En el año 383, un joven ambicioso de menos de treinta años, nacido en África y recién llegado a Roma, comprendió que Milán era la meta mejor para hacer carrera. Este joven se llamaba Agustín. Al saber que Milán solicitaba un profesor de retórica, tramó con el prefecto pagano de la Urbe, Quinto Aurelio Sínmaco, para obtener ese puesto. Y más sabiendo que los gastos del viaje corrían a cargo del Estado; en aquel momento de su vida Agustín era sensible al dinero.
Por Giuseppe Frangi
Milán en el año 384 era un centro neurálgico y vital. Residía en la ciudad el emperador de Occidente, Valentiniano II, aún niño, con su madre Justina como regente. También estaba el obispo Ambrosio, el gobernador o consularis de la región Emilia que en el 374 había sabido mediar entre la facción filonicena y la antinicena y que, en virtud de esa intervención, había sido elegido obispo para satisfacción de todos: los antinicenos confiaban en su neutralidad, los filonicenos en la tradición indiscutible de su familia, el emperador en su lealtad de funcionario civil. Ambrosio, como escribe uno de los mayores historiadores de los primeros siglos de la cristiandad, Richard Krautheimer, «durante los 24 años siguientes convirtió la diócesis de Milán en la más importante de Occidente».
En el año 383, un joven ambicioso de menos de treinta años, nacido en África y recién llegado a Roma, comprendió que Milán era la meta mejor para hacer carrera. Este joven se llamaba Agustín. Al saber que Milán solicitaba un profesor de retórica, tramó con el prefecto pagano de la Urbe, Quinto Aurelio Sínmaco, para obtener ese puesto. Y más sabiendo que los gastos del viaje corrían a cargo del Estado; en aquel momento de su vida Agustín era sensible al dinero.
«Sínmaco miraba con buenos ojos que no fuera un cristiano quien ejerciera en la corte un cargo institucional», explica el historiador Luigi Crivelli, presidente de la Fundación San Ambrosio. En octubre del 384 Agustín está en Milán, acompañado por su concubina, cuyo nombre no dirá nunca, y con el hijo que ha tenido de ella, Adeodato, de 12 años. «El profesor cumple con el deber institucional de visitar al obispo Ambrosio», explica Crivelli. Al encuentro entre Ambrosio y Agustín Milán dedica hoy una exposición, solemnemente preparada y anunciada, en el Museo diocesano y en el Palacio Stelline. Un encuentro fatal, titularon curiosamente al unísono los periódicos Corriere della Sera y La Stampa al comentar el acontecimiento.
Un encuentro que los historiadores han estudiado detalladamente. Y que ahora la exposición lo ofrece a un público más amplio.
No eran meses tranquilos para Ambrosio. Y no lo eran a causa precisamente de ese Simmaco que había sido el patrocinador principal de Agustín. Con el asesinato del emperador Graciano, ocurrido el año anterior, Ambrosio había perdido un importante aliado. «Era aquel que había renunciado al título de pontifex maximus y que con sus decretos había favorecido a la parte católica», recuerda Crivelli. «Ambrosio sintió la gravedad del peligro que amenazaba toda su política». Agustín, debido a sus relaciones, tenía que estar al corriente de la situación en la que se encontraba Ambrosio, y en las Confesiones hace algunas breves pero significativas alusiones. Había visto cómo el obispo había afrontado la “lucha por las basílicas”. Justina, madre del emperador Valentiniano II, quinceañero, «había comenzado a perseguir a Tu siervo Ambrosio impulsada por la herejía en que la habían arrastrado los arrianos». En el 385 llega la primera petición de los arrianos para tener una basílica para los ritos pascuales.
Ambrosio se opone y gana. El año siguiente la petición es aún más perentoria. Son semanas dramáticas. «Ante mis ojos estaba la muerte», escribe Ambrosio a su hermana Marcelina. El pueblo estaba con él, y de noche vigilaba la Basílica Portiana (quizá la actual San Vittore al Corpo), objeto de los intereses de los arrianos. «Estos hechos impresionaron mucho a Agustín», explica Crivelli. «En las Confesiones declara su asombro por la manera en que “Tu campeón Ambrosio” afrontó los hechos; por la muchedumbre “dispuesta a morir por su obispo”, por su madre Mónica “siempre en primera fila durante el servicio y en las vigilias”». Concluye Agustín: «Nosotros mismos aunque aún no encendidos por el fuego de tu Espíritu, participábamos de la turbación y de la inquietud de toda la ciudad». Y al final Justina, sigue diciendo Agustín, “fue por lo menos frenada en su furia persecutoria».
En junio de este 386, en Puerta Vercellina, son hallados los cuerpos de los mártires Gervasio y Protasio. «No podemos ser mártires, pero encontramos a los mártires», escribe Ambrosio en el himno que les dedica. Inmediatamente mandó que los pusieran en una nueva basílica, la Basílica Martyrum, la actual San Ambrosio. También estos hechos llamaron la atención de Agustín llevándole paso a paso hacia el momento decisivo de su vida. Describe en las Confesiones, con palabras conmovidas, el traslado de los cuerpos de los dos mártires a la basílica, las curaciones que hubo gracias a ellos, entre estas la de un ciego que recuperó la vista.
El verano del 386 es decisivo para la vida de Agustín. Ambrosio había ido en misión a Tréviris, donde estaba el general Máximo. Con realismo le había sugerido al inquieto intelectual que se pusiera en manos de Simpliciano, un anciano sacerdote de la Iglesia de Milán que era también el padre espiritual de Ambrosio. Fue Simpliciano quien le contó la conversión de Cayo Mario Victorino, también él africano de origen, conversión de la que había sido testigo en Roma unos años antes. «Apenas Tu siervo Simpliciano terminó de contarme estas cosas de Victorino me invadió el deseo ardiente de imitarle». «Comenzaba a abrirse camino en mí una nueva voluntad de servirte desinteresadamente y de gozar de ti, oh Dios», escribe siempre en el hermoso libro VIII de las Confesiones.
Al final del verano decide dejar la enseñanza («bajar de la cátedra de la mentira») y aprovechar una vacación otoñal que le ofrece Verecundo, maestro de retórica en Milán, que le deja su casa de Casicíaco (la actual Casciago, sobre Varese, o Cassago Brianza). Agustín va allí con sus amigos, su madre Mónica y su hijo Adeodato. Pero antes de salir escribe a Ambrosio para comunicarle su deseo de recibir el bautismo. Y le pregunta al obispo «qué libro debe leer para prepararse mejor a recibir una gracia tan grande». Ambrosio le aconseja el libro de Isaías.«Catecúmeno en la tranquilidad del campo», como él mismo se define, Agustín pasa los días conversando y un estenógrafo, expresamente llamado, transcribe fielmente las conversaciones. Nacen una serie de libros como el Contra académicos, el De beata vita, los Soliloquia. «Ahora ya sólo a ti te amo, sólo a ti te busco, sólo a ti te sigo», escribe en el primer libro de los Soliloquia.
En enero es hora de volver a Milán. Es costumbre de la Iglesia milanesa comunicar el día de la Epifanía la fecha de la Pascua y dar a conocer los nombres de los que recibirán, en esa noche, el bautismo. Agustín se inscribe entre los postulantes. Luego, la noche del Sábado Santo del 24 al 25 de abril del 387, en la pila octogonal adyacente al ábside de la basílica de Santa Tecla (los restos de la pila fueron hallados durante las excavaciones para el metro milanés), Ambrosio bautizó a Agustín: «Fuimos bautizados y de nosotros desapareció el ansia por la vida pasada». Y una tradición dice que le impuso la infula blanca, como un padrino de hoy, el paciente Simpliciano. En las dos tablillas del siglo XV presentes en la exposición se reconstruye la escena con precisión: se ve a Agustín en la pila, Adeodato y Alipio listos para ser bautizados después de él, y a su madre Mónica que lo había acompañado silenciosamente a ese paso. No existe el énfasis emocionado que en el siglo XVII pondrá El Cerano en su gran tela que domina el ábside de la Basílica milanesa de San Marcos, otra etapa obligatoria del paseo por el Milán agustiniano.
El síntoma simple y concreto de este cambio son las lágrimas. Agustín, en un pasaje muy hermoso de las Confesiones, había hablado de sus lecturas de Platón, de la enseñanza que había recibido. La lectura de los libros platónicos fue para él una conversión de la inteligencia en el reconocimiento que la felicidad del hombre consiste en la unidad con el único Creador. «Et non flebam», concluye Agustín. «Y, sin embargo, no lloraba». En cambio, explica Crivelli, «después de aquel Sábado Santo comenzaron los días de infinita dulzura. La participación en la liturgia lo conmovía hasta las lágrimas. No lloraba porque se ahogase, sino porque por fin respiraba».
El devoto y conmovido recuerdo de Ambrosio acompañará a Agustín durante toda su vida. También en su última obra contra la herejía pelagiana que no terminó, Contra Juliano, escribirá: «Mi maestro es Ambrosio, del que no sólo he leído los libros, sino que también he oído sus palabras y del que he recibido el baño que me ha regenerado»
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