación del templo, introducida en el año 164 antes de
Cristo, por Judas Macabeo; de ese modo, la fecha del nacimiento de Jesús
simbolizaría, al mismo tiempo, que con Él, que apareció como luz de Dios en
la noche invernal, tenía lugar la verdadera dedicación del templo: la llegada
de Dios en medio de esta tierra. Sea como fuere, la fiesta de Navidad no
adquirió en la cristiandad una forma clara hasta el siglo IV, cuando desplazó
la festividad romana del dios solar invicto y enseñó a entender el
nacimiento de Cristo como la victoria de la verdadera luz; sin embargo, por
las anotaciones de Bo Reicke, ha quedado patente que, en esta refundición de
una fiesta pagana en una solemne festividad cristiana, se asumió una ya
antigua tradición judeo-cristiana.
El especial calor humano de la fiesta de Navidad nos afecta tanto, que
en el corazón de la cristiandad ha sobrepujado con mucho a la Pascua. Pues
bien, en realidad ese calor se desarrolló por primera vez en la Edad Media; y
fue Francisco de Asís quien, con su profundo amor al hombre Jesús, al Dios
con nosotros, ayudó a materializar esta novedad. Su primer biógrafo,
Tomás de Celano, cuenta en la segunda descripción que hace de su vida lo
siguiente: «Más que ninguna otra fiesta celebraba la Navidad con una alegría
indescriptible. Decía que ésta era la fiesta de las fiestas, pues en este día
Dios se hizo niño pequeño, y mamó leche como todos los niños. Francisco
abrazaba –¡con cuánta ternura y devoción!– las imágenes que representaban al
Niño Jesús, y balbuceaba lleno de piedad, como los niños, palabras tiernas.
El nombre de Jesús era en sus labios dulce como la miel». De tales
sentimientos surgió, pues, la famosa fiesta de Navidad de Greccio, a la que
podría haberle animado su visita a Tierra Santa y al pesebre de Santa María
la Mayor en Roma; lo que le movía era el anhelo de cercanía, de realidad; era
el deseo de vivir Belén de forma totalmente presencial, de experimentar
inmediatamente la alegría del nacimiento del Niño Jesús y de compartirla con
todos sus amigos. De esta noche junto al pesebre habla Celano, en la primer
biografía, de una manera que continuamente ha conmovido a los hombres y, al
mismo tiempo, ha contribuido decisivamente a que pudiera desarrollarse la más
bella tradición navideña: el pesebre. Por eso podemos decir, con razón, que
la noche de Greccio regaló a la cristiandad la fiesta de Navidad de forma
totalmente nueva, de manera que su propio mensaje, su especial calor y
humanidad, la humanidad de nuestro Dios, se comunicó a las almas y dio a la
fe una nueva dimensión.
La festividad de la resurrección había centrado la mirada en el poder
de Dios, que supera la muerte y nos enseña a esperar en el mundo venidero.
Pero ahora se hacía visible el indefenso amor de Dios, su humildad y bondad,
que se nos ofrece en medio de este mundo y, con ello, nos quiere enseñar un
género nuevo de vida y de amor. Quizá sea útil detenernos aquí un momento y
preguntar: ¿dónde se encuentra exactamente ese lugar, Greccio, que de ese
modo ha llegado a tener para la historia de la fe un significado totalmente
propio? Es una pequeña localidad situada en el valle de Rieti, en Umbría, no
muy lejos de Roma en dirección nordeste. Lagos y montañas dan a esta comarca
su encanto especial y su belleza callada, que todavía hoy nos sigue
conmoviendo, especialmente porque apenas se ha visto afectada por la
agitación del turismo. El convento de Greccio, situado a 638 metros de
altitud, ha conservado algo de la simplicidad de los orígenes; ha permanecido
sencillo, como la pequeña aldea que está a sus pies; el bosque lo circunda
como en tiempos del Poverello, e invita a la estancia contemplativa. Celano
dice que Francisco amaba especialmente a los habitantes de este lugar por su
pobreza y su simplicidad; venía hasta aquí a menudo para descansar, atraído
también por una celda de extrema pobreza y soledad en la que podía entregarse
sin ser molestado a la contemplación de las cosas celestiales. Pobreza,
simplicidad–, silencio de los hombres y hablar de la creación: éstas eran, al
parecer, las impresiones que para el santo de Asís se conectaban con este
lugar. Por eso pudo convertirse en su Belén e inscribir de nuevo el secreto
de Belén en la geografía de las almas. Pero volvamos a la Navidad de 1223.
Las tierras de Greccio habían sido puestas a disposición del Pobre de Asís
por un noble señor de nombre Juan, del que Celano cuenta que, pese a su alto
linaje y su importante posición, «no daba ninguna importancia a la nobleza de
la sangre y deseaba más bien alcanzar la del alma». Por eso lo amaba
Francisco.
Un descubrimiento
De este Juan dice Celano que aquella noche se le concedió la gracia de
una visión milagrosa. Vio yacer inmóvil sobre el comedero a un niño pequeño,
que era sacado de su sueño por la cercanía de san Francisco. El autor añade:
«Esta visión correspondía en realidad a lo que sucedió, pues, de hecho, hasta
aquella hora el Niño Jesús estaba hundido en el sueño del olvido en muchos
corazones. Gracias a su siervo Francisco, fue reavivado a su recuerdo, e
indeleblemente impreso en la memoria». En esta imagen se describe muy
exactamente la nueva dimensión que Francisco, con su fe que impregna alma y
corazón, regaló a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de la
revelación de Dios, que precisamente se encuentra en el Niño Jesús.
Precisamente así Dios ha llegado a ser verdaderamente Emmanuel, Dios
con nosotr s, alguien de quien no nos separa ninguna barrera de
sublimidad ni de distancia: en cuanto niño, se ha hecho tan cercano a
nosotros que le decimos sin temor Tú, podemos tutearle en la
inmediatez del acceso al corazón infantil. En el Niño Jesús se manifiesta de
forma suprema la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no
quiere conquistar desde fuera, sino ganar desde dentro, transformar desde el
interior. Si algo puede vencer la arbitrariedad del hombre, su violencia, su
codicia, es el desamparo del Niño. Dios lo ha aceptado para vencernos y
conducirnos a nosotros mismos. No olvidemos, además, que el título supremo de
Jesucristo es el de Hijo –Hijo de Dios–; la dignidad divina se designa
con una palabra que muestra a Jesús como niño perpetuo. Su condición de niño
se encuentra en una correspondencia sin par con su divinidad, que es la
divinidad del Hijo. Así, su condición de niño nos indica cómo podemos
llegar a Dios, a la divinización. Desde aquí se han de entender sus palabras:
«Si no os cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de
los cielos». Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha entendido
lo más determinante de la condición cristiana. Quien no lo ha asumido, no
puede entrar en el reino de los cielos: esto es lo que Francisco quería
recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos posteriores.
La realidad del pesebre
En la cueva de Greccio se encontraban aquella Nochebuena, conforme a
la indicación de san Francisco, el buey y el asno. Al noble Juan le había
dicho: «Quisiera evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y como
nació en Belén, y todas las penalidades que tuvo que soportar en su niñez.
Quisiera ver con mis ojos corporales cómo yació en un pesebre y durmió sobre
el heno, entre un buey y un asno». Desde entonces, el buey y el asno forman
parte de toda representación del pesebre. Pero, ¿de dónde proceden en
realidad? Como es sabido, los relatos navideños del Nuevo Testamento no
cuentan nada de ellos. Si tratamos de aclarar esta pregunta, tropezamos con
uno hechos importantes para los usos y tradiciones navideños, y también,
incluso, para la piedad navideña y pascual de la Iglesia en la liturgia y las
costumbres populares. El buey y el asno no son simplemente productos de la
fantasía piadosa. Gracias a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y
del Nuevo Testamento, se han convertido en acompañantes del acontecimiento
navideño. De hecho, en Isaías 1,3 se dice: «Conoce el buey a su dueño, y el
asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne». Los
Padres de la Iglesia vieron en estas palabras una profecía referida al nuevo
pueblo de Dios, la Iglesia constituida a partir de judíos y gentiles. Ante
Dios, todos los hombres, judíos y gentiles, eran como bueyes y asnos, sin
razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les ha abierto los ojos,
para que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su Amo.
En las representaciones navideñas medievales, sorprende continuamente
cómo a ambos animales se les dan rostros casi humanos; cómo, de forma
consciente y reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio del
Niño. Esto era lógico, pues ambos animales eran considerados la cifra
profética tras la que se esconde el misterio de la Iglesia –nuestro misterio,
el de que, ante el Eterno, somos bueyes y asnos–, bueyes y asnos a los que en
la Nochebuena se les abren los ojos, para que en el pesebre reconozcan a su
Señor. Pero, ¿lo reconocemos realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey
y el asno, debe venirnos a las mientes la palabra entera de Isaías,
que no sólo es buena nueva –promesa de conocimiento venidero–, sino también
juicio sobre la presente ceguedad. El buey y el asno conocen, pero «Israel no
conoce, mi pueblo no discierne». ¿Quién es hoy el buey y el asno, quién es mi
pueblo que no discierne? ¿En qué se conoce al buey y al asno, en qué a mi
pueblo? ¿Por qué, de hecho, sucede que la irracionalidad conoce y la
razón está ciega?
Para encontrar una respuesta, debemos regresar una vez más, con los
Padres de la Iglesia, a la primera Navidad. ¿Quién no conoció? ¿Quién
conoció? ¿Por qué fue así? Quien no conoció fue Herodes: no sólo no entendió
nada cuando le hablaron del Niño, sino que sólo quedó cegado todavía más
profundamente por su ambición de poder y la manía persecutoria que le
acompañaba. Quien no conoció fue, «con él, toda Jerusalén». Quienes no
conocieron fueron los hombres elegantemente vestidos, la gente refinada.
Quienes no conocieron fueron los señores instruidos, los expertos bíblicos,
los especialistas de la exégesis escriturística, que desde luego conocían
perfectamente el pasaje bíblico correcto, pero, pese a todo, no comprendieron
nada. Quienes conocieron fueron –comparados a estas personas de renombre– bueyes
y asnos: los pastores, los magos, María y José. ¿Podía ser de otro modo?
En el portal, donde está el Niño Jesús, no se encuentran a gusto las gentes
refinadas, sino el buey y el asno. Ahora bien, ¿qué hay de nosotros? ¿Estamos
tan alejados del portal porque somos demasiado refinados y demasiado listos?
¿No nos enredamos también en eruditas exégesis bíblicas, en pruebas de la
inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, hasta el punto de que
estamos ciegos para el Niño como tal y no nos enteramos de nada de Él? ¿No
estamos también demasiado en Jerusalén, en el palacio, encastillados en
nosotros mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución,
como para poder oír por la noche la voz del ángel, e ir a adorar? De esta
manera, los rostros del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen una
pregunta: Mi pueblo no entiende, ¿comprendes tú la voz del
Señor?
Cuando ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos
pedir a Dios que dé a nuestro corazón la sencillez que en el Niño descubre al
Señor –como una vez Francisco en Greccio–. Entonces podría sucedernos también
lo que Celano –de forma muy semejante a san Lucas cuando habla sobre los
pastores de la primera Nochebuena– cuenta de quienes participaron en los maitines
de Greccio: todos volvieron a casa llenos de alegría.
(Fuente: Arvo.net)
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